A la mayoría de nosotros, que nos sentimos pobres y desgraciados, que creemos que, al nacer, hemos caído del lado equivocado de la red, nos bastaría un paseo por las facultades y escuelas privadas donde se forman las clases acomodadas de este país para huir despavoridos. No tengo ni idea de cómo vive un verdadero millonario: no conozco a ninguno; pero sí que trato a menudo con esas personas a las que se mira con envidia porque mientras bajamos al metro ellos pasan con sus Mercedes, hijos de directivos de grandes empresas, herederos de medianos negocios familiares, aquellos que aún se pueden permitir un buen piso en el centro de la ciudad.
Pues bien, al entrar en cualquier carrera que no sea tradicionalmente de izquierdas en una universidad madrileña te das cuenta de que, en este país, las personas que manejan el dinero, las finanzas o a las que, si la estratificación de la sociedad en clases aún tuviera sentido y lo tiene, se consideraría “clase alta”, siguen siendo tan rancias y casposas como lo podían ser hace cuarenta años. En España muchos altos cargos de multinacionales los sigue eligiendo el Opus, pesan todavía los apellidos e incluso entre el alto funcionariado es complicado encontrar a quien no sea el último eslabón de una larga saga familiar.
Y aunque la existencia de un techo de cristal para los humildes sea lamentable a nivel ético, es la maloliente estética de estos grupos de poder lo que más me indigna. Como aquí el dinero no suele proceder de una tradición de profesionales liberales y cultos, o de industriales con buen olfato para los negocios, sino más bien de la acumulación de privilegios rurales, los códigos que manejan son más cortijeros que cosmopolitas.
Estamos hablando de que las personas (vuelvo a invitar al paseo por, qué sé yo, el ICADE) que van a manejar la economía de este país con veinte años siguen divirtiéndose en “capeas universitarias”, se relacionan con un machismo exacerbado y, fuera del objeto de sus estudios, intuyen una sola idea: la de España como marca de ropa.
Estoy hablando de gente que se gasta cientos de euros en reservados de discotecas para estar escuchando canciones aflamencadas que nada tienen que ver con el flamenco y para observar a las pijas de quijada equina (siglos de endogamia han dado esas mandíbulas a nuestras rubicundas amigas) con las que, además y esto es casi lo más grave, no follan.
Son personas hinchadas por los ciclos del gimnasio a las que han inculcado tres o cuatro lugares comunes sobre “los vagos y los rojos” y el “emprendimiento y el esfuerzo” las que tendrán una influencia directa nuestro futuro. Individuos que consideran que “liarla” es pagar treinta euros por cubata mientras se apoyan en la barra y sujetan el jersey mirándolas bailar: con suerte alguna se fijará en lo masculinamente que he golpeado a mi amigo. Personas que jamás han leído una novela y se enorgullecen de ello, que no han escuchado un disco, que se dejan mecer al ritmo de las confirmaciones y los viajes para aprender inglés sin poder citar una obra de Shakespeare.
Tengo muchas cosas en contra de los ricos, pero serían menos si leyeran un poco a Fitzgerald y aprendieran a montar fiestas.
Como decía mi amiga Araceli Ventura: qué falta hace que entre gente de izquierdas en derecho.