A Alfonso Armada (Vigo, 1958) es fácil transportarlo en el tiempo. A los años de la República o incluso antes. De un vistazo –el pelo cano, la sonrisa perfilada en la cara y sus inseparables gafas– se puede situar a este todoterreno del periodismo en la redacción de un periódico a principios del Siglo XX, rodeado de linotipias y máquinas de escribir. Por poner un ejemplo y no ir más lejos del lugar donde nos encontramos, a Armada se le puede trasladar al ABC de hace cien años (el decano de la prensa española fue fundado en 1903). Él sigue amando el periodismo de batalla que se hacía con pausa «para contar buenas historias», pero no reniega de las nuevas tecnologías. Después de haber sido su corresponsal en Nueva York, el gallego dirige desde 2006 el máster del buque insignia de Vocento, donde ejerce además de adjunto a la dirección.
Tras unas fotos en el patio sevillano que da luz al corazón de la moderna sede de ABC –y que fue desmontado y reconstruido piedra a piedra cuando el rotativo se mudó de la Calle Serrano a las afueras de Madrid, según informa el propio Armada–, este redactor de Cultura que luego se convirtió en corresponsal de guerra en sus tiempos en El País nos conduce a una sala donde reflexionará en apenas 55 minutos sobre todos los escondrijos de su vocación periodística, un oficio «que te permite viajar, conocer gente y escribir sobre tus pasiones». «Un oficio en el que tendríamos casi que pagar por ejercerlo», bromea.
–El primer conflicto bélico que cubres es la Guerra de los Balcanes. Llegas a Sarajevo en 1992. ¿Ese año es como un divisor de aguas en tu vida periodística?
–Hay un antes y un después de aquella experiencia. Justo antes de viajar a los Balcanes había hecho un viaje de 40 días por Estados Unidos. Conseguí juntar esas vacaciones en el periódico [Armada trabajaba en El País en aquella época] y prácticamente di la vuelta al país. Casi todo el viaje lo hice en tren salvo tres pequeños desplazamientos en avión. Hice allí dos entrevistas muy interesantes, a Richard Ford y a Henry Roth. Les había leído a los dos, les contacté y quedé con ellos; con Roth en Alburquerque y con Ford en Connecticut. A la vuelta, nada más llegar al periódico el redactor jefe de Internacional, que era Luis Matías, me dijo: «¿Quieres ir a Sarajevo?» Yo nunca había pensado en ir a una guerra. Nunca se me había pasado por mi imaginación. Un par de compañeros de la redacción habían cubierto varios conflictos y contaban experiencias muy interesantes, pero también muy inquietantes. Lo primero que pensé fue en la posibilidad de morir. En el miedo. Pero inmediatamente pensé en lo interesante que podría ser para ver cómo soportas una guerra. Me planteaba cómo trabajaría en ese clima y qué podría contar. ¿Por qué no?
–Quizás esa fue la razón que llevó a Gervasio Sánchez a pensar en qué hacía un tipo como tú en medio de aquel berenjenal.
–Supongo que por esa falta de experiencia pensó eso Gervasio. También le ocurrió a Pérez-Reverte cuando me conoció. La verdad es que fue toda una experiencia porque me di cuenta de que podía manejar el miedo. Estás allí para trabajar y escribir sobre lo que está pasando y eso le da cierto sentido. Por lo menos te sirve como escudo. Después vives experiencias muy intensas con los compañeros y con la gente a la que entrevistas, que son las historias que ves cada día. Por otra parte, también lo he dicho muchas veces, estar en Sarajevo me recordaba a una serie de televisión que emitieron hace muchos años que se llamaba El túnel del tiempo. Allí me sentía como si estuviera en la Guerra Civil española. La imagen de la guerra en Bosnia me recordaba a lo que podría haber sido la guerra en Barcelona o Madrid.
–Es que aquello también fue una guerra civil. En toda regla.
–Totalmente. El desgarro de una guerra civil es parecido en todas partes, pero es que se juntaba además que los rasgos de los bosnios y su forma de vida son equiparables a los nuestros. Eso hizo que aquella guerra me conmoviera todavía más. Me dediqué a hacer lo que se le presupone a un periodista: ayudar al lector a ponerse en el lugar del otro, acercarlo al máximo, contarle lo que a mí me llamaba la atención. Como a mí me gusta mucho el teatro me enteré de que un grupo de personas se juntaba para hacer teatro y escribí sobre ello. Lo curioso es que era una compañía formada por actores que se habían reunido para decidir que era más importante hacer teatro que ir a combatir al frente.
–Hay historias increíbles de aquellos cuatro años que pasó sitiada Sarajevo. Un exjugador de la Liga yugoslava de los años 80 organizó una escuela de fútbol en la que no distinguía entre etnias o religiones.
–Había miles de historias que te permitían darle humanidad a las crónicas en medio de aquella sinrazón. Recuerdo también que coincidí con Susan Sontag, que además estaba alojada en el Hollyday (el único hotel que había abierto en la ciudad). Desayunábamos juntos todas las mañanas y le hice una entrevista para El País. Fue muy interesante poder conversar tanto con ella.
–Más de 20 años después de aquel encuentro con Gervasio Sánchez, un tipo como él, que ha estado en Camboya, Sierra Leona o Afganistán, dice sin dudar que se iría contigo al fin del mundo.
–A Gervasio le conocí en Sarajevo, donde he vuelto dos veces más con él. Entre medias viajamos mucho a África. Cubrimos juntos varios conflictos africanos muy duros. Nos compenetrábamos muy bien. Un rasgo pueril, pero muy significativo, es que yo no conduzco. Y, de hecho, no he aprendido a conducir todavía. Gervasio necesitaba un coche, El País lo pagaba, yo lo alquilaba y él lo conducía. Hicimos muchas cosas mano a mano para El País. Él hacía las fotos y yo los textos, aunque él luego siempre ha sido un hombre orquesta, como buen freelance, y hacía de todo en sus colaboraciones con Heraldo de Aragón y Cadena SER.
