La polémica por la entrevista de Sean Penn con el Chapo no se entiende bien si no se enmarca por un lado en el activismo cinematográfico que practican Oliver Stone o Michael Moore y por el otro -y sobre todo- en la tendencia que marcó Rolling Stone en los 70 con el periodismo gonzo y el cronista que se sumerge en la historia que narra (y en las drogas): casi todas las críticas aparecidas en los medios rivales adolecen de un desconocimiento escandaloso de la historia de los medios de comunicación contemporáneos que debería abochornar a los moralistas abajo firmantes.
Hunter S. Thompson no tenía escrúpulo alguno en involucrarse con el objeto de su investigación, ni en mimetizarse con sus entrevistados ni en compartir sus jeringuillas si hacía falta: no había otra forma humana más inmersiva de narrar el miedo y el asco como la que él practicaba. Y sus reportajes míticos fueron los que marcaron el estilo de la Rolling (y de las malas copias que vendrían después).
Tampoco es incisivo Oliver Stone cuando entrevista en profundidad a Fidel Castro para sus películas Comandante o Looking for Fidel, pero los testimonios que quedaron en esas grabaciones quedan para la historia, como también para conocer el pensamiento del líder cubano en estado puro, sin que sea necesario que el entrevistador tenga que dejar clara su toma de postura moral para alivio de biempensantes. Nadie más cercano que Boswell para retratar al Doctor Johnson sin el más mínimo reparo crítico, o que Eckermann para documentar la vida de Goethe, o que Max Brod para con Kafka o Chandler con Groucho o Bogdanovich con Welles: ellos supieron reflejar el alma de sus retratados mejor que ellos mismos. Tampoco hay alguien menos sospechoso de abertzale que Pedro J. Ramirez, que se citó con la cúpula de ETA más sangrienta sin que la caverna mediática de la que es miembro honorario se lanzara en tromba contra él. Entrevistar a dictadores, asesinos o personajes repugnantes es una de las principales tareas de la profesión: si hay un clásico de la cosa es A sangre fría, de Truman Capote, que no se las vio con unos angelitos precisamente.
Por otra parte Sean Penn no tiene que demostrar nada a estas alturas: el segmento que dirigió en 11’09″01 sobre las Torres Gemelas vale más que una resma de reportajes publicados sobre el asunto; pero estar a la izquierda del pensamiento único te hace sospechoso hasta de pegar a tu madre. Como diría De Quincey, uno empieza por leer a Gramsci y a Laclau y no tardará en permitirse un asesinato, pronto no le dará importancia al robar, del robo pasará a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y acabará por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente.
Sin embargo, es de nuevo un producto satírico el que mejor explica los errores teóricos y procedimentales de Penn y el scoop de RS, y lo hace tan bien que se adelantó a los acontecimientos en varios meses. Porque el mockumentary más divertido de la serie Documentary Now! –creada por varios miembros de esa cantera inagotable que es Saturday Night Live– es Dronez: The Hunt for El Chingon, una parodia de los hiperbólicos estilemas de los reportajes de Vice localizada en Ciudad Juárez, lugar en que unos tribuletes hipsters, sobrados y desubicados tratan de localizar a un capo de la coca mientras pasean por el país sin entender apenas nada, caiga quien caiga. A David Carr, el malogrado plumilla canalla del New York Times que en Page One les dio un buen repaso en su careto a los supuestamente aguerridos colegas del portal digital, le hubiera encantado el episodio.
El problema es justamente uno de acting: no es lo mismo registrar como notario una realidad existente que parecer propagandista de una causa. Cuando acaba fascinándote ese modo de vida, acabas más confuso que Dinio en una noche oscura del alma y el síndrome de Estocolmo se adueña de tu relato, el periodismo ha perdido su carácter de denuncia (o siquiera de relato de lo real) para convertirse en otra cosa bien distinta.