Durante la primera legislatura republicana, Clara Campoamor fue la única diputada en defender el derecho del voto femenino. Lo logró.
A finales del XIX nació en Madrid una luchadora incansable por los derechos de la mujer. Su padre trabajaba de contable en un periódico y su madre era modista. Tras la muerte de su padre, tuvo que abandonar sus estudios a la temprana edad de diez años para aportar dinero en casa, ya que su único hermano, Ignacio, era aún más pequeño que ella. Probó diversos oficios, empezando por el de su madre. Pero la costura en vez de acercarlas como mujeres no hizo más que clarificar sus ideas rupturistas con el modelo femenino tradicional de una joven llamada Clara Campoamor Rodríguez, unas ideas que formarían después sus principios y que marcarían su historia y la nuestra.
Trabajó como dependienta y como telefonista, y con 21 años consiguió una plaza como funcionaria de Correos que la llevó hasta Donosti, donde vivió cuatro años y donde está enterrada actualmente. Tras su estancia en la capital guipuzcoana ganó unas oposiciones en el Ministerio de Instrucción Pública y así regresó a Madrid como profesora en las Escuelas de Adultas. Dar clase a mujeres que venían agotadas tras una dura jornada de trabajo contribuyó a alimentar unos ideales cada día más fuertes.
Simultáneamente ejerció como secretaria del director del periódico conservador La Tribuna, donde publicó algunos artículos. Allí conoció a gente muy diversa y creció su interés por la política. A los 32 años, en 1920, por fin retomó sus estudios: en dos cursos consiguió el bachiller, y un bienio después se licenció en derecho. Con 36, en plena dictadura de Primo de Rivera, ya ejercía como abogada, una de las primeras mujeres españolas en esta profesión. Abrió su propio bufete, entró en el partido liberal Acción Republicana y fue la primera mujer que alcanzó un cargo en el Ateneo de Madrid. Su trayectoria la acercó a los políticos liberales y de izquierdas que finalmente instaurarían el Gobierno de la II República. Así empezó la andadura de una mujer trabajadora que empezó a abrirse camino en un mundo de hombres, iniciando su periplo político a contracorriente y en defensa de unos principios, que aunque afines a la izquierda y a la República, tendrá que defender también entre sus correligionarios.
El 14 de abril de 1931 se proclamó la II República española. Las mujeres no podían votar, pero sí ser diputadas. Aquí llegó el primer revés de su partido. Ella quería ser parlamentaria por Madrid porque en las Cortes constituyentes se iban a debatir cuestiones que afectaban directamente al universo femenino, pero Manuel Azaña, que estaba en el Gobierno provisional por Acción Republicana, solo le ofrecía entrar en candidaturas provinciales. En ese momento Campoamor decidió irse del partido con la esperanza de encontrar algún lugar desde el que poder participar activamente en la redacción de la nueva Constitución, dando a las mujeres el lugar que les correspondía. Debió de ser una de las decisiones más difíciles para ella, ya que se arriesgaba a quedar fuera del proceso. Pero la abogada madrileña antepuso la coherencia al miedo y tras la renuncia en Acción Republicana el propio Alejandro Lerroux la invitó a unirse al Partido Republicano Radical (PRP) –que, además de defensor del nuevo sistema político, se había proclamado liberal, laico y democrático–, brindándole la oportunidad de defender sus ideales desde la candidatura de Madrid. Ella aceptó.
Superado el primer escollo, y con esta coyuntura, Clara Campoamor (PRP) y Victoria Kent (Partido Republicano Radical Socialista) fueron las primeras mujeres diputadas en pisar las Cortes y llegaban convencidas de su misión: luchar por los derechos de la población femenina española. No querían ser convidadas de piedra y por ello Campoamor tenía claro su primer objetivo: la mujer debía conquistar el derecho al voto.
Humanista por encima de todo
La nueva diputada se definió como humanista por encima de todo. Aunque eso, bajo el prisma del siglo XXI, puede parecer una renuncia parcial al feminismo, no es más que la constatación de que el feminismo persigue la justicia social y la igualdad de derechos: esto solo se consigue con la lucha contra las desigualdades. Campoamor entró en la Comisión Constitucional que redactó la nueva Constitución –aprobada en 9 de diciembre de 1931–, junto a 20 diputados más,y pronto protagonizó su primera batalla parlamentaria, en la que defendió incluir el sexo como una de las condiciones que no fuesen fundamento de privilegio jurídico (junto con la clase social, la riqueza, el nacimiento, y las ideas políticas o religiosas), garantizando la no discriminación por razón de sexo desde el principio (y no “en principio” tal y como rezaba la redacción inicial).
Perdió la votación en la Comisión, pero la ganó en el Congreso. Este choque inicial fue la antesala de la verdadera cruzada que aguardaba a Campoamor. Desde su propio partido se gestó un complot contra el voto femenino porque tanto republicanos como parte de la izquierda temían que las mujeres votaran influenciadas por sus maridos o por la Iglesia, dando así el triunfo a la derecha. El episodio más destacado de aquel primer parlamento fue la disputa por este derecho fundamental, sobre todo por el debate protagonizado entre Clara Campoamor y Victoria Kent, que se alineó con la tesis del aplazamiento del voto femenino en favor de la causa republicana. “Que creo que el voto femenino debe aplazarse. Lo dice una mujer que, en el momento crítico de decirlo, renuncia a un ideal”, afirmó Kent, defensora de la línea argumental que abogaba por formar a la mujer en los valores republicanos para que “comprendieran los beneficios y derechos” que el nuevo sistema les otorgaría a ellas y a sus hijos. El espectro de que la mayor parte de las féminas votasen a las formaciones conservadoras y reaccionarias era gigantesco.
