Y se hace el silencio. Espeso, incómodo, casi violento. La frase de Houda se queda congelada, a medio camino, interrumpida por los sollozos de quien intenta pronunciarla. El drama es todavía muy reciente y las heridas siguen abiertas. Lo estarán por mucho tiempo. Ansía pasar página, olvidar lo que ha ocurrido. Sabe que es imposible. Su anhelo por cerrar las heridas para siempre no es más que eso, un deseo irracional que, probablemente, nunca se hará realidad. “Perdón. Lo siento”. Se siente culpable por llorar.
Dieciséis años recién cumplidos. Tez morena, pelo castaño y ojos marrones. Sonríe tímidamente al presentarse, solloza encogida al recordar el pasado reciente. A primera vista, podría pasar por una adolescente europea. Española, griega, italiana quizás. Pero Houda no tuvo esa suerte. Nació en Mosul, la segunda ciudad más grande de Iraq, en el seno de una familia cristiana.
Una noche, a principios del pasado mes de junio, el infierno llegó a esta ciudad de casi dos millones de habitantes ubicada al este del río Tigris. Los yihadistas suníes del Estado Islámico (EI), armados hasta los dientes, se hicieron en pocos días con el control de este importante enclave. Liberaron a presos de las cárceles, asaltaron y se apoderaron de varios edificios oficiales, el aeropuerto, las comisarías de policía y cadenas de televisión. Tanto los cristianos como los miembros de otras confesiones sufrieron –y sufren–, desde entonces, una persecución despiadada que no solo contempla la ejecución sino que la practica con frecuencia.
Así, la familia de Houda se vio súbitamente obligada a tomar una decisión respecto a las dos únicas opciones viables: la primera, abandonarlo todo y huir; la segunda, quedarse en Mosul asumiendo el elevado riesgo de que la cabeza de alguien de la familia acabase expuesta en alguna plaza de la ciudad. La barbarie más salvaje les puso entre la espada y la pared, y escogieron la pared. Con poco más que una mochila al hombro, Houda y su familia abandonaron su hogar y sus pertenencias y pusieron rumbo a Erbil –capital del Kurdistán iraquí–, a ochenta kilómetros al este de Mosul, al otro lado del Tigris. “Dormimos en una iglesia en Erbil durante más de un mes”, recuerda Houda. Tras aquel episodio, y conscientes de las escasas probabilidades de que el gobierno chií del entonces Primer Ministro Maliki retomase el control de Mosul, llegaron a Jordania.
En un modesto apartamento del tranquilo barrio de Jabal Al-Hussein, en Amman, viven Houda, su madre y sus dos hermanos desde septiembre. Azahar y Ahraf contemplan con una mezcla de dolor y devoción a su hermana pequeña. Ambos ingenieros, trabajan a destajo como camareros en un restaurante de la zona turística de la ciudad para que su familia pueda subsistir. Houda no va al colegio. No está psicológicamente preparada: “Prefiero esperar a que UNHCR [el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, por sus siglas en inglés] nos realoje en alguna ciudad y entonces volveré a la escuela”. Aunque el proceso ya está en marcha, no saben dónde ni cuándo les va a tocar instalarse. Unos 60.000 refugiados iraquíes están en la misma situación en Jordania, según los últimos datos de UNHCR.
Mientras tanto, y en apenas cinco meses, el rigor y la brutalidad yihadista han transformado Mosul. Decenas de miles de cristianos y chiíes han huido, el terror se ha apoderado de la población y las ejecuciones y lapidaciones se han convertido en un espectáculo público. La interpretación más radical de la ley islámica campa a sus anchas en esta ciudad, donde el alcohol y el tabaco han desaparecido, las mujeres no son más que sombras bajo el niqab y a los niños se les ha arrancado de cuajo la inocencia, y con ella la infancia, que ya no les serán devueltas jamás.
En el salón del apartamento resuena la llamada a la oración del mediodía. De la pared desnuda cuelga un modesto retrato de la Virgen. Con una sonrisa forzada, frágil y temblorosa, Houda quiere aparentar normalidad. “Lo peor es ver a mi madre tan triste. Lo hemos perdido todo: la casa, la tienda…”. Y se hace el silencio. “Perdón. Lo siento”. Se siente culpable por llorar.