A los dos nos gusta madrugar, nos gusta mucho la calle, acercarnos a las historias. En la forma de acercarse al periodismo hay una actitud compartida que se ve en el respeto que le tenemos a las víctimas y en la capacidad para escuchar. Veinte años después de la guerra hicimos un viaje a Sarajevo (yo no había vuelto) y fuimos con el coche de Gervasio saliendo desde Zaragoza. Fue un reencuentro muy interesante con el pasado. También hay que decir que Gervasio es agotador. Trabaja con una intensidad tremenda. A veces, discutimos, pero la relación que tenemos es muy especial. Es casi un hermano para mí. Tenemos muchas complicidades.
–¿Cómo llegaste en 1992 a Sarajevo?
–Por carretera. Fui en coche con un periodista anglosajón. El resto de ocasiones que regresé durante la guerra lo hice en un avión de Naciones Unidas que salía desde Split.
–¿Cómo son los Balcanes que te encuentras veinte años después?
–Esta vez no había francotiradores ni check points desiertos, que eran los que más te atemorizaban porque no sabías si había soldados emboscados que te pudieran pegar un tiro. No había tampoco que cruzar varias líneas militares; primero las serbias y luego las croatas y las bosnias. Pero, curiosamente, antes de llegar a Sarajevo la autopista terminaba porque estaba en obras. Había una especie de barricada consecuencia de la desidia o de que se habían acabado los fondos. Al llegar a la ciudad no había toque de queda y me sorprendió la avidez con la que la gente joven vive la noche. Ten en cuenta que durante la guerra no había bares ni vida nocturna. El contraste de un viernes noche actual con uno de hace veinte años es bestial. Esa avidez de disfrutar, de vivir, de follar…
–Ganas de comerse la vida.
–La mayoría eran niños cuando empezó la guerra o nacieron durante el conflicto. Su comportamiento me pareció una ansiedad un poco desquiciada. Aunque también se debe decir que esa vida nocturna se parecía a la que podemos ver en ciudades como Madrid. Hay una mímesis que tiene que ver con la globalidad que provoca que todas las ciudades acaben pareciendo la misma. Volviendo a Sarajevo, sí notabas algunas heridas de la guerra. Hablando con la gente te dabas cuenta de que Bosnia se ha convertido en un país imposible. El peso del dolor y la injusticia sale cuando escarbas en las conversaciones. En los amigos que habías hecho durante el cerco advertías heridas más o menos curadas pero que todavía siguen doliendo.
–La identidad bosnia ha quedado impregnada en una población muy maltratada durante aquella lucha fratricida. Durante el Mundial de Brasil me encontré a un chico de unos 20 años que cargaba una bandera bosnia en las afueras de Maracaná, poco antes del debut de los balcánicos en una Copa del Mundo. El rival era Argentina y ese chico era el único bosnio que había en la zona. Cuando le pregunté de qué parte del país era me respondió que había nacido en Austria y que vivía en Viena. No obstante, para él su equipo y su país era Bosnia, la tierra de sus padres.
–Esas cuestiones identitarias responden mucho a la experiencia de los padres, que son los que transmiten normalmente ese sentimiento de pertenencia a la tierra que se dejó a los hijos. Hay un componente nacionalista que las guerras exacerban de alguna manera. Lo vimos mientras estábamos allí. Al principio, los bosnios no se definían bajo una óptica religiosa, pero con el paso del tiempo pasó como con los judíos durante la II Guerra Mundial: gente que era judía, pero que no tenía conciencia de esa condición porque no eran religiosos, pasó a ser bastante ortodoxa. Era la consecuencia de que en la Alemania nazi o en la Polonia ocupada te condenaran a muerte al marcarte como judío. En Bosnia, la conciencia nacional la marcaron los enemigos. Muchos bosnios eran laicos o ateos y el exacerbamiento de la guerra les llevó a abrazar la religión musulmana.
–Se señala a Siria como el país más complicado para que un periodista trabaje por la falta de medios logísticos para enviar, en este caso a España, las crónicas, fotografías o vídeos. ¿En aquella época cómo os las ingeniabais para mandar la información a la redacción del periódico?
–Era muy complicado, lo más complicado de todo.
–Pienso en Pérez-Reverte y sus crónicas para Televisión Española.
–Él trabajaba en el edificio de la televisión bosnia, que aunque estaba muy machacado era de hormigón y aún resistía los bombardeos. Ellos trabajaban en el sótano para protegerse de las bombas y tenían una conexión vía satélite que les permitía transmitir imágenes. Los periodistas de prensa escrita no teníamos teléfonos satélite –se vendían algunos ya, pero eran carísimos– y tampoco teníamos ningún tipo de transmisor. Lo que hacías era acudir a Reuters, France Press y otras agencias que contaban con periodistas acreditados con transmisor y les persuadías para que te dejaran enviar tus crónicas. Aunque el periódico estaba suscrito a esas agencias, nosotros teníamos que enviar nuestro material propio. En los huecos en los que el transmisor de la agencia dejaba de trabajar se formaba una cola de enviados especiales pidiendo la vez. Recuerdo que el módem que tenían era desesperante porque a veces no se conectaba y otras iba lentísimo, pero no había otra opción. Para conseguir que te lo dejaran había que comprar cerveza o gasolina porque aparte de lo que te costaba la transmisión en sí (que pagaba religiosamente tu periódico) era recomendable hacerte amigo del corresponsal de la agencia de turno para que te dejara transmitir. Si estás allí y no transmites es como si no estuvieras; por lo cual, lo más importante cuando llegábamos a un sitio nuevo era localizar el transmisor más cercano.
–La capacidad de seducción es posiblemente el arma más importante del periodista.
–Va bien para todo, por supuesto.
–¿Habéis sabido algo más de aquel chico que os hizo de guía por la biblioteca de Sarajevo?
–Gervasio ha vuelto bastantes veces a la ciudad y se ha encontrado varias veces con él. Se llama Edo. De hecho, dice que está hecho un golfo. Ya apuntaba maneras y ha perseverado en esa línea.
