Ilustración: Seisdedos

Ilustración: Álvaro García www.seisdedos.org

Aladino es un yihadista y el genio de la lámpara trabaja para algún servicio secreto. Alí Babá cultiva opio en las montañas, mientras los cuarenta ladrones trafican con armas y petróleo de contrabando. Simbad se pudre en un suburbio de París y no lo contratan ni para descargar camiones a tiempo parcial. Drones camuflados de alfombra mágica sobrevuelan la maravillosa Bagdad: un montón de escombros patrullado por milicias sectarias. La ruta de la seda se ha llenado de checkpoints.

La Europa del XIX inventó todo un imaginario oriental a la medida de su fiebre romántica y su prepotencia imperialista. Érase una vez un islam de vivos colores, esbeltos minaretes y complacientes muchachas cautivas en harenes. Pintores y escritores se aplicaron a mostrarnos ese mágico pasado, cuyos vestigios podían contemplarse relativamente cerca: en el sur de España, Granada satisfacía todos los anhelos orientalistas de los viajeros románticos y adinerados. Allí, Washington Irving hizo una contribución fundamental con sus Cuentos de la Alhambra. Desde Granada o desde Oriente regresaban alemanes, franceses, ingleses, norteamericanos y hasta rusos; cargados de souvenirs, notas, dibujos del natural y -poco después- postales y fotografías, contagiando a los contemporáneos su entusiasmo por el islam soñado e intemporal.

Tanto éxito tuvieron en Occidente estas imágenes, tan cautivadoras resultaban para el público y tan útiles para el colonialismo, que pasaron a formar parte para siempre de la densa sedimentación de mitologías que llamamos cultura de masas. Ese imaginario exótico arraigó con tanta fuerza que resistió golpes tan duros como la descolonización de los países musulmanes, la crisis del petróleo de 1973 o la revolución iraní de 1979. Su sombra volvió a planear sobre la cultura popular a comienzos de los años noventa, gracias al Aladdin de Disney y al éxito del videojuego Prince of Persia, entre otros productos. No por casualidad, había terminado la primera guerra del Golfo Pérsico. Como los cruzados de antaño, como el abuelo colonialista, el nuevo orden mundial volvía a poner sus ojos y sus armas sobre el Oriente islámico. Tierra de infieles y de petróleo.

Después vino lo que vino. De modo que ahora la estética de Las mil y una noches, aunque sigue viva y presente, debe convivir con un nuevo imaginario orientalizante. Otro islam soñado -esta vez en clave de pesadilla- que los medios han construido por el conocido método de seleccionar y generalizar aspectos parciales. Terrorismo, migración masiva e incontrolada, violencia fanática y opresión de las mujeres son las nuevas cartas que bailan en la baraja orientalista.

Si la idealización del islam pasado y la criminalización del islam presente pueden convivir sin problemas, quizá sea porque comparten un nexo de unión profundo. Aunque parezcan visiones muy alejadas entre sí, coinciden en reducir los diversos mundos musulmanes a uno solo, definido ante todo por su irracionalidad. En el islam de ensueño la sinrazón adquiere la forma de lo mágico y maravilloso; en el islam de pesadilla adquiere la forma del fanatismo violento. En el fondo se proyecta un mismo paradigma: el de una presunta irracionalidad intrínseca que define el espacio árabe, musulmán, oriental.

La violencia ciega es tan poco definitoria del mundo musulmán como las alfombras mágicas, pero tampoco importa demasiado, porque no son verdades lo que el espectador/consumidor occidental busca en el bazar de la imagen y la ideología. Le interesan más bien aquellas ilusiones que le permitan seguir sintiéndose superior incluso en la hora de su decadencia: el poseedor desde la antigüedad griega -por ley natural o divina- de la Ciencia, la Democracia, la Tolerancia y la Razón. Una criatura superior en el aspecto moral, el cultural y -vamos a decirlo- el racial.

Eso es lo que nos susurran nuestro sofá, nuestro televisor y nuestro mando a distancia. Eso es justamente lo que queremos ver y escuchar.

Entretanto, al otro lado de la pantalla el sultán ha externalizado su harén y nada en petrodólares como el tío Gilito. Atiza el odio entre suníes y chiíes para combatir el aburrimiento, mortal enfermedad de los ricos. Su verdugo hizo un máster en comunicación, y ahora sermonea al personal antes de hacerse un selfie degollando a algún desgraciado. La astuta Sherezade, maestra de la supervivencia, ha decidido ocultarse bajo un burka y no contar ya más fábulas que las propias de la propaganda de guerra.

Ilustración: Seisdedos

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