Al filo de las elecciones de Estados Unidos, recientes encuestas sitúan a Donald Trump un punto por encima de su oponente en la disputa presidencial. Supone un vuelco drástico de la tendencia que venían reflejando los distintos sondeos, hasta ahora asentados en la victoria, cómoda, de Hillary Clinton. Esta pérdida de confianza en la candidata demócrata tiene una explicación relativamente sencilla: el FBI ha anunciado que reabrirá la investigación sobre el escándalo de los e-mails. Resulta más complejo, sin embargo, explicar cómo ha conseguido el magnate republicano llegar a la última semana de carrera electoral con opciones de ganarla. Hemos de recurrir aquí a un concepto político de nuevo cuño que sirve para interpretar nuestra creciente tolerancia a la desfachatez. Bienvenidos a la ‘era de la posverdad’.
Este neologismo surge en abril de 2010 de la mano del periodista David Robert, que lo utiliza en la revista norteamericana Grist para referirse a los políticos negacionistas del cambio climático. Seis años después, The New Yorker, The Economist, The Guardian y Le Monde desempolvaron el término al acotar el debate sobre la impunidad de la mentira consabida, una práctica en la que Donald Trump o los promotores del Leave en el Brexit han estado a la vanguardia. Como todos sabemos, la mentira en política es poco menos que un recurso habitual; justifica derrotas, diluye responsabilidades y construye realidades paralelas en favor de intereses propios. El fenómeno de la ‘posverdad’ va un paso más lejos y asume que la evidencia compite en veracidad con la opinión, prestándose al cuestionamiento sin mayor decencia o preocupación.
La web PoliticFacts –Premio Pulitzer por su trabajo detectando declaraciones falsas– reveló que el 70 por ciento de las afirmaciones de Trump apoyadas en ‘hechos’ tienen una estrecha relación con la mentira. El republicano ha llegado a decir que Barack Obama es “el fundador del ISIS”. Cuando el periodista conservador Hugh Hewitt le invitó a matizar su comentario explicando que el republicano había querido decir “que Obama creó un vacío”, Trump objetó: “No, quiero decir que Obama es el fundador del ISIS y Clinton su confundadora”. Todo el mundo sabe que el actual presidente de EE UU no creó el Estado Islámico, Trump también; sin embargo, lanza una acusación tan disparatada sabiendo que el coste electoral será nulo. Luego veremos a qué responde esta impunidad.
De manera similar actuaron los partidarios del Leave en la campaña por el Brexit. Repitieron como un mantra que formar parte de la Unión Europea cuesta al Reino Unido 350 millones de libras semanales, pero ‘olvidaron’ incluir en la cifra el dinero que recibe el país en concepto de subsidios agrícolas, fondos de desarrollo regional o subvenciones al sector privado. Poco más de una hora después de que el referéndum diera la victoria a los partidarios del Leave, uno de sus grandes promotores, Nigel Farage, confesó que fue un error prometer 350 millones de libras semanales al Servicio Nacional de Salud. Horas después, el eurodiputado consevador Daniel Hannan reconoció que para seguir teniendo acceso al mercado único debían permitir la entrada en el país de los trabajadores europeos. Que la inmigración era inevitable. Las promesas centrales del Brexit desmontadas en apenas 24 horas. Fue ésta la primera votación en la ‘era de la posverdad’: mintieron de forma premeditada y aún así los ciudadanos antepusieron sus prejuicios a las evidencias.
Una de las mejores contribuciones a este debate la ha hecho Katharine Viner, directora de The Guardian, con un artículo titulado How technology disrupted the truth. La periodista sostiene que los políticos están abocados a persuadir a sus electores a través de la emoción, y recoge una afirmación realizada por Arron Banks –el mayor donante de la campaña por el Leave– poco después del referéndum: “La campaña del Remain presentaba hechos, hechos, hechos. Sencillamente no funciona. Tienes que conectar con la gente emocionalmente, es el éxito de Trump”. Evidencia, sin tapujos, que los hechos han pasado a ocupar un segundo plano en el ámbito de la política.
