Ayer una señora camino de cumplir los cien, sevillana de pro que conserva intacto su acento después de llevar en Madrid 70 años, acostumbrada a tener asistenta desde que era una señorita, y madre de cinco hijos más que cincuentones que habrían sido ocho de habérsele dado todos sus embarazos, me dijo que con Franco vivía muy bien. Ea, como diría ella. Hace un gesto de cabeza frunciendo el ceño que no deja dudas y entonces es cuando yo aguanto la respiración. No es algo que no haya oído antes pero cada vez me da más miedo. Mientras ella se emboba en sus recuerdos sus hijos me cuentan que jamás salía de casa sin sus tacones de aguja y el pelo peinado con arte, muchas veces con flores, luciendo palmito y salero como no había otra en Morón de la Frontera. Me fijo y hay varias fotos en la pared de su cama para corroborarlo.
A día de hoy esta mujer lozana de ojos vivos es solo un cuerpo inerte con los pies y las piernas marmóreos que da grima tocar con la mano caliente de fríos que están porque no le da la gana usarlos. Se niega a caminar o a que la lleven en silla de ruedas a ningún sitio, ni se les ocurra, es muy coqueta. A cambio hace tiempo que decidió que su vida circule entre la cama, un baño minúsculo en el que no cabe, y su sillón negro de oficina, de esos con ruedas, que preside una mesa grande bajo la que hay un brasero que calienta a todo trapo en invierno o a medio gas aunque haga calor, por eso de templarle los miembros muertos, y que se jodan los demás si sudan. La mesa la tapa un cristal que sirve para poner debajo el mes en curso en una hoja de calendario para miopes, y cada día marca en él con el dedo hechos que ya no vive de pie, así apareciera su adorado Franco por la puerta del salón y le pidiera que baile.
Me admira sin embargo cómo le funciona de bien la cabeza, los recuerdos que tiene, las conversaciones hiladas que sigue atenta sin perderse apenas. Lee La Razón después de desayunar, y alguna otra vez durante el día porque se le olvida que ya lo ha leído, y se cabrea si no ve la misa en la tele los domingos o si no reza antes de acostarse, y es de las que aún dice frases en latín. Su hija mayor, ya jubilada, me sorprende con que en la casa materna en Morón las cartas de racionamiento se repartían también entre el servicio para que así ninguno pasase hambre, y me lo dice como si ese acto de humanidad hubiera sido extraordinario por su parte. Hablan ahora de Rajoy, del demonio Podemos, de que Sánchez no les gusta nada, de que hay que votar al PP para que siga sacándonos a flote porque son ellos los que frenaron el rescate. Me incorporo a coger un pastel de la caja, paseo el dedo, doy otra vuelta, lo escojo a conciencia haciendo tiempo para no responder, y cuando sé el que quiero me lo meto en la boca de un solo bocado. No puedo comer y hablar al mismo tiempo. Prefiero no hablar, estoy de invitada. Y tampoco quiero respirar, atufa a rancio.