PARIS 17 05 2006 FINAL DE LA LIGA DE CAMPEONES ENTRE EL FC BARCELONA Y EL ARSENAL EN LA FOTO SECUENCIA GOL DE BELLETTI AL ARSENAL UNO FOTOGRAFIA DE JORDI COTRINA

Cuando Larsson levantó la cabeza y se inventó esa asistencia entre tres defensas del Arsenal, el Barça tenía una Copa de Europa menos que el Benfica, el Porto o el Nottingham Forrest. Llovía a cántaros sobre París pero a nadie parecía importarle. Yo tenía 17 años y había viajado desde Barcelona el día antes con la camiseta del Centenari, 50 euros en el bolsillo que mi abuela me había dado a escondidas, un paquete de tabaco de liar y un baúl cargado con todos los complejos que los culés de mi generación llevábamos años arrastrando. Habíamos nacido antes de la caída del Muro de Berlín, pero habíamos crecido con la mercantilización del fútbol moderno, un fútbol lleno de patrocinadores, marketing e intereses televisivos en el que el Barça no había conseguido hacerse un hueco. Éramos los adolescentes que nos habíamos criado demasiado tarde como para gozar del Dream Team y que, en cambio, habíamos sufrido en directo y en plena pubertad las tres Copas de Europa del Madrid en color. Nos habíamos acostumbrado a soñar solo con fogonazos fugaces de ilusión, como con la Recopa de Robson y Ronaldo o con las dos Ligas de Rivaldo y Van Gaal. Éramos, en definitiva, los niños que habían llorado la marcha de Figo, los que habíamos celebrado como un título el gol de chilena de Rivaldo que certificaba jugar la previa de la Champions o los que habíamos creído que Saviola y Riquelme serían, quizás, lo que Kubala fue para nuestros abuelos o lo que Cruyff supuso para nuestros padres.

Así pues, cuando Belletti controló ese balón dentro del área el Barça tenía las mismas Copas de Europa que el Celtic, el Steaua de Bucarest o el Estrella Roja. Repleta de un público mucho menos ruidoso que la hinchada gunner, la grada norte del Stade de France hacía rato que estaba más bien muda y no eran pocos los que miraban al suelo y, con las manos cerradas tapándose la boca, se refugiaban del miedo a la derrota. Campbell, con un testarazo impecable, había avanzado en el marcador a un Arsenal que podría haberse ido al descanso con tres goles a favor. Si entre el público, antes del partido, se respiraba el típico ambiente del avui patirem, en la segunda parte, antes que Eto’o certificara el empate, eran muchos los que ya entonaban el aquest any, tampoc. Hacía una década que Cruyff se había marchado por la puerta de atrás y el pesimismo, la desesperanza y el victimismo derrotista se habían vuelto a impregnar de forma innata en el ADN culé; hasta entonces, el barcelonismo, igual que el catalanismo, era una religión pagana donde una derrota tenía más peso en la memoria que diez victorias juntas, por eso los fantasmas del pasado parecían aproximarse de nuevo esa noche bajo el cielo de Saint-Denis. Cuando Henry perdonó el 2-0 ante Valdés, ya en la segunda parte, muchos de nuestros abuelos pensaron en la final de Berna contra el Benfica, muchos de nuestros padres recordaron los penaltis malditos de Sevilla ante el Steaua o muchos de nuestros hermanos maldijeron los cuatro goles del Milan en Atenas. ¿Le tocaba también a mi generación sufrir otra derrota que nos torturase de por vida?

Por suerte, no obstante, cuando Almunia no atajó ese chut y Belletti empezó a correr hacia el córner, el Barça estaba a punto de tener las mismas Copas de Europa que el Manchester United, la Juventus o el Inter de Milán. Los saltos de Frank Rijkaard en el banquillo y el sprint de 80 metros que Puyol se pegó para celebrar el gol eran, más que una celebración, un cambio de era. Esa noche, bajo la lluvia parisina, el barcelonismo había enterrado para siempre una forma ancestral de entenderse a sí mismo, recuperando la mentalidad que un cuarto de siglo antes Cruyff había empezado a imponer. Extasiado por la locura del momento y empapado de pies a cabeza, me abracé al amigo con quien había ido a la final y, de repente, al levantar la vista y pellizcarnos, entendimos que nos habíamos criado con la nostalgia de lo que nunca había sucedido. Habíamos crecido añorando aquello que nunca habíamos tenido pero esa noche, de repente, descubrimos que la Historia, igual que el romanticismo, además de estudiarse también puede vivirse. Unos habían llevado las fotos de Kubala y César en la cartera, otros habían jugado con chapas con los dorsales de Cruyff y Sotil, y algunos habían empapelado las paredes de la habitación con pósters de Stoichkov y Romario, pero nosotros, sin embargo, estábamos huérfanos de mitos, éramos esa generación que no había conseguido tener de fondo de pantalla al mismo jugador más de dos temporadas seguidas. Todo hasta que esa noche, gracias a ese gol de Belletti en el minuto 81, Ronaldinho y Eto’o pasaron a formar parte de esa lista de nombres que algún día, quién sabe cuando, podremos explicar a nuestros nietos.

Al fin y al cabo, alguien deberá explicar a esos chavales que fue en la ciudad de la luz, un 17 de mayo de 2006, cuando el Barça abandonó para siempre la oscuridad convirtiéndose en lo que nunca debería dejar de ser: un equipo nacido para iluminar.

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