Viner abre su artículo relatando un episodio inquietante. A finales de septiembre de 2015, el Daily Mail publicaba que el primer ministro David Cameron había ‘intimado’ con la cabeza de un cerdo muerto. “Un distinguido compañero de Oxford afirma que Cameron participó en una ceremonia de iniciación escandalosa en un evento de Piers Gaveston que incluía un cerdo muerto”, recogía el diario. Los autores de la historia avalaban que su fuente, un parlamentario, había visto evidencias fotográficas: “El futuro primer ministro introdujo una parte íntima de su anatomía en el animal”. La historia, extraída de una biografía de Cameron, tuvo una extraordinaria difusión, colapsando inmediatamente las redes sociales.
Esto sirvió para manchar la reputación del político y aunque Downing Street dijo que no dignificaría la historia con una respuesta, finalmente se vieron obligados a desmentirla. Días después, Isabel Oakeshott, periodista del Daily Mail que había escrito la biografía junto al empresario billonario Lord Ashcroft, admitió en televisión que no tenía la certeza de que aquella escandalosa filtración fuera verdad. “No pudimos llegar al fondo de la cuestión”, afirmó. Es decir, la escena de Cameron y el cerdo, aquella que se había publicado en decenas de medios y había generado millones de comentarios en Twitter y Facebook, era básicamente un chisme sin fundamento.
Lejos de asumir su responsabilidad en la difusión del bulo, Oakeshott argumentó que correspondía a los lectores determinar la veracidad de su historia. Era una defensa inédita, pues los periodistas ni siquiera necesitaban creer sus propias historias. Ahora el lector decide si lo que lee es verdad en base a… ¿su instinto? ¿su estado de ánimo? ¿sus prejuicios? La directora de The Guardian termina preguntándose: “¿Acaso importa ya la verdad?”
A día de hoy, muchos británicos creen que Cameron introdujo su pene en la cabeza de un cerdo muerto. Comprobarán que hay mucho de Black Mirror en la ‘era de la posverdad’. No solo coinciden las tramas argumentales, también el tono general. Existe una desesperanza social que favorece la profusión de relatos distópicos, una excesiva exposición a la tecnología que banaliza la verdad –lo ilustraremos unos párrafos más abajo– y, en definitiva, una alienación global que favorece realidades pasadas por filtros de un smartphone o un Donald Trump, suponiendo que el multimillonario que quiere ser presidente de EE UU no funcione con circuitos de coltán.
El magnate republicano es el principal exponente de esta práctica en la que se lanzan afirmaciones con apariencia de verdad sin que tengan que estar necesariamente basadas en los hechos; pero no es el único. Los miembros del gobierno de Polonia sostienen que el presidente anterior, que murió en un accidente aéreo, fue en realidad asesinado por Rusia. Los políticos turcos aseguran que los autores del golpe de Estado fallido actuaban bajo órdenes de la CIA. Esperanza Aguirre se jacta de haber destapado la trama de corrupción que afecta a un número importantes de colaboradores directos y el ex ministro Trillo se atreve a refutar la participación de nuestras tropas en la guerra de Ira1. En este último caso hay una tristísima evidencia: los trece españoles muertos en el conflicto.
Al analizar cada una de las afirmaciones observamos una intención palmaria de reforzar ciertos relatos y prejuicios, al margen de los hechos. No pretenden constatar una realidad, no les interesa; revuelven el río para pescar en él. Cuando Trump arguye que Hillary Clinton es cofundadora del ISIS, en realidad está llevándole a un debate del que difícilmente saldrá victoriosa. Si evita pronunciarse alimentará las suspicacias, pero si intenta desmentirlo estará verbalizando una idea que por otro lado sabemos descabellada. Al final, el candidato republicano fija la agenda en un plano tan irreal que desarma cualquier indicio de sensatez. Una agenda, por cierto, de la que también participan los medios. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Tres factores influyen en la propagación del fenómeno ‘posverdad’. Para empezar, el descrédito que sufre el entorno académico e institucional. Los expertos han entrado en el juego de hacer pasar por hechos lo que en realidad son opiniones, a menudo apoyados en posicionamientos ideológicos y cierta soberbia que nada tienen que ver con el ejercicio de la investigación. En este sentido, los datos que sustentan sus reflexiones tampoco gozan de demasiada reputación, habida cuenta del nacimiento de agencias especializadas en producir evidencias a gusto del consumidor. Solo se necesita dinero para convertir un punto de vista en realidad.