Sola en el hemiciclo
Una vez más Campoamor, que se estaba quedando sola en el hemiciclo, evidenció la verdadera razón de la negativa al voto femenino: tanto conservadores como progresistas anteponían sus intereses electorales a este derecho fundamental y renunciaban a sus ideales, la derecha votaría a favor para conseguir el poder y la izquierda en contra por miedo a perder el poder. Además, “la libertad se aprende ejerciéndola”, defendió la diputada del PRP por Madrid, reforzando de esta forma su posición. Para ella, no dar el voto a las mujeres era un grave error histórico. Defendió en solitario esta tesis ante la cámara –y aislada en su propio partido–, argumentó que este derecho debía aprobarse por una cuestión de coherencia y de justicia. Una diputada hablando con vehemencia a los ocupantes de los otros 257 escaños del Congreso:
“Resolved lo que queráis, pero afrontando la responsabilidad de dar entrada a esa mitad de género humano en política, para que la política sea cosa de dos, porque solo hay una cosa que hace un sexo solo: alumbrar; las demás las hacemos todos en común, y no podéis venir aquí vosotros a legislar , a votar impuestos, a dictar deberes, a legislar sobre la raza humana, sobre la mujer y sobre el hijo, aislados, fuera de nosotras”.
Al final Campoamor ganó el debate por solo cuatro votos (131 a 127) y el sufragio femenino se instauró con el apoyo de la minoría de derechas, gran parte de los diputados socialistas y algunos republicanos. Ese año hubo una diputada más en el parlamento, la socialista Margarita Nelken, que aunque no participó en los debates del voto femenino (porque se incorporó más tarde representando a la provincia de Badajoz, en octubre del 31), era contraria a otorgar el voto a las mujeres por cuestiones de oportunismo histórico. Nelken, una ferviente socialista de origen judío y prolífica escritora –entre 1926 y su ingreso en el Parlamento había firmado cinco obras sociológicas centradas en la situación de desigualdad que sufría la mujer en España– se ubicó entonces en sintonía con la postura de Kent, que también apostaba por pedir más tiempo y formación para la población femenina.
El 19 de noviembre de 1933 el sufragio universal se materializó en forma de elecciones y se responsabilizó erróneamente a las mujeres de la victoria de la derecha, condenando a Campoamor al ostracismo político, como castigo a su “pecado mortal”. En 1935 se separó del Partido Radical, lamentando la dejadez y falta de apoyo a los temas que correspondían a la mujer, y acusando a Lerroux y a su partido de ser un servidor de la derecha. Tras su marcha, intentó (sin conseguirlo) encajar en alguna otra formación política que comulgara con sus ideales. Finalmente dejó la política. Con la Guerra Civil y la caída de la República, se exilió a París en 1937, aunque también vivió en Buenos Aires y en Suiza (murió en Lausana en 1972, con 84 años y solo tres antes de que enterrasen a Francisco Franco). Nunca pudo volver a España en vida.
La fuerza de Campoamor residía en su integridad y en su constancia. Y así lo plasmó en su lucha defendiendo paso a paso sus convicciones políticas, incluso cuando el poder estaba en juego. Los movimientos sufragistas de todo el mundo peleaban por el voto femenino y lo consiguieron con la implicación y la fuerza de miles de mujeres unidas por la causa. En España lo consiguió una sola desde la tribuna de un parlamento. El voto femenino fue su gran logro pero no el único ya que también trabajó por la consecución de otros reconocimientos para las mujeres, como la igualdad jurídica ante el hombre y el derecho al divorcio.
La herencia de Clara
Tras cuarenta años de dictadura, en España se reanudó la democracia y hubo una cuestión que no fue ni tan siquiera debatida, el sufragio universal y la igualdad de la mujer (formalmente reconocida). ¿Qué hubiese sido de la Constitución del 78 sin los antecedentes vividos en la España republicana? El breve periodo democrático vivido entre 1931 y 1936 marcó unas bases que hoy en día vuelven a estar en cuestión.
Cuando echamos la vista atrás y analizamos las conquistas sociales deberíamos ver que los radicalismos de antaño son el sentido común actual. Sin embargo, hay fantasmas del pasado que se empeñan en perseguir a la sociedad en la que vivimos. Con los derechos de las mujeres parece que todos esos fantasmas se atreven a cuestionarlos. La evolución natural de las sociedades democráticas (no en el caso de la España actual) nos llevarían a la República, porque la Monarquía era un anacronismo insostenible. En esa línea evolutiva también debería de haberse consolidado la igualdad real, pero parece que el patriarcado también se resiste a renunciar a los privilegios.
Somos herederas y herederos del legado de Clara Campoamor, y es un derecho y un deber defender esa herencia.