Estoy parado frente al espejo y me aterra la idea de que si abro la boca encontraré la pata de un insecto entre mis dientes. Es un pavor culposo. Minutos antes he comido con gusto el último bocado del día: un pequeño animal de seis zancas, caparazón alargado y un color pardo, ligeramente brillante, capaz de provocar una estampida en cualquier cocina que yo haya conocido hasta hoy. Solo probarlo ya es un triunfo de la diplomacia emocional: que el símbolo culinario de un pueblo ajeno deje de ser una barrera en tu cabeza. Estoy parado frente al espejo, porque en un rapto de entusiasmo se me ocurrió observar con detenimiento un segundo bocado acercándolo a una lámpara como quien tasa una joya, y de pronto un espasmo eléctrico hizo que se me cayera de las manos. Fue como si mi cerebro y mi paladar funcionaran por separado, de modo que la imagen de ese artrópodo muerto anuló por completo su agradable sabor a hierba tostada. Sobre la mesa de la habitación queda una bolsa con cien insectos más, listos para crujir entre mis dientes, y otra con una sal anaranjada hecha con la misma clase de caparazones, antenas y patas molidas. Estoy parado frente al espejo porque mi novia acaba de ver por skype que meto en mi boca un animal muy parecido al que detona sus fobias y se ha tapado la cara de espanto. Ella, que ha comido gusanos vivos en la selva del Perú, no admite que esto pueda ser una delicia. Ahora, frente al espejo, debo convencerme, otra vez, de que ya pasé ese Rubicón.
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Los cocineros profesan desde siempre un axioma que ha ganado popularidad durante la última crisis financiera mundial: el mejor escenario para romper tabúes siempre será el mercado. En términos culinarios, tabú es todo eso que no comerías sin antes pensarlo tres veces, aunque estés muerto de hambre. Un insecto, por ejemplo. A mediados del siglo pasado, el misionero y etnólogo francés Jacques Dournes se quejaba de que el mundo no estaba preparado para disfrutar las recetas que había recogido en el sudeste asiático: termitas fritas, gusanos asados o una sopa de hormigas coloradas. “Por muy exquisito placer que puedan proporcionar esos platos, pocos paladares occidentales se dejarían tentar por ellos a menos que se les obligara a probarlos”, escribió luego. Dournes no vino por Oaxaca, que está al otro lado del mundo, pero es seguro que aquí confirmaría su hipótesis. Comer un bicho es una experiencia que deja una huella en todo viajero que llega a esta ciudad del sur de México. “De las últimas comidas que probé en los últimos días, los saltamontes me han gustado especialmente”, escribió el famoso neurólogo estadounidense Oliver Sacks en un diario que registra su visita a esta región. ¿Se puede comprender a un pueblo por el sabor sus insectos? Esta es una buena mañana para que uno confirme si tiene el paladar listo para los desafíos de la globalización.
—¿De qué tamaño desea, grandes o chicos? — pregunta Amelia Raymundo, una de las amables matronas que venden saltamontes en el mercado.
Estamos en un pasillo interior, cerca de los comedores y las carnicerías. La señora Raymundo lleva cuarenta años aderezando artrópodos al paso. Ahora está sentada al pie de dos bateas: la de la izquierda contiene un cerro de saltamontes tan pequeños que de reojo parecen cáscaras de ajíes secos o alguna clase de especia de tono rojizo; la de la derecha guarda saltamontes más grandes, del tamaño de un dedo meñique. A ojos forasteros, tan solo en este rincón del mercado hay suficientes insectos como para declarar en emergencia sanitaria cualquier centro de abastos del mundo; pero lo que en territorios ajenos sería una plaga, en Oaxaca es tradición: un saltamontes es un chapulín y un chapulín es un insecto que rebota (en el idioma nativo) y un insecto que rebota es una delicia comestible. Tanto, que ahora la señora Raymundo debe traer los suyos desde el vecino Estado de Puebla, porque en Oaxaca ya no se consiguen. Cosas del desequilibrio ecológico.