Hay un segundo factor, tecnológico, que contribuye a discutir los cimientos de la verdad. Tal y como apunta The New York Times en su análisis del tema, estamos viviendo una transición de la sociedad de los hechos a la sociedad de los datos. Nuestros teléfonos, nuestras tarjetas, nuestras redes sociales; transmitimos y almacenamos tal cantidad de datos que necesitamos recurrir a medidores automatizados para poder interpretarlos. Y no resulta nada fácil. El big data puede facilitarnos la vida, pero también entraña algunos peligros. Semejante caos de interpretación ahonda en la sensación de que las evidencias actuales son de una extrema fragilidad. A falta de un sistema de medición fiable, encontraremos diversos hechos; todos dependen de quién los financie.
Evaluemos ahora el papel de la prensa en el presente debate. La perenne crisis del papel ha obligado a los medios a volcarse en un modelo de negocio basado en internet. La venta de nuevos espacios y formatos audiovisuales está supeditada al número de clicks que logren sus artículos, vídeos, etc., por tanto son, como indica el periodista Miquel Urmeneta, “rehenes de la viralidad”. Esta dinámica obliga a determinados medios a emplear el comodín de la espectacularización, dando acceso a contenidos poco noticiables o tratando sus noticia con un tono sonrojante.
Cuando Esperanza Aguirre dice que destapó la trama Gürtel sabe que todas las televisiones lo van a destacar hasta la saciedad. Éstas, además, estarán encantadas de ver al alza sus cuotas de pantalla. He ahí la retroalimentación de la viralidad. Algunos periodistas prefieren a los políticos que suscitan mayor interés, aunque este interés venga derivado de mentiras flagrantes. Pero existe un riesgo: la visibilidad que se le concede al político charlatán dispensa ciertas simpatías, y suele suceder que el personaje termina postulándose para un cargo de responsabilidad. Siempre es bueno recordar, llegado el caso, que estamos inflando a representantes políticos, no a concursantes de Gran Hermano.
Otra crítica asumida por los medios en la ‘era de la posverdad’ es que éstos han intentado ofrecer una apariencia artificial de neutralidad, contraponiendo posiciones enfrentadas en cada información. No todos los expertos tienen su opuesto, ni todas las tesis se prestan a la contraargumentación. Si un astrónomo afirma que los anillos de Saturno están compuestos por millones de partículas de menor tamaño y el dato está suficientemente contrastado por la comunidad científica, no podemos otorgar la mismo credibilidad al astrólogo enrocado en la tesis de que estos anillos son de una sola pieza. En esta falsa ilusión de neutralidad las opiniones vuelven a presentarse como datos. La verdad pierde todo su valor: vemos cómo se diluye una y otra vez.
Por último, dentro del debate de los medios hemos de destacar la relevancia de las plataformas de difusión de contenidos. Sean redes sociales o buscadores, estas plataformas funcionan a través de algoritmos que personalizan los resultados a partir de las preferencias del usuario. Cada vez más gente se informa mediante estas plataformas en las que no existe garantía de veracidad; se limitan a aportar las informaciones que el usuario quiere leer. Más o menos funcionamos así: tras identificar nuestra posición política, buscamos artículos que refuercen la teoría que mejor nos representa y descartamos aquellas fuentes que no se ajusten a lo que queremos oír. Si nos informamos en Google tenemos algo de iniciativa, al hacerlo a través de Facebook somos usuarios pasivos. Ésta última, además, despliega una timeline en la que se entremezclan artículos sesudos con contenidos basura, por lo que resulta complicado discernir qué es verdad y qué no. Los medios, en lugar de contar la verdad de forma clara, segmentan los contenidos participando de esta confusión, buscando posicionarse en Google y entrar en esas timelines, sabiendo que siempre encontrarán un nicho de público que compartirá su visión.
Se dice que en la actualidad todos estamos mucho más informados, y puede que sea cierto. Sin embargo, la verdadera certeza es que la gran mayoría elige informarse en función de sus propios intereses. De eso trata la ‘era de la posverdad’. De desoír las evidencias y dar pábulo a teorías dementes con tal de ganar debates. O elecciones. De recluir los datos en espacios marginales como recursos escenográficos. De perderle el miedo a la mentira porque empieza a gozar de buena prensa.
Las democracias fuertes se caracterizan por la calidad de sus medios, entendida ésta como la persecución constante del hecho irrefutable. Esperemos, por el bien de todos, que los Trump venideros no terminen por robarnos también esta verdad.
Fotografías: Wikimedia Commons