Una vez gané un sofá. Miento, una vez gané 500 euros a gastar en muebles. Me explico: el primer año de carrera buscaba yo en mi tiempo libre, que era mucho, concursos de relatos, cuando no andaba escribiendo alguna novela con la que hacerme famoso, rico y guapo. Así que echaba ratos tecleando algunas líneas de cualquier tema que exigiera el concurso en sí que encontrara, cuando me topé con uno que organizaba Globaldecó, llamado ‘historiasdemismuebles’ . Ni siquiera leí muy bien las bases del concurso, pero exigían relatos cortos, de hecho, muy cortos, y en esos cánones estaba uno siempre dispuesto a hacer de las suyas. Así que ese año no gané nada, ni tuve respuestas de nadie, ni siquiera creo recordar ningún: “Gracias por participar”. Y mira que envié cosas. Un año después, que ya cursaba segundo de carrera, mi tiempo libre seguía intacto, y de vez en cuando me asomaba en esos aledaños de gloria y fortuna, por si caía algo, cuando me encontré con un nuevo certamen de ‘historiasdemismuebles’. Esa vez, consabido de mis errores del año anterior, me ceñí un poco más a las bases, que, cosa que yo no sabía, exigían hacer una historia que hablase de un modo u otro sobre muebles, y procuré así redactar un relato que pudiese darme de comer hasta pasada mi jubilación, de esos que ganan un concurso y hacen historia, y que la gente dijera en cien años: “¡Jopetas, qué bueno era aquel relato corto que lo consagró como escritor!” Y el microrrelato que escribí fue el siguiente:
“Suave, ligero, oscuro de noche, brillante cuando el sol se alza. Acaricio su pelo castaño, con ligeras mechas rubias en verano, no tantas en invierno. El silencio que ahora mismo nos separa es cómodo, miro sus ojos y la beso. Abro la verde, gruesa y nueva puerta de casa, es sólida, apenas chirría. Entramos de puntillas cogidos de la mano, felices, pícaros. La casa está a oscuras, apenas veo, pero eso no me impide colgar los abrigos en el perchero con certeza, dejar caer llaves, cartera y móvil en la mesa del salón, también su bolso; no ver nada no me impide saber donde está ella, sus labios, su cintura, ni me impide alzarla entre mis brazos a ritmo de pasión e ir hacia el sofá nuevo, azul celeste, blando, cubierto de sábanas, presidiendo la casa, frente al televisor. Lo que sí me impide la oscuridad es saber que ese futuro lecho de carne y amor, de locura por un rato, acoge a mi padre que duerme apaciblemente y se levanta a gritos cuando dejo caer a mi chica sobre él”.
Una tarde que salía de la facultad me llamó una mujer. “Hola, ¿Manuel? Has ganado el segundo premio de relatos en el concurso ‘historiasdemismuebles’. Son 500 euros a gastar en nuestra tienda de Globaldecó”. Hasta entonces yo no había sabido cuál era el premio. Pero respondiendo a esa llamada sentí tanta emoción como si hubiera ganado el Planeta. Llamé corriendo a no sé cuanta gente, hasta que un amigo me cogió el teléfono, y se lo conté eufórico. ¡500 euros en muebles! Que llegué a casa con paso firme de vaquero, lanzando la chaqueta sobre una silla de la cocina, adueñado de una ligereza propia de celebridad, de quien es inmortal, miré a mi madre fijamente sonrisa en boca y pensé: “Qué suerte tiene, que no sabe aún que su hijo ha hecho rica a esta familia”. «Mamá, papá, ya podéis jubilaros», estuve a punto de decirles durante la cena, antes de contarles la tan buena noticia.
Tiempo después, cuando me pasé a cobrar mi premio por la tienda, intenté negociar con el tipo que allí trabajaba. Que me diera los 500 euros en billetes y se quedara con sus muebles, incluso (y no sé si esto cuenta como soborno) le ofrecí darme un poco menos, 450 o 400, y que lo dejáramos así. Pero no hubo manera, y me tuve que llevar un sofá que, eso sí, costaba exactamente 499,99 euros. No iba yo a regalarles ya nada, que bien merecido tenía mi premio. El sofá era una butaca gris con los lados negros, un sillón individual de esos que se echan hacia atrás sacando una pestaña que permite apoyar los pies, con dos grandes reposabrazos y una cómoda cabecera bien acolchada.
Mientras escribo estas líneas, ese sofá que gané hace tres años está a mi lado, como un animal de compañía, y no se ha movido de su sitio en todo este tiempo. Ese sofá se convirtió en una pieza fundamental de la familia.
Los primeros meses, en los que esperaba algo aprensivo y emocionado las llamadas de radio y televisión para que concediera entrevistas, y me planteaba posibles discursos sobre mi prosa, cada vez que venían invitados a casa, yo me paseaba desinteresadamente por los derredores del salón, hasta que mis padres señalaran el nuevo instrumento de la inmobiliaria y dijeran: “Este sofá lo ganó Manuel escribiendo”, y entonces, yo, sonreír y zarandear la mano en gesto de menosprecio, como una bofetada lenta y hacia abajo en el aire, como diciendo: “Va, no es nada. Si queréis uno me lo pedís y os lo gano”. Y a lo mejor aprovechaba y citaba una frase de mi relato, cualquiera que denostara mi bagaje literario.
Ahora, cuando vienen invitados se me olvida que tal mechón de la casa me perteneció en su día, pues ha sido tomado del todo por los dos perros (carlinos) que tenemos, atrincherados en él como si les fuera la vida en ello. Y uno se da cuenta que de verdad en ello se les va, la vida, y tan contentos. Y a veces miro el sofá y pienso: yo pude vivir de esto, de escribir relatos cortos, y haber llenado la casa con muebles nuevos. Y me doy cuenta que aquí estamos, intentando escribir algo, aunque no gane sofás, y me digo tiempo al tiempo, mientras ojeo los concursos de relatos que pueda haber por internet, mientras me rasco la barriga, en busca de uno que ofrezca de recompensa alguna de mis necesidades más urgentes, como una buena maquinilla de afeitar o un bonito llavero.