–Para colarse en una biblioteca que estaba medio en ruinas había que ser un poco pícaro.
–De niño ya era un personaje, una especie de ratón. Ahora en marzo se publicarán los diarios que escribí durante la Guerra de Bosnia. Los tenía guardados, aunque algunos extractos han ido apareciendo en FronteraD. Con Malpaso, una editorial de Barcelona, vamos a publicar las crónicas de El País intercaladas con los diarios. Ahí aparece, claro, la figura de Edo.
–Leí en tu blog la elogiosa crítica que le dedicaste a la entrevista que le hizo meses atrás Jorge Carrión a Joe Sacco para el suplemento cultural de La Vanguardia y que se publicó en formato cómic, dibujado por Sagar Forniés. A Carrión le hicimos una entrevista en septiembre…
–Le vi hace unos días. Muy buen tipo. Tiene una cabeza impresionante, abrumadora. Es muy joven pero lo ha leído todo ya.
–Carrión nos comentó que la crisis actual no es solo económica. También se está produciendo una regresión cultural como consecuencia de la manipulación de la memoria histórica colectiva. ¿Cargarse aquella biblioteca –con todo lo que representaba– era cargarse la identidad multicultural de la Yugoslavia comunista de Tito?
–De eso ha hablado mucho Juan Goytisolo, que visitó Sarajevo en aquellos días invitado por Susan Sontag. Creo que fue el único escritor al que ella persuadió para que fuera a compartir parte del dolor de los habitantes de Sarajevo durante el cerco. Goytisolo decía que era un auténtico memoricidio. Cuando bombardeas una biblioteca tratas de quemar todo su legado cultural de forma metafórica o simbólica, pero también a nivel real porque se pierden muchos documentos de gran valor. Cuando atacas directamente a los libros estás mandando un mensaje absolutamente deletéreo de lo que quieres hacer desaparecer. Sarajevo fue un ejemplo de eso. Recuerdo, saltando de los primeros viajes a los últimos, cómo iban aumentando los aspectos nocivos en el día a día de la ciudad. Aparecían más combatientes con un discurso radical en los que ya se vislumbraba algunos atisbos de yihadismo. Apenas quedaban reivindicaciones de una sociedad multiétnica que poco a poco se fue disgregando.
–¿Cuánto tiempo pasaste en los Balcanes?
–Fui tres veces durante la guerra. La primera de ellas llegué a Croacia y de allí me fui a Banja-Luka, donde había mucha limpieza étnica, antes de conseguir llegar a Sarajevo. Eran períodos de dos semanas o más de un mes. Donde no estuve nunca fue en Serbia.
–Luego llegó tu época de corresponsal de África, también para El País. ¿Dónde vivías?
–En Madrid. Iba siempre que podía, pero mi base estaba aquí. Sin embargo, era un momento en el que por parte del periódico había bastante interés por cubrir África. Si había algo importante, como un golpe de estado, proponíamos viajar y me daban permiso. Viajé bastante durante cinco años.
–He leído una frase en una de tus crónicas de aquella época sobre las guerras que afectaron a Ruanda. Calificas el famoso genocidio entre hutus y tutsis como «la culminación de una serie de brutales genocidios que llevaban años sucediéndose». ¿Por qué los medios occidentales tardan tanto en fijarse en un conflicto que supone una auténtica sangría humana?
–¿Quién decide a fin de cuentas qué es importante y qué no lo es? Ahora mismo lo estamos viendo. Hay países que están sufriendo cuotas de violencia brutales y prácticamente en los medios no aparecen. República Centroafricana es uno de los casos más graves. También ocurre en Nigeria, donde Boko Haram aparece y desaparece de las páginas de los diarios occidentales. El ébola también ha desaparecido de los medios. Hay países que son auténticos agujeros negros de información y que solo reaparecen cuando secuestran a algún ciudadano europeo. Intereses geopolítcos, económicos y militares que influyen en la línea de los medios occidentales, que son los que leemos. Algunos países tienen más protagonismo porque hay temor de que grandes zonas del Sahel caigan en manos de extremistas islámicos. Por eso se comenta que Estados Unidos quiere instalar una fuerza de despliegue rápido en Morón [de la Frontera, Sevilla]. El Sahel es de alto interés estratégico y cuenta con reservas muy importantes de uranio. Está además presente lo que pasó en Mali cuando los touaregs, aliados con una milicia islámica, ocuparon Tombuctú y tuvo que intervenir militarmente Francia.
En España hay mucho desconocimiento por culpa del tradicional desdén a lo que ocurra al sur del Estrecho. Del Sáhara español se habla de vez en cuando pero de Guinea Ecuatorial se habla poquísimo. No hay una cobertura constante de lo que pasa allí, de los problemas que conlleva la escasa calidad democrática del país.
–¿Por qué hablar de África ha pasado de moda?
–Lo de Ruanda fue el último gran fogonazo. Y han pasado 20 años. Con lo del ébola ha habido cierto interés e incluso se enviaron periodistas en servicio especial. Pero la intensidad con la que se cubrió Burundi, Ruanda y el Congo durante una serie de años ha decrecido bastante.
–Cuando murió Mobutu en 1997 decías que desaparecía uno de los últimos dinosaurios de esa generación de dictadores genocidas que se auparon al poder con la descolonización. ¿Cómo ves la región en estos momentos?
–Sigue habiendo ejemplares de dinosaurios en pleno uso y abuso del poder, líderes de la independencia que luego se han convertido en perfectos dictadores como Mugabe [Zimbabue], Obiang [Guinea Ecuatorial], o Dos Santos [Angola]. Otros países se han democratizado un poco mejor y llevan otro rumbo. Siempre que puedo vuelvo a África, pero ahora en ABC llevo el máster del periódico y no tengo tanto tiempo para ir. Los últimos viajes los he hecho con ONGs, como Médicos sin fronteras. No es que sea la forma ideal de viajar a África, pero ellos pagan los costes del viaje y los periódicos se aprovechan de ello.
–¿Por qué no es la forma ideal?