Escojo uno pequeño.
Si la memoria no me falla, es el mismo lugar en que el chef viajero Anthony Bourdaintomó saltamontes para el desayuno. “Es como comer papas fritas”, dijo en un capítulo de su programa dedicado a Oaxaca. La señora Raymundo no conoce a Bourdain, pero sabe reconocer a los paladares desconcertados. Tiene el gesto amable de darme conversación para superar el trance: me explica que sus saltamontes están aderezados con ajo, sal y limón; que puede prepararlos fritos, con aceite de oliva, cebolla blanca y chile; que uno los puede comer enteros, molidos o en pasta; que van bien con guacamole, queso o huevo. Como uno quiera. Y es justo cuando dice eso, como uno quiera, que sin querer ya estoy masticando uno. El primer mordisco es la frontera, pienso. Siento un crujido como de hojarasca, ligeras punzadas en la lengua, un sabor intenso que invade la boca como una pastilla que se disuelve en el paladar.
Como comer papas fritas, sí, pero de otro sabor.
—Está bueno— digo con sorpresa.
Y en realidad, está muy bueno.
—Ya está estudiado que tiene más nutrientes que la carne— dice ella, complacida.
Una mujer se detiene a comprar una porción para llevar. La señora Raymundo sumerge un tazón forrado con papel de aluminio en la batea de la izquierda. Veinte pesos la docena. Una niña se acerca a pedir otra porción y se va con la bolsa abierta.
Como comer papas fritas, sí, pero de otro sabor.
Los oaxaqueños están tan orgullosos de sus insectos como los peruanos de sus pescados o los argentinos de sus carnes. “Oaxaca tiene ingredientes tan extraños, tan diversos, tan mágicos y tan simbólicos como una hormiga con sabor a café”, dice el crítico gastronómico Eduardo Plascencia en una conversación vía skype. Se refiere a la llamada hormiga chicatana, una variedad que alcanza la hercúlea medida de cinco centímetros y que, a decir de Plascencia, sabe también a cacao con cierto matiz de ahumado natural. Los manuales gastronómicos de México la incluyen como ingrediente para distintas salsas, guisos o simplemente como aperitivo. Un sabor exótico incluso entre los compatriotas de Benito Juárez, el primer presidente indígena de México, nacido en Oaxaca. “Para la persona que jamás haya visto y degustado una chicatana, le parecerá inverosímil que un insecto pueda ser considerado un manjar”, dijo en el 2008 la revista México, de la A a la Z. No es difícil constatar la premisa al interior del mercado: en otros puestos de chapulines instalados cerca de las puertas, en las fuentes que las vivanderas pasean por los pasillos. O fuera.
La señora Reina Cruz abanica un montículo de saltamontes bajo una sombrilla roja en plena calle. Cerros de insectos rojos sobre canastas cubiertas de papel plastificado también rojo. En este caso el color no es una señal de advertencia. Me animo a comprar una bolsa pequeña de un polvo anaranjado. Es sal de saltamontes molidos. Mientras Reina prepara el paquete, un hombre mayor asoma la cara con un gesto de sorpresa. La suya es una mueca del tipo: ¿de verdad-vas-a-comer-eso? La dueña del puesto le ofrece un bocado.
—No, gracias. Es que soy muy asquiento— dice el hombre.
—Pero usted es mexicano— le pregunto al notar su acento.
—Sí, pero en Michoacán no comemos esto. A lo mejor mi esposa se anima, ella siempre anda haciendo locuras.
