Una despeinada
“Hostia puta, cómo pesa el puto niño de los cojones”. Eso es una madre cabreada y lo demás son tonterías. Suda y transpira mientras un anónimo corazón de león le ayuda a subir el carrito de un mozo entrado en carnes por las escaleras del metro. Transbordo de Urquinaona entre la línea roja y la amarilla. Inferno barcelonés aliñado con temperatura indecente. Ella se cree madre coraje y yo creo que no se puede hablar así de un niño, ni tuyo ni de nadie. ¡Es un niño! Pienso para mis adentros. Pienso que es una despeinada. De esas, las conozco bien, porque por mi sangre corre el extrarradio amado y odiado a la par.
Me detengo a pensar un segundo y rectifico. Prefiero no juzgar. El papel es eterno y yo no soy madre.
De olores
Huele el rastro que arrastra la vida, que dejan tras de sí las mujeres, porque ellas suelen, y repito, suelen, oler. A mujer. A lavanda, a acondicionador, a laca, a perfume. A haber parido. A leche, las madres.. A mí me gustan los olores. No me escondo. Me gusta el olor después de trabajar. El olor es vida. Porque si no, seríamos objetos. El peor de los casos es no oler a nada. ¡Y qué pena pasar por la vida sin dejar rastro! A los hombres no los huelo, porque no me gusta su olor corporal. Sin acritud.
Pienso todo esto mientras espero. Dos eternos minutos hasta que llega el próximo metro, mientras, una voz que bien me podría llevar al infierno reverbera en la estación insistiendo en que tengamos cuidado de nuestras pertenencias. Y puede que tenga razón: tras haber visitado más de 30 países, con sus pueblos, sus ciudades, sus playas y sus lugares perdidos de la mano de Dios, debo decir que Barcelona es la única ciudad donde me han robado. Una vez. Tras varios intentos fallidos. Siempre hombres. Miento. Una vez fue un niño. Debía tener unos trece años.
Intento leer alguna página de Llamadas telefónicas de Bolaño pero me resulta imposible. Me exaspero. Esa voz, ¡esa voz!. Levanto la vista. En un cartel, una falta de ortografía tan grande como el culo que se me está poniendo por no hacer nada de ejercicio y comer queso a todas horas. Obsesión convulsa, compulsiva.
Y tomo una decisión: a partir de ahora, cuando esté fuera de casa, llevaré tapones de espuma para poder leer a Bolaño tranquilamente.