–Porque dependes de los intereses de la propia ONG. Buscan, a fin de cuentas, un rendimiento propagandístico de tu viaje que puede no coincidir con lo que tú veas y expliques. El fin último de la ONG es muy bueno, pero su agenda no siempre tiene que coincidir con la de los medios. Por eso, creo que los medios de comunicación tendrían que pagar siempre los viaje de sus periodistas para garantizar al máximo su independencia.
–“El buen periodismo necesita tiempo”. Así titulas uno de tus últimos artículos de reflexión sobre este oficio.
–Es una de mis obsesiones. Admiro mucho a los grandes cronistas latinoamericanos y anglosajones, con The New Yorker como gran ejemplo. Sus periodistas se toman su tiempo para documentarse sobre el país al que van a viajar antes del desplazamiento. Así escuchan, hablan y recorren el terreno de una manera mucho más profesional. Una de las razones que explican el deterioro y la degeneración de la prensa en España –y hablo de la tele, la radio, internet… no solo del papel– es que todo es muy rápido, muy superficial, banal y contribuye a la desinformación. Ahora hay más posibilidades de informarse y no creo que la gente esté más informada. De todas maneras, hay que tener en cuenta una cosa: hablando con algún amigo escritor, a veces nos ponemos estupendos y nos ponemos nostálgicos recordando la época en la que «todo el mundo leía muchos libros y se documentaba tomándose la vida de forma concienzuda». No nos engañemos. El número de lectores, de personas interesadas realmente por la literatura, nunca ha sido muy grande. Con la prensa pasa algo parecido. Es verdad que antes había más recursos y los medios eran más capaces de dedicar más dinero a coberturas informativas, enviando muchos reporteros al extranjero. Ahora esa información internacional recabada sobre el terreno se ha reducido drásticamente. Hay menos corresponsales y viajes. La calidad de la información ha caído y ha aparecido mucho freelance que, por la propia necesidad de salir, conocer y hacer periodismo, se juega la vida. ¿Cuántos se han ido a Libia o a Egipto o a Siria sin asignaciones, contratos, chaleco [antibalas] ni garantías de ningún tipo? Estoy en Reporteros sin fronteras y nos preocupan las condiciones deplorables con las que muchos periodistas jóvenes salen al extranjero. No tienen seguridad de que van a publicar sus historias y, ni siquiera, la garantía de poderlas transmitir. Muchos hacen coberturas brillantes con pocos medios que se mal pagan o no se pagan directamente. El deterioro de la profesión es tremendo.
–Sin embargo, la necesidad de contar historias sobre lugares que parecían olvidados sigue ahí.
–Es una respuesta a lo que ocurre. En los medios tradicionales españoles veo que hay una especie de seguidismo y cultivo de la mala política de forma constante. Creo que esos medios son todos bastante parecidos y apuestan muy poco por historias originales. Con enfoques ideológicos distintos, creo que tienen poco nivel de exigencia a la hora de encontrar historias distintas, bien tratadas y bien escritas.
Ves esa carencia en la prensa española cuando lees prensa internacional. A mí me gusta sobre todo The New Yorker, pero también suelo comprar de vez en cuando The International New York Times, y la forma que tienen de contar, de separar además de forma tajante hechos y opiniones, es admirable. Además, esas historias están muy bien plasmadas sobre el papel en cuanto a diseño. Yo sigo leyendo mucho en papel. Me encanta internet, pero sigo fiel al papel y creo que la combinación de texto e imagen en esas publicaciones es fantástica.
Aquí no hemos aprendido de esa escuela. Eduardo Momeñe, que escribe sobre fotografía en FronteraD, se suele referir a menudo a la falta de pericia en España para lograr esa conjunción tan necesaria para hacer atractivo un artículo. A mí me gusta tanto trabajar con Gervasio [Sánchez] porque lo idóneo es que el redactor y el fotógrafo salgan a la calle juntos. También he trabajado mucho con mi mujer [Corina Arranz], que también es fotógrafa. Hay nuevas narrativas sobre la mesa y a mí me encanta explorarlas, pero la forma tradicional de un texto y unas fotos –con tiempo para reportear, buscar el ángulo, contrastar las fuentes y depurar la información; tiempo para escribir y para ver, en definitiva– me parece la más rica a la hora de conocer otras realidades. El problema es que ese estilo se practica poco en España, donde abunda el periodismo de opinión por encima de todo. Hay muchas tertulias, muchos columnistas, mucho supuesto debate.
–Mucho ruido.
–Ese ruido solo te lleva a tener poca capacidad para entender la realidad.
–Para preparar esta entrevista he leído una crónica que escribiste desde Ruanda en 1996. La manera que tienes de narrar el paisaje y de describir la forma de vida agrícola de hutus y tutsis me resulta tan literaria como útil para transmitirle al lector una información muy importante a través del entorno. En el fondo estás contando cómo y en qué condiciones vive aquella gente. Han pasado casi veinte años pero ese texto podría ser actualizado mínimamente y sería publicable en 2015. Esa pretensión literaria del periodismo se ha perdido bastante en España. Se han descuidado mucho las formas.
–Cuando viene a Madrid solemos invitar al máster a Leila Guerriero, una de las periodistas que mejor utilizan el lenguaje. Juan Villoro es otro de los periodistas que más conciencia tiene de las posibilidades de la lengua castellana. El colombiano Alberto Salcedo Ramos es otro caso. A este trío de latinoamericanos –y a otros muchos más– se les nota que han leído muchísimo, que es lo que reprocho a los jóvenes periodistas. Si no lees de todo, mucha novela, poesía, teatro, ensayo… si no lees mucho al final es complicado que tengas los elementos de la lengua que necesitas para descifrar y contar mejor el mundo. Leila dice siempre que ve mucho cine y por eso le encanta componer una crónica como si se tratara del montaje de una película: con diferentes ángulos, lentes, aproximaciones y, sobre todo, con todos los instrumentos que la lengua te permite.
–¿Eso es entender la comunicación de una manera más global?