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“¿Por qué la aversión a los insectos, si los mexicanos éramos entomófagos declarados?”, se preguntaba el diario Universal, uno de los mayores de ese país, en un artículo del 2004. El dilema es crucial: una cosa es que dejes de consumir un ingrediente, por la causa que sea, y otra cosa es que te provoque rechazo radical. En la tierra del melodrama latinoamericano, dejar de querer es el paso inmediato a odiar con ganas. “La mayoría de la población ha perdido la costumbre de alimentarse con moscas, hormigas y chinches, tal como lo consignan los códices prehispánicos”, alertaba la nota casi en tono de denuncia. Los antiguos mexicanos celebraban la fiesta de los muertos con un banquete de jumil, un chinche con sabor a canela. La fiesta se mantiene, pero el jumil está en riesgo de desaparecer y a nadie parece preocuparle demasiado. “Si hubiera latas o bolsas de insectos en la tiendas la gente los consumiría”, se quejó en el reportaje la especialista Julieta Ramos Elorduy, la entomóloga más conocida de México. La única mujer que ha patentado el cultivo de tres especies de insectos dice que el futuro alimentario de su país está amenazado por los insecticidas. El último baluarte de esa costumbre nacional está en la cocina indígena.
—Yo siempre digo que no hay que dejar de hacer nuestras comidas porque eso es lo que nos identifica, nuestras raíces— dice Abigail Mendoza, una mujer que gobierna su cocina en lengua zapoteca.
Mendoza es una celebridad internacional. En 1993, la crítica gastronómica del The New York Times se declaró rendida admiradora de su comida. También ha recibido comentarios favorables de las revistas Saveur, Gourmet y National Geographic. La prensa del primer mundo parece fascinada con sus tocados de trenzas, sus blusas con bordados de flores, esa actitud de sacerdotisa de los fogones que protege un secreto al borde de la extinción. Más que una cocinera, Mendoza es una performer, una artista de la representación: suele participar en exposiciones abiertas al público en las que prepara chocolate atole, una bebida de complicado proceso, que suele estar destinada a las festividades religiosas de su pueblo. En 2005 le tocó hacerlo en el Salón del Chocolate de París. El público siempre termina amándola. Lo mismo hará semanas después de nuestro encuentro en San Sebastián Gastronómika, una fiesta de la cocina que convoca a varios de los chefs más importantes del mundo en esa ciudad española.
Este mediodía, la función está reservada para mí. Mendoza me ha citado en el Tlamanalli, su famoso restaurante de cocina nativa. Famoso y solitario, cabría decir esta mañana. Ocurre que el local está ubicado en la calle central de , un tranquilo pueblo de tejedores de tapetes a media hora de Oaxaca. No es un lugar para comer al paso. Hay que trasladarse expresamente para probar sus platos. El público de este conservatorio gastronómico suele estar formado por turistas con sed de aventuras o críticos con ansias de novedad. La gente del pueblo no come allí porque, entre otras cosas, no es un lugar barato. Mendoza ha logrado elevar la cocina zapoteca al estatus de comida gourmet. En el libro autobiográfico que publicó en octubre del 2011 cuenta que cuando abrió por primera vez, a inicios de los años noventa, sus clientes eran los chóferes de autobuses de paso. En el 2008 las cosas habían cambiado lo suficiente para tener entre sus mesas a un ex presidente de los Estados Unidos: aquella vez Jimmy Carter probó el mismo potaje que Abigail Mendoza va a preparar hoy, sopa de flor de calabaza con chepiles y quesadillas.
Mendoza deshoja los chepiles, unas plantas aromáticas de tallo muy delgado. Luego trae unas calabazas apenas más grandes que una naranja y las corta en cuatro partes. Enseguida pone todo en un fogón de gas. La cocina es amplia, abierta al salón para permitir que los turistas se asomen a ver la preparación. Ella misma diseñó los espacios. Al otro extremo del local, siempre a la vista, están los metates, esa suerte de batán con patas en el que las cocineras nativas muelen el maíz. Todo está pensado para que el cliente observe el estilo tradicional de la cocina zapoteca. Mientras machaca la ración precisa de granos para el plato, Mendoza cuenta que durante la preparación del terreno los obreros encontraron un metate prehispánico. El objeto luce como una piedra oscura, de superficie curva, sin adornos. Le pregunto si lo toma como alguna clase de señal. “A lo mejor”, murmura. Ahora lo exhibe como parte del decorado. A veces deja que los turistas lo toquen para sentirse prehispánicos por un momento.
