Llevo un mes en Brasil y he visto a cientos de chavales jugar en las calles, las playas y en alguna pista de futbito. Lo hacen de lujo, se divierten y se les ven detalles técnicos que en otros países solo están al alcance de los profesionales. Un rondo entre cuatro garotos puede ser una obra de arte. No necesitan ni botas de fútbol. Les valen unas simples chanclas de goma o, incluso, juegan descalzos sobre el asfalto. Con ese divertimento por bandera, en el césped los brasileños ganaron sus tres primeros Mundiales (58, 62 y 70). Las eliminaciones del 82 y el 86 tuvieron que provocar un gran trauma en este país porque los brasileños se abrazan desde los años 90 a la antítesis del jogo bonito con la fuerza de un demente. ¿Y la calidad? Me parece un crimen a la creatividad que en un país de 200 millones de habitantes que respira fútbol por los cuatro costados el talento quede en segundo plano. Es como creer que el reguetón es mejor que las óperas de Mozart porque llena discotecas cada fin de semana. Nos acordamos de Cerezo, Falcão y Socrates. Tenemos a Zico por un rey sin corona. Ninguno de ellos ganó el Mundial. ¿Quién se acordará dentro de 20 años de Emerson, Gilberto Silva o Kleberson?
El clima que se respira en las teles brasileñas es que la seleçâo tiene que ganar la Copa del Mundo sí o sí. Si hay que decir que a Hulk le anularon injustamente el gol que le metió a los chilenos después de tocar la pelota con el brazo, se dice. Si hay que darle el tanto que los chilenos se metieron en propia a David Luiz para hacer más heroica la clasificación, se le da. «Creo que la pelota le ha rozado la barriga», llegó a afirmar el comentarista del canal O Globo. El modelo de Felipe Scolari ha triunfado. Lo único que cuenta es ganar. El cómo no importa un carajo. El jogo bonito ha sido desahuciado y dentro de poco ya no servirá ni siquiera para venderse como souvenir futbolístico. Sus inventores le han condenado a ser un fósil.
Está claro que la victoria es el sueño que persiguen aficionados y, evidentemente, jugadores, entrenadores y, sobre todo, federativos y políticos, que con victorias se perpetúan en el poder. Pero esa cantinela de que el fin justifica los medios es un cáncer que nos persigue como sociedad hipercapitalista y neoliberal que somos. Brasil tendrá más títulos mundiales que nadie en fútbol, pero seguirá siendo pobre en juego de la misma manera que un país no elimina su pobreza por incrementar su Producto Interior Bruto. En el campo económico, precisamente, los brasileños también son un referente negativo, si lo que se busca es igualdad de oportunidades y planificación a largo plazo. Scolari podrá ganar un hexacampeonato, que ya se celebra en periódicos y calles desde semanas antes del torneo. Brasil podrá agrandar su palmarés, pero así no agrandará su leyenda. El país que sonríe cuando tiene una pelota entre las piernas se está traicionando a sí mismo. Si Thiago Silva levanta la Copa, la Copa estará vacía de gloria. Más vacía de lo que quedarán los estadios de la vergüenza cuando estalle el último petardo del Mundial.