–Hablo sobre todo de la lengua, de los recursos que nos da el lenguaje para romper barreras en el texto periodístico. Hay miles de elementos de la descripción, del diálogo, de la narración o el ensayo con los que poder jugar. Si montas bien las palabras con esos recursos, el resultado le llega de forma muy viva al lector manteniendo el requisito básico: que todo lo que cuentes sea verdad. No se puede cruzar nunca esa línea roja que no te permite inventar. Leila y otros dicen que la realidad es tan rica que lo que hace falta es el esfuerzo del periodista para pararse, escuchar, tomar notas y fijarse en todo. No perder la curiosidad, en definitiva.
–Al final nos dedicamos a exprimir la naranja de la realidad.
–¡Es que la realidad es riquísima! Y esas buenas historias están aquí, no hace falta ir a Ruanda. Lo único que se necesita es salir a la calle con ojos de niño y muchas ganas de escuchar.
–Noto que a los periodistas que hemos comenzado a trabajar en el Siglo XXI nos faltan esas ganas, nos cuesta invertir una hora para tomarnos un café con una fuente o, incluso, nos da pereza meter la oreja en las conversaciones que se dan en los mercados o en el metro, en los lugares donde se cuecen las mejores historias. Las historias que son de verdad.
–Por eso en el máster de ABC hacemos hincapié en recuperar las esencias del mejor periodismo local. Tenemos una página que se llama Madrilánea, centrada en el periodismo hiperlocal. Cada alumno es corresponsal en su barrio y escribe una crónica cada dos semanas. Semanalmente va rotando la mesa de redacción, uno de ellos tiene la responsabilidad de ser redactor jefe y se dedica, con el jefe de fotografía, a cribar los temas que van proponiendo los compañeros. Intentamos excluir todos los temas ‘oficiales’. No queremos que aparezca nada que se pueda hacer por teléfono. Nos interesa que salgan a la calle y busquen allí las historias interesantes por explicar.
–La calle bulle y en estos tiempos, más. Parece inconcebible que en una reunión de redacción un periodista diga que no tiene temas en la recámara.
–El problema es que la agenda de los periódicos es bastante reiterativa. Por eso se han hecho tan previsibles y aburridos. La carga ideológica de cada rotativo también me cansa mucho. A veces ves cosas diferentes que firma un reportero en particular. A mí me gusta mucho Pedro Simón [El Mundo] y cuando lees a gente como él piensas: «Joder, las historias están ahí. ¿Por qué no vamos a por ellas?» Pero las webs de los periódicos tradicionales están más pendientes de captar lectores y mantener un flujo alto de visitantes. Con lo cual se recurre a todo tipo de estrategias, muy peregrinas y muy poco decentes. Desde un punto de vista periodístico, muy poco rigurosas.
–¿Qué nivel tienen los periodistas que llegan al máster que diriges? No es bueno generalizar, pero no sé si nos puedes hacer un diagnóstico global.
–Hacemos una selección muy grande. Tenemos la escuela de verano, donde seleccionamos a alumnos de tercero, cuarto y quinto. Allí se presentan unos 200 jóvenes para solo 20 plazas. Después de seis exámenes nos quedamos con los más capaces. Con tantas pruebas detectas el talento para escribir y la curiosidad para atreverse a contar historias. Esos conviven en verano con la gente del máster del curso anterior, que se encuentran haciendo prácticas en distintas secciones. Muchos alumnos del máster persuaden a los alumnos en prácticas para que se apunten al máster del curso siguiente.
Nuestro posgrado consta de cinco meses con clases de mañana y tarde. De octubre a abril se curten para bajar a la redacción del periódico cuando llega mayo, con lo cual les conoces más que bien cuando se ponen a trabajar. Muchos llegan con un talento fantástico, una tendencia que va al alza en los últimos años. No solo viene gente de Periodismo. El máster está abierto a titulados universitarios de cualquier carrera. Tenemos a gente de Biología, Económicas o Historia. Ese grupo es al que más ves progresar en cuanto les enseñas los cuatro rudimentos del oficio. Si tienen curiosidad y vocación no les hace falta más. Vocación es una palabra desprestigiada –parece del Siglo XIX–, pero la vocación de ser periodista, de querer contar, es fundamental. Cuando ves a un chico que no para de leer y que está con esa avidez por conocer historias variopintas sabes que es un periodista de vocación. Una paradoja del periodista actual es que no lee periódicos. ¡Ya sabemos que son aburridos, pero tienes que leer prensa para saber cómo se hace este oficio! Y no solo prensa nacional, también hace falta consultar la prensa extranjera. Muchos no tienen ese hábito en una época en la que el acceso a lo que se publica en Francia, Alemania o Inglaterra es tan fácil como abrir las webs de las cabeceras que son referencia en esos países.
–¿Hacen falta referentes?
–Claro que sí. Referente puede ser un periodista o un artículo que te gustó por cómo introducía un diálogo o resolvía una escena. No puedes llegar a este oficio siendo virgen. Se han escrito muchísimas cosas fantásticas antes de que te convirtieras en periodista. Hay un archivo genial de cronistas deportivos, críticos de cine o articulistas del mundo taurino. Ha habido gente buenísima. Se trata de leer y aprovechar lo que han hecho otros.
–Si un chaval de 17 años te dijera que quiere dedicarse a esta profesión, ¿le recomendarías que estudiara una carrera como Periodismo, Comunicación Audiovisual o Publicidad?
–Le recomendaría que hiciera lo que yo no hice. Mi padre era muy amigo de Álvaro Cunqueiro [poeta, dramaturgo y periodista gallego, director de El Faro de Vigo durante la década de los 60] y le recomendó que no me matriculara en Periodismo y que estudiara otra carrera. Empecé Filología Hispánica, pero me pilló en una época en la que tenía muchos conflictos con mi padre. Antes ya me había escapado de casa y había estado trabajando de camarero en Lleida. Así que dejé la carrera y me marché más lejos. Quería ir a Nueva Zelanda porque siempre me atrajeron mucho las antípodas y acabé en Holanda en una fábrica de harinas y piensos. Volví otra vez y, entonces, ya empecé a hacer Periodismo en Madrid, que compaginé con mis estudios de Teatro en la Real Escuela Superior de Arte Dramático (Resad). He echado mucho de menos haber estudiado otras cosas, sentimiento compartido por otros profesionales. Estuvo hace poco Ana Pastor aquí y dijo que lo que más le apetecía era tener tiempo para leer y estudiar. Si pudiera ahora me pondría a estudiar Historia o Filosofía, o me aplicaría para aprender más idiomas.