Hora de la cocción. Mendoza me ofrece un plato de saltamontes como aperitivo.
—Estos chapulines son más frescos que los del mercado. Ayer nomás estaban vivos. Vas a sentir la diferencia.
Y en realidad, están muy buenos. No sería raro fundar aquí un club de entomólogos gourmet.
La cocinera de trenzas rojas me explica que el método tradicional de preparar los saltamontes es ponerlos vivos en una calabaza vacía, de la cual se extrae la cantidad necesaria para ahogarlos por puñados en un recipiente de agua caliente. “Así termina la vida del chapulín”, dice con una sonrisa. Mendoza es una guardiana de la tradición. Sobre la mesa de la cocina hay tres trofeos de plata que acaba de recibir por su defensa de las técnicas, ingredientes y recetas indígenas. Se los otorgó un instituto gastronómico del Distrito Federal, donde viajó hace unos días para ofrecer una charla a los futuros cocineros de México. Las estatuillas, del alto de un puño cerrado, muestran al mismo personaje: un chef con gorro y uniforme, de pie, con los brazos entreabiertos, ligeramente inclinado hacia adelante, como en una actitud de avance o encuentro. O tal vez ambas. La nueva cocina reconoce a la cocina antigua. La cocina antigua se cuida de la nueva. Durante su visita capitalina un grupo de estudiantes la agasajó con una salsa de chapulines con langostinos. Era una manera de mostrarle su entusiasmo. A ella no le gustó el resultado.
—El problema es que le están cambiando el sabor. Le ponen grasa, le ponen aceite, y ya no es el sabor auténtico que acabas de probar— señala-. Quieren volverlo un plato gourmet, pero no hace falta tanta mezcla. La alta cocina está en el paladar.
La máxima concesión de su restaurante ha sido poner en la mesa una sal alternativa a la típica sal de gusanos de maguey, a petición de clientes que no estaban dispuestos a probar un condimento que parece sacado de un banquete para extraterrestres. La sola vista de los gusanos en un plato aterrorizaba a ciertos comensales. “Se parecen a los gusanos Klingon que se comen en Star Trek”, dice el neurólogo Oliver Sacks en su Oaxaca Journal. Así que, después de la apreciable y famosa sopa de flor de calabaza con chepiles y quesadillas, Abigail Mendoza me ofrece una ración personal de gusanos. El plato que pone ante mí trae poco más de una docena, tostados y arrugados como pasas secas. Saben a maíz ahumado, de una textura más ligera que la de un trozo de bambú. La cocinera espera el veredicto con una expresión del tipo: dime-si-tengo-o-no-tengo-razón. La cocina antigua reclama sus prerrogativas ante la cocina nueva.
—Ellos dicen que están enseñando la auténtica cocina oaxaqueña, pero yo veo las fotos y me parece que cambian todo, la forma y el sabor— comenta.
Abigail Mendoza ha visto las fotos, pero no ha probado los platos. Los chefs más vanguardistas, dice, los que llevan adelante la cruzada nacionalista de Oaxaca, no la han invitado a sus reuniones.
