Eclíptica Órbita. Olosia Berenjena. Dos nombres de mujer que ninguna otra del mundo desearía para sí, en principio por lo menos, porque ya se sabe que siempre hay quien quiere desmarcarse fehacientemente y la extravagancia puede llevarle a empezar por cambiarse el nombre y ponerse uno «más zumbón» que el que tenga.
Por lo que he leído sobre el primero de ellos no tuvieron culpa sus padres sino su padrino, guarda forestal de la zona de Arousa, en Pontevedra, que por sumar muchos tiempos muertos se aficionó a mirar al cielo y observar el movimiento de los astros. Cuando fue al registro a inscribir a la recién nacida le preguntaron si estaba seguro de lo que iba a hacer —no creo que fuera una pregunta retórica—, a lo que él respondió consumando el hecho con su rúbrica firme y clara, sin dudarlo nada.
Parece ser que ha habido otros casos de niñas llamadas «trayectoria que en el espacio recorre un cuerpo sometido a la acción gravitatoria ejercida por los astros», o sea, Órbita, aunque ninguna más que también se anteceda del «círculo formado por la intersección del plano de la órbita terrestre con la esfera celeste», es decir, Eclíptica. Un tándem exclusivo éste. Y al ser así, desde el año 36 en adelante sentó precedente esta criatura que, siendo de esperar que no lo tuviera fácil, para más inri vino al mundo en un pueblo cuyo cura se negó de plano a aceptar un nombre tan poco cristiano —hecho perfectamente creíble si uno conoce a algún cura y al tiempo se ubica por un momento en el negrísimo año 36—. En casa acabaron por dirigirse a ella como Maruxa por no ser capaces de recordar algo tan raro, y a día de hoy, a sus 79 años cumplidos, llamarse Eclíptica Órbita la llena de orgullo por tener un nombre —dos, para ser rigurosos— «único», como ella misma dice y desde luego que lo es.
En cuanto a la historia de Olosia Berenjena Berenjena —porque también le ha tocado un pack de dos— no sé cuál es. Lo que sí sé es que esta señora no ha llevado con tanto aplomo la cruz vital que ha tenido que arrastrar, como comprobé enseguida ya hace años. La atendí al teléfono para resolverle lo que me pidiera, y al estar obligada yo a seguir un protocolo y tener que confirmar antes de nada su nombre y los dos apellidos, ella, rápida como un rayo, me frenó en seco cuando empecé a ser redundante. Se ve que estaba harta de aguantar las mofas que hace esa gente que no se pone en el pellejo de quien las sufre, sin tener además uno culpa de llamarse como se llama. Y es que es tan cierto que marca el ego tanto y tan profundamente un nombre feo que quien lo tiene bonito no puede hacerse una idea ni siquiera aproximada. Me refiero con esto, para continuar por el camino de símiles que íbamos, a que no es comparable llamarse Elena Nito del Bosque, que es rigurosamente real y un nombre extraño pero nada casual —sus padres podían haber escogido cualquier otro menos Elena para evitar la concatenación de palabras y el eventual resultado que con seguridad habrá traído de cabeza toda su vida a la pobre Elena—, que llamarse Regla del Armario, que también es otro que me encontré personalmente en una boda en Lugo, aunque la señora en cuestión era andaluza, como no podía ser de otra forma sabiendo la devoción que sobre todo en Chipiona le tienen a su Virgen de Regla.
Lo que quiero decir con esto, en definitiva, es que llamarse Ana o Fructuosa o Javiera o Abundancia, o Miguel o Cirilo o Saturno o Pentecostés… marca una diferencia a priori tremendamente importante. El peso del nombre, que a fin de cuentas es lo que nos presenta ante el mundo —aunque quizás no antes que nuestra apariencia, a no ser que no nos estén viendo— sirve de diana para lanzarnos dardos. Una vez que saben cómo te llamas, si tu nombre es «normalito» y no da juego, entonces estás salvado; pero como seas del grupo de los «uf-qué-mala-suerte-cargar-con-ese-nombre» has de ser muy vivo para que crean, sin que vean intención tuya aparente, que el nombre no ha sido nunca un problema para ti, y es sabido que eso solo se consigue cuando es verdad.
Así que cada palo que aguante su vela y las culpas a los mayores. Que si fuera por seguir la tradición de ponerle al bautizado el nombre del santo del día, yo ahora sería una Toribia con mucho resentimiento. (Gracias, papá).