–¿Cuántos hablas ahora?
–Más o menos bien, portugués (porque soy gallego) e inglés. En francés me defiendo. Estudié ruso durante mucho tiempo y estuve casado con una rusa durante un año, pero olvidé casi todo lo que había aprendido. También estudié alemán, pero era imposible.
Volviendo a la pregunta anterior, recomendaría al futuro periodista que estudiara cualquier carrera menos Periodismo. Si te gusta la ciencia, haz Física, Química, Matemáticas o Biología. Si te gusta informar, ya encontrarás un máster para pulir esa capacidad. Creo que el periodismo es un oficio que se aprende de forma muy autodidacta. Todo se basa, como ya hemos dicho, en leer bastante. Los rudimentos se aprenden en un año; no hacen falta cinco de carrera. Es más rico quien haya hecho una carrera complementaria y luego haya perfeccionado su capacidad como comunicador. Practicar es lo más importante.
–Ahora que has nombrado a la lengua portuguesa te quiero hacer una pregunta que me suelo plantear a menudo. ¿En España ignoramos más descaradamente lo que ocurre en Portugal, en el Mediterráneo o en América Latina?
–Se podría hacer un escalafón sobre a qué vecinos prestamos menos atención. A Portugal creo que casi ninguna atención le prestamos. Hay más interés de allí hacia aquí que al revés. Muchísimo más. Hacia Marruecos tampoco hay mucho interés. Todo se basa en preocupaciones por la inmigración, el narcotráfico o la pesca, pero no hay un seguimiento constante. Tampoco hay gente que estudie árabe para poder entender mejor la cultura marroquí. Se viaja de vez en cuando porque se ha creado cierto interés turístico, pero no hay un interés genuino por Marruecos, Argelia o Túnez. Los arabistas son excepcionales. Hay más interés por América Latina, bastante más que hacia Marruecos o Portugal a pesar de la cercanía. Sabemos más de Argentina, Cuba, México, Colombia, Chile y de Estados Unidos, por supuesto. Pero, en cambio, veo que ese interés tampoco es muy constante. Echo de menos en mi formación haber estudiado más la historia latinoamericana, que está tan vinculada a España.
–Es nuestra historia, en definitiva.
–Se estudia muy poco y muy mal, con muchos estereotipos y de forma muy superficial. Nos falta un conocimiento real de lo que ocurre allí. Eso lo tapa la retórica de la «madre patria» que tanto se despliega en las cumbres iberoamericanas y demás. Es verdad que hay corresponsales en esos países y hay un flujo de ida y vuelta de información, pero creo que esa cooperación tendría que ser mucho más profunda. En la escuela nos tendrían que contar más del pasado de cada país, pero tenemos una especie de nebulosa que impide explicar por qué se independizaron. Cuando viajas por allí ves que cada país tiene visiones bastante diferentes de España; algunos son bastante críticos y otros tienen una relación mucho más afectuosa.
–Colaboras con la revista Luzes que edita el escritor y periodista Manuel Rivas. Además de recuperar la crónica y el análisis, el periodismo de la pausa, y de mostrar un diseño muy atractivo ¿Luzes es una manera de tender puentes sobre el Miño entre Galicia y Portugal?
–Por supuesto. Luzes la montó Manolo Rivas hace muchos años. Antes era una revista mensual, sobre todo literaria. Ahora ha vuelto a sacarla con Xosé Manuel Pereiro. Colaboré en un número el año pasado y la veo muy de vez en cuando. Me gusta mucho la puesta en página y el tono que tiene la revista. Intentan hacer otro periodismo más narrativo y cuidado, donde prime la crónica. La conexión con el mundo portugués, brasileiro y con la África lusófona es una de las constantes.
–Volvamos a tu trayectoria. A finales de los 90 dejas El País y te ficha ABC. ¿Fue como pasar de Marte a Venus o los periódicos se parecen cuando uno vive en las entrañas de su redacción?
–No soy monárquico, pero estoy en ABC gracias al Rey de España. Y a Nueva Zelanda. De hecho, un día tengo que escribir sobre esta anécdota. Es una propuesta que tengo que hacerle al director de ABC [el también gallego Bieito Rubido, que llamará por teléfono a Armada unos minutos más adelante] para que me deje hacer una tercera [página]. En 1998 yo trabajaba en la sección de Internacional de El País y me enteré de que el Príncipe Felipe viajaba a Nueva Zelanda y Australia en viaje oficial. Se lo dije a Soledad Gallego-Díaz, que era adjunta a la dirección, y le conté que desde pequeño había querido ir a Nueva Zelanda [ríe].
–Fuiste a la dirección del periódico como va un niño a pedirle a su padre que le lleve al parque de atracciones.
–¡No iba nadie a ese viaje! No se preveía que fuera a generar mucha información, pero aún así Soledad me dijo: «Ala, vete». Y me metí en el avión del Príncipe. Fue un viaje maravilloso, dimos la vuelta al mundo en quince días. En aquel viaje iba Catalina Luca de Tena, enviada especial de ABC. Nos hicimos muy amigos y un año después me llamó y me propuso ser corresponsal de ABC en Nueva York. Me quedé blanco. Igual que nunca había pensado en cubrir guerras, tampoco imaginaba irme a vivir a una ciudad como Nueva York. ¡Y menos para trabajar como periodista! Tampoco me veía trabajando en ABC, aunque me encantaba ya entonces El Cultural [creado por Luis María Anson y que ahora edita El Mundo]. Fue una decisión muy difícil. Lo que más me costó fue dejar de seguir la información de África. Llevaba catorce años en El País, había entrado en el 82, con Cebrián de director. Trabajar allí era mi ilusión desde mi época de estudiante. Recuerdo que le mandé una carta a Rosa Montero diciéndole que me encantaría escribir un día en El País Semanal y cruzarme por los pasillos con ella y esa ambición se hizo realidad.