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Los dogmas de cocina tendrían que estar prohibidos en un país que digiere quinientas especies de insectos. Es un tercio de las variedades disponibles en el mundo. Mientras el pueblo puede dividirse entre quienes los disfrutan y quienes los rechazan, una nueva revolución los lleva como bandera: ¿es posible que los chefs de México recuperen con saltamontes y hormigas el prestigio de una nación golpeada por la corrupción de sus políticos y la virulencia del crimen organizado? El chef Alejandro Ruiz encabeza una secta de sibaritas que aspira a convencer al mundo de las bondades de la entomofagia. “Es la comida del futuro”, me dirá luego mediante un correo electrónico. En setiembre del 2011, cuando todo México no salía del shock por la masacre de cincuenta y cuatro personas en una discoteca de una ciudad del norte, Ruiz inauguraba en esta ciudad del sur la tercera edición del festival gastronómico El saber del sabor. Había algo de épico en la cercanía de los acontecimientos: mientras el narcotráfico desataba una violencia nunca vista, un grupo de cocineros se reunía para debatir sobre la comida mexicana del mañana. El mejor síntoma de los nuevos tiempos es que, en la patria de los chiles, el logotipo de la fiesta culinaria fue la imagen de un insecto. “El chapulín es el símbolo gastronómico de Oaxaca”, dirá Ruiz.
El saber del sabor es una plataforma desde la que se proclama una nueva manera de entender la identidad mexicana: la primera edición sirvió para conocer en vivo lo que se estaba preparando en veinticinco de los mejores restaurantes del país; la segunda edición logró que los cocineros invitados utilizaran ingredientes de Oaxaca para crear nuevos platos; este año, la idea fue abrir puntos de encuentro entre la alta cocina y la cocina indígena. “La idea era que se produjera una simbiosis entre esta cultura tradicional y una interpretación más vanguardista”, comenta el investigador Eduardo Plascencia desde el ciberespacio. Además de miembro de la secta organizadora del festival, es autor de un blog cuyo nombre ya es una declaración de principios:Nacionalismo Gastronómico. La cocina es una militancia. Plascencia debe ejercerla para hablar en todo el país sobre la gran transformación que la cocina está generando en estas tierras del sur. Esta mañana, por ejemplo, llevó su prédica a una universidad de Mérida. “Hay que dar a las cocineras el mismo reconocimiento que a un chef comoEnrique Olvera, quien tiene el restaurante número 49 del mundo”, refiere desde allá. El sitio se llama Pujol y es uno de los dos únicos restaurantes mexicanos incluidos en la famosa lista San Pellegrino. La web de esa organización destaca el plato en que Olvera mezcla “café, maíz y hormigas voladoras”. La sopa chicatana permitió que pasara de ser un comedor elegante cualquiera a un recinto “con alma” mexicana.
Cena gourmet en Oaxaca: Filete de res con salsa de chapulines y puré del istmo. Es la noche final tras una semana de descubrimientos culinarios. El plato brinca desde la carta de Los Danzantes, uno de los epicentros de la cocina de vanguardia de la ciudad. Un gran trozo de carne bañado en una salsa oscura. Patas de saltamontes para adornar la esquina superior izquierda de tu plato. El tercer paso al nirvana insectívoro ya no parece tan recio, aunque en la mesa hay varios comensales de distintas regiones de México que no tienen la menor intención de probarlo. Lo dicho: no es fácil conquistar el paladar de un país con quinientas especies de insectos comestibles. Y sin embargo, los cocineros van ganando una batalla a la vez. En algunas semanas más, Alejandro Ruiz conquistará al público español con un banquete de tlayudas de chapulines (una especie de pizza mexicana de saltamontes), tostadas de hormigas chicatanas, tacos de gusanos de maguey y diversas salsas a base de las mismas especies. Serán platos depurados por la técnica, nuevas versiones de antiguas recetas. “Soy parte de esa tradición, pero ya no es justo ni verdadero que nos sigan mostrando como algo exótico, solo con trenzas, metate, nopal y huaraches”, dice el chef. Más que fusión, Ruiz prefiere hablar de evolución.
Termino mi filete con salsa de chapulines. Mi impresión es que el plato podría triunfar en cualquier carta del resto del mundo. Pero solo cuando el mundo deje de fumigar a los insectos.