En España tenemos una visión distorsionada de los brasileños. Brasil no es Argentina para bien y para mal. Brasil es un país menos protestón que su vecino del sur. Es verdad que, aunque Brasil sufrió una dictadura que se acabó en 1988, no fue tan sangrienta como los gobiernos militares que purgaron a la población argentina en los años 70 y 80. En Brasil, el robo y la corrupción de la clase política se vive como una enfermedad incurable. «¿Y qué le vamos a hacer?», te vienen a decir cuando hablas con ellos sobre este mal que comparten con España. Ahí está la otra cara del brasileño, su facilidad para quitarle drama a la vida y esquivar el dolor. Una característica que en España se ha pasado por alto a la hora de imaginar la reacción de Brasil después del 7-1 que la selección alemana le metió a la canarinha en las semifinales del Mundial.
Los brasileños son alegres, pero no viscerales. Hospitalarios, pero no orgullosos. Creo que hay una especie de miedo oculto en esa alegría. Miedo a la policía corrupta y violenta, a la segregación racial, los asaltos, la violencia, la droga… Por lo general, un brasileño, especialmente en Río de Janeiro, no te pedirá el pasaporte ni te mirará mal cuando le preguntes algo. Lo lógico es que te dé conversación. De lo que sea. No le costará intercambiar el número de teléfono. Te hablará bien de su país y se mostrará agradecido por haberle visitado, pero a las primeras de cambio aprovechará para soltarte: «Ten cuidado por donde vas… ¡Y no confíes en el primero que te cruces!». Toda una paradoja.
Llevo viviendo un mes en Río de Janeiro y nunca he sentido peligro. Ni de día ni de noche. He subido a una favela pacificada desde hace unos años y no he sentido peligro. El país parece ser más seguro de lo que era hace unos años. Algunos insisten en que el despliegue policial durará lo que dure la Copa del Mundo. Quizás les influye la televisión. Cada tarde, todos los canales emiten programas de sucesos en directo. Hay periódicos que recuerdan al mítico El Caso: solamente explican sucesos. Son los más leídos en una sociedad muy desinformada.
En un país de 200 millones de habitantes con una desigualdad social brutal, ¿cómo no va a haber crímenes? El año pasado contabilizaron 50.000 homicidios, la mitad de muertos que produjo en ese tiempo la guerra de Siria. Es para preocuparse, ¿pero mejor vivir con pánico o atreverse a pedir cambios? La estrategia del gobierno del Partido de los Trabajadores parece la primera: es fácil asustar a la clase media-baja que crearon las ayudas sociales y la facilidad para pedir créditos que se dieron en la época de Lula da Silva. No hay que convencer duramente a alguien que ha sido pobre para que proteja su tele, su nevera o su coche, más si se lo dice su mesías.
¿Les ha cabreado la derrota en la Copa del Mundo? Obviamente. Al brasileño, tirando de estereotipos, le encanta el fútbol. Pero pocos apagaron la tele después de que Alemania les metiera cuatro goles en seis minutos en una semifinal de un Mundial que se juega en su propio país. Aguantaron hasta el pitido final, viendo cómo los alemanes redondeaban la goleada en una segunda parte que se hizo eterna. Después no salieron a quemar las calles, como algunos en España se han imaginado al leer, quizás, las portadas de unos periódicos que hablaban de «humillación, vergüenza y vejación». En los barrios por los que me moví aquella noche había grupos de samba tocando en los bares y en las calles. Las lágrimas solo salieron de los ojos de los jugadores, machacados por una presión creada por unos medios que tienen gran parte de culpa en el naufragio de la selección brasileña.
«Quería ver al pueblo sonreír, pido disculpas», dijo entre llantos David Luiz después de la derrota. Se equivocó el central porque en la calle la gente no lloraba. Es verdad que el centro de Río de Janeiro se quedó desierto después del partido, pero en los barrios populares y en la zona de ocio los cariocas bailaban. No se paró el mundo. La clasificación de Argentina no ha borrado las sonrisas de las caras. Hay rivalidad, pero no odio. Al menos de aquí para allá. La necesidad de autoafirmarse del argentino es mucho mayor que la del brasileiro. Por Río se ve a bastantes cariocas con camisetas albicelestes con el ’10’ de Messi a la espalda cuando juega Argentina y nadie les acusa de falsos patriotas. Ver para creer.
Repito: considero que ese carácter tan singular es una manera de sobrellevar una historia nacional nada fácil. Mezclan alegría y tristeza, samba y bossanova. Sería entendible que se levantaran contra el sinsentido en el que viven ahora que se les ha roto el juguete que la tele les había vendido como invencible: la selección de Scolari. Sería normal por la corrupción, la pobreza, la represión que ejerce el Estado, o por una inflación que está matando económicamente a los asalariados y dejando a muchas familias sin poder pagar alquileres o hipotecas que no paran de subir. Pese a todo eso, el brasileño humilde se ha portado ‘bien’ durante la Copa: ha decorado su calle, ha animado a su equipo nacional y no ha salido a manifestarse. Han hecho caso a Pelé y el mejor futbolista brasileño de la historia les ha querido ‘recompensar’ con el enésimo escándalo de uno de sus hijos, al que detuvieron hace unos días por blanquear dinero.
En cambio, dentro de los estadios solo se veía a gente blanca y de clase media-alta. Ese establishment europeo ha escondido a los negros hasta en el sorteo de la fase de grupos que se celebró en diciembre, cambiando en el último momento a la pareja de presentadores mulatos por una de jóvenes pálidos y rubios. Justamente, en ese sector blanco de la población es donde menos aprecio se le tiene la presidenta Dilma Rousseff, que no ha aparecido por los palcos por miedo a ser abucheada. El domingo entregará el trofeo a Alemania o Argentina, pero no pronunciará discurso. El gobierno de Rousseff ha sido el responsable de una de las peores organizaciones que se recuerdan: obras faraónicas y entregadas a deshora. Como se demostró con el viaducto que se derrumbó en Belo Horizonte y causó varias víctimas, trabajar con prisas no es lo más adecuado para organizar un Mundial. En octubre hay elecciones, una ocasión de oro para que el brasileño decida si quiere combinar de una vez la alegría con la protesta y perder el miedo definitivamente.
Brasil es un gigante que ha multiplicado exponencialmente su PIB en los últimos años, pero en 2014 se estima que solo crecerá un 1% de su PIB. Eso es igual a nada teniendo en cuenta su potencial. Algunos expertos creen que las manifestaciones multitudinarias del año pasado en la Copa de las Confederaciones dividieron las aguas y marcaron un antes y un después. Veremos qué ocurre con el futuro del país que iba a comerse el mundo. Si el fútbol puede ayudar en algo, la humillación ante Alemania podría animarles a recuperar para la selección nacional el jogo bonito. Sería mirarse al espejo y reconocer lo bueno de disfrutar la vida con esa alegría que se palpa en cualquier pachanga callejera entre mestizos y negros que juegan a la pelota por pura diversión.