Empecé a negociar con el director de El País, que en aquel momento era Jesús Ceberio. Duraron un mes las conversaciones. Ceberio reconoció que me habían hecho una oferta muy buena, pero no quería prescindir de mí. «¿Qué quieres que te demos para seguir aquí?» «Quiero África. Pero quiero África de verdad. Quiero ser jefe de una sección que se ocupe de ese continente y viajar allí mucho más a menudo para cubrir todo lo que ocurra, desde política a deportes o cultura». Después de un mes me dijo, literalmente: «No somos ni Le Monde ni New York Times para tener una sola persona dedicada a África». ¡El País, que era el periódico más importante de España!
–Y en un momento en el que la crisis del papel era algo que ni se barruntaba. Internet comenzaba a desplegarse en España.
–Y que coincidía con un momento en el que la inmigración africana comenzaba a multiplicarse en España. Había muchas razones para informar de dónde y por qué venía toda esa gente. Mis amigos de El País me decían que estaba loco, que no lo dudara y me fuera a Nueva York. Era una tentación muy grande. Al final decidí aprovechar esa oportunidad y no me he arrepentido.
Si comparamos a los dos periódicos nos encontramos con dos cabeceras muy distintas no solo desde el punto de vista ideológico. La manera de trabajar no tiene nada que ver. Puede sonar paradójico pero me he sentido muy libre para trabajar en ABC. Quizás porque estuve mucho tiempo de corresponsal. Cuando llegué aquí me di cuenta de que el control de la redacción en ABC era mucho más relajado. Tú sabes que estás en un periódico monárquico y de centroderecha, pero muy respetuoso con las peculiaridades de cada uno. En ese sentido, creo que aquí hay más libertad para crear tu propio estilo. En El País primaba la voluntad de hacer un libro de estilo mucho más riguroso, un afán de plasmar de forma más limpia todo. Es verdad que en El País destacan individualidades, pero costaba más cultivarlas. En Nueva York arriesgué con muchas cosas y me las aprobaron casi todas. Fue una etapa interesante para experimentar con el periodismo.
–¿Qué te llevaste de África para Nueva York, además de esa guerra que te siguió «hasta la otra orilla» cuando cayeron las Torres Gemelas?
–Un amigo me dijo: «No olvides de que en Estados Unidos se deciden muchas cosas que afectan a la vida de África». Tal cual. No solo en Naciones Unidas sino también en el mercado de capitales y materias primas. Me llevé de África muchos amigos y muchas lecturas. Escribí bastante sobre África desde Manhattan. Por ejemplo, cuando cubría las reuniones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
–Nunca he viajado al África negra, pero en Salvador de Bahía me sentí como si estuviera en Senegal o Guinea. ¿Tuviste la misma sensación en los barrios negros de Nueva York?
–El mundo afroamericano está muy presente en una ciudad que es italiana, china, checa, judía o griega al mismo tiempo. Los colores, el habla, la forma de vestir, los aromas, los templos religiosos… Cada barrio es un mundo. En Queens hay zonas étnicas que se entremezclan, como si aquel lugar fuera un edredón gigante hecho con miles de retales diferentes.
–De esas vivencias neoyorquinas te han salido varios libros.
–Fue una etapa muy productiva.
–¿Hasta qué punto sirve una anécdota para explicar la realidad?
–Tienes que ver en qué medida puedes sacar conclusiones de la anécdota, utilizándola como hilo conductor. A veces hacemos de la anécdota teoría y le damos una importancia que no tiene. El hecho de vivir en un país y tener la posibilidad de recorrerlo enriquece mucho. Di muchas vueltas por Estados Unidos. Sobre todo por su frontera con México. Siempre me interesaron las fronteras, pero es que aquella, por su propia naturaleza, por cómo fue diseñada y construida, por la fricción entre los dos países, por el cruce de inmigrantes constante, por las drogas, por la mercancía, por las diferencias entre las rentas salariales a un lado y a otro… Por todo eso, aquella frontera me parecía tan interesante que hice varios viajes por allí. Al final de mi estancia en Estados Unidos, le propuse a Ignacio Camacho, mi director en aquel momento, recorrer toda la frontera a modo de despedida. Mi mujer y yo fuimos haciendo zigzag, entrando y saliendo de México, desde San Antonio hasta San Diego. De ahí salió mi libro El rumor de la frontera.
–¿Ese gusto por las rayas de los mapas se debe a tu condición de vigués?
–Hombre, la raya está muy cerca, ¿no? Pero yo creo que es algo que nos obsesiona a todos a los que nos ha gustado la literatura desde jóvenes y hemos leído a Julio Verne, Salgari o las aventuras de Tintín… Ese gusto por los mapas, por dibujarlos y colorearlos, es un síntoma claro. Es lo que le pasaba a Conrad cuando se ponía delante de esos mapas de África que tenían todo el interior del continente por dibujar. La curiosidad del niño que abre puertas, ventanas y se mete en cuartos oscuros porque sueña con viajar a otros países es, a fin de cuentas, el principio del periodismo: viajar, ver y contarlo. Los que practicamos una profesión que te permite viajar, ver y escribir –como dice Salcedo Ramos– deberíamos pagar por esto. «Pero no se le puede decir a los jefes porque después abusan» [ríe].
–Regresemos a Nueva York. ¿Qué hacías cuando te enteraste que habían atentado contra las Torres Gemelas?
–Mi mujer y yo estábamos tomando un café en un Starbucks después de dejar a nuestra hija en la escuela pública. Estábamos entre la 32th y la Tercera Avenida. En aquella época el móvil y yo teníamos una relación un poco complicada. Vamos, que lo odiaba. En Nueva York los edificios tienen una especie de sumideros por los que echas la basura directamente. Una vez tiré el móvil por allí entre unos periódicos y lo encontró el portero sonando en medio de la basura. Tenía una relación un poco ambigua con el móvil.
