El aire era nuestro elemento, el cielo nuestro campo de batalla. La majestad de los cielos, a la vez que nos empequeñecía, nos otorgaba, creo, una dimensión espiritual desconocida para los hombres que luchaban en tierra. La nobleza nos rodeaba. Nos movíamos como espíritus en un aireado telar en el que el viento, las nubes y la luz tejían a lo largo del día y de la noche el infinito tapiz del cielo cambiante.

Cecil Lewis, autor de Sagittarius Rising (obra a la que pertenece el fragmento) y piloto de aviones durante la Primera Guerra Mundial.


La guerra, desde un punto de vista racional, es un asunto esencialmente horrible. Pero todos descendemos de clanes que cientos de miles de años atrás ganaron sus guerras. Conquistaron su territorio y lo legaron a sus hijos. Y evitaron, también, que sus enemigos dejaran descendencia. Dejando de lado la las demás consideraciones y desde un punto de vista puramente biológico, las guerras son la consecuencia lógica de nuestra tendencia a proliferar en progresión geométrica. En la naturaleza, todas las especies tienden a mantener un número de individuos bastante estable, lo cual implica una enorme tasa de mortalidad.

Pero los seres humanos, al fin y al cabo, estamos más allá de las reglas que rigen el equilibrio natural, y muy probablemente ésa sea la razón de que necesitemos glorificar mínimamente un asunto tan desagradable e imprescindible como una guerra.

La primera guerra mundial no tardó más que unos meses en convertirse en una pesadilla para todo el mundo. Un conflicto indefinidamente atascado en una frontera de trincheras embarradas y nauseabundas. La caballería había sido, tradicionalmente, el garante del honor en las guerras. Los caballeros le daban lustre a las batallas. Los jinetes trascendían al vulgar intercambio de agresiones y se convertían en míticos centauros. La fusión del cerebro y el corazón de un guerrero valeroso con la potencia de una bestia revestida de nobleza. En el caballero recae la tremenda responsabilidad de salvaguardar la llama sagrada, la luz en la guerra. El problema es que en la Primera Guerra Mundial, de forma súbita y sorprendente, los caballeros ya no tienen cabida. La evolución de los fusiles (en alcance, precisión y velocidad de fuego), la irrupción de la ametralladora y el estancamiento de la guerra de trincheras los destierran de forma casi definitiva.

Una de las funciones tradicionales de la caballería, como ya dijimos, había sido la exploración. Acercarse todo lo posible al enemigo para calcular su número y sus intenciones. Para obtener información, en definitiva, que en una guerra tiene un valor incalculable.

La aviación recibe una pesada herencia de la caballería. Al principio de la guerra, son los aviadores los que se adentran tras las líneas del enemigo para obtener información, primero con anotaciones en los mapas y más tarde haciendo fotografías. Son los nuevos centauros. Un avión de aquella época era muy difícil de pilotar. Inicialmente carecían casi por completo de indicadores (altura, velocidad) y los pilotos realizaban las maniobras a ojo. Eran artefactos frágiles, vulnerables a las rachas de viento. No es extraño que los primeros aviadores fueran, en muchos casos, soldados y oficiales de caballería reconvertidos. Existe mucho fundamento en la deducción de que un buen jinete será un buen piloto.

No tardó en resultar evidente que la labor de los aviones de exploración era muy peligrosa para sus enemigos. Se convirtieron en los ojos de la artillería, que gracias a las indicaciones de los pilotos multiplicó su precisión de forma muy notable. Y tampoco tarda mucho en ser obvio que la mejor forma de luchar contra un aeroplano es otro aeroplano, preferiblemente más veloz, para poder acosarlo y perseguirlo. Dificultar, en definitiva, su actividad. Y derribarlo, si era posible. Aunque no deja de ser curioso el paralelismo entre la actitud de los primeros aviadores y la de los exploradores de la era napoleónica, por ejemplo. En la víspera de una batalla no era extraño que las patrullas se toparan con exploradores del bando contrario, merodeando también los alrededores, aunque solían evitar el enfrentamiento directo de forma tácita. No era extraño que intercambiaran disparos, para cumplir el expediente, pero no solían ir más allá

Podríamos decir que la guerra aérea y el concepto de avión de caza aparecieron de forma inevitable, dadas las circunstancias.

Continuará.

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Maqueta de un avión francés del modelo Nieuport. Va equipado con cohetes similares a los que se usan en pirotecnia, cuya función era intentar derribar a los globos de observación y a los dirigibles enemigos.

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