–Ahora tienes Twitter.
–Sí, ahora me gustan mucho las nuevas tecnologías. Aquel 11 de septiembre me llamó el corresponsal que teníamos en Washington, Pedro Rodríguez. «Se ha estrellado un avión contra una de las Torres Gemelas. ¡Ponte las pilas!» Vivíamos en un apartamento en la 28th con Park Avenue South y lo primero que hicimos fue ir a nuestra casa porque desde la azotea se veían muy bien el Empire State y las Torres Gemelas. Mi mujer sacaría unas fotos desde allí y luego nos acercaríamos al World Trade Center. Ella paró en el piso 20 a recoger la cámara y yo subí directamente. Nada más llegar vi estrellarse al segundo avión contra la otra torre.
–¿Han sido los días más locos de tu vida periodística?
–Fueron muy intensos, pero no tanto como los días africanos. Los recuerdos de algunas escenas en Ruanda o Liberia son los que más me persiguen, pero lo de Nueva York fue tremendo. Aunque allí había distancia, no vi los cadáveres. Era espectacular porque los que idearon los atentados demostraron un conocimiento muy profundo de nuestra sociedad, de la forma en la que nos comunicamos, de lo que nos fascina. Hay casi una escuela norteamericana de cine relacionada con la recreación de catástrofes. Durante los 90 se deleitaron con la autodestrucción y Nueva York solía ser el escenario del fin del mundo. Los terroristas supieron responder muy bien esta pregunta: ¿Qué es lo que más asusta a los yanquis? Muchos neoyorquinos confesaban que aquello parecía una película.
–Si repasamos los blockbusters de Hollywood de los 90, el que no narra el impacto de un meteorito en la Tierra describe una invasión extraterrestre.
–Y siempre ocurre en Nueva York. Da igual que se inunde el país o vengan los marcianos. Desde el punto de vista icónico, esa ciudad está en nuestro imaginario de infancia. Da igual que no hayas ido, conoces Nueva York. En la secuencia de los atentados [los terroristas] demostraron una pericia extrema. Calcularon el timing para construir un telediario largo. El primer avión se estrella con los telediarios de la mañana en Estados Unidos, los del mediodía en Europa y los de la noche en Asia emitiéndose en directo. Los 180 minutos que transcurrieron entre el impacto y la caída de la segunda torre suponen casi un largometraje. Sabían de ingeniería civil y conocían que con la carga de combustible que llevaban unos aviones que iban a cruzar todo el país se podía derretir la estructura de los edificios, pero creo que les salió mejor de lo que pensaban. Desde el punto de vista del terror y del drama, fue impresionante.
–Una crónica que has incluido en tu Diccionario de Nueva York y que me llama mucho la atención es la que cuenta la historia de los sin techo que murieron en aquellos atentados.
–Fueron los últimos olvidados.
–Nadie se fija nunca en ciertos grupos sociales. Es una vergüenza que cargamos los que nos dedicamos a esta profesión.
–Falta, efectivamente, tratar de huir más a menudo de lo mascado. Kapuscinsky lo hacía muy bien y cronistas vivos como Salcedo Ramos han creado su propio estilo para escapar de lo obvio. Tras el secuestro de Ingrid Betancourt, él se fijó en un soldado que estaba en segundo plano: se había encargado de alimentarla cuando ella hizo una huelga de hambre. Salcedo pensó: «Aquí está la historia». Esperó mucho tiempo para ponerse en contacto con el soldado, ganarse su confianza y contar la historia de una figura en segundo plano, que no parece tan importante pero que resulta igual o más interesante que el testimonio de la protagonista de ese secuestro.
–¿Eso es trasladar la famosa frase de Robert Capa a la redacción de una crónica? «Si tus fotos no son suficientemente buenas es que no te has acercado lo suficiente».
–Usar teleobjetivo comprime la realidad y la deforma. Hay que acercarse mucho para hacer un buen trabajo y gente como Gervasio lo hace a la perfección. El caso de Salcedo Ramos no solo influye el acercamiento a la historia sino que contiene el fijarse en lo que no está en primer plano. Esas pequeñas historias ocultas pueden contar más sobre la verdadera naturaleza de un país que los titulares que se repiten cada poco. Es como fiarse de las declaraciones repetitivas de los políticos, frases que muchas veces no te aportan nada cuando no son mentirosas directamente.
–¿Cómo te gustaría que fuera FronteraD, tu proyecto paralelo, dentro de cinco o diez años?
–Me gustaría que fuera rentable para poder pagar como toca a los periodistas que colaboran. Me gustaría poder enviar a un cronista y a un fotógrafo a algún sitio durante un mes para que pudieran trabajar con el tiempo necesario para obtener un buen resultado. Me gustaría poder imprimir en papel más a menudo [recientemente publicaron un número especial de más de 400 páginas por el quinto aniversario de la revista]. También me encantaría apostar por nuevas formas narrativas y experimentar con infografías interactivas. El vídeo tiene mucho que decir en las revistas online. El cómic, también. Todas las fronteras son artificiales, decisiones humanas. Por eso nos llamamos FronteraD, una frontera digital que se puede salvar si nosotros queremos.
–¿El mayor placer que tiene un editor es…?
–Ver textos deslumbrantes, textos que casi no tienes que tocar. Es muy conmovedor leer un texto que tiene plasticidad, datos y buen estilo. De esos textos aprendes muchísimo. Otro aspecto importante de la revista es que nos da igual quién nos ofrece los temas. Tratamos de tener la mirada limpia y ver si el texto es bueno o no, al margen de que sea una firma conocida. Hay un diálogo muy interesante con cada autor. A mí me encantaba leer periódicos de chico porque aprendía una barbaridad. A día de hoy sigo recortando y guardando las páginas de la prensa que me gustan. Los pego en un álbum y hago comentarios al pie. No he perdido la costumbre.
Fotografías: Miguel Lucas Prieto