En España un médico recién licenciado que empieza a trabajar en la Seguridad Social cobra 900 euros al mes. Una habitación en Madrid cuesta unos 400, así que la vida que llevará el doctor en la capital estará seguro llena de estrecheces. “¡Así aprende!”, exclama la abuela del que acaba de estrenar diploma que apenas empezaba a quejarse porque nunca podrá comprarse la nueva Playstation.
¿Aprende? ¿A qué aprende? Aprende a vivir peor, a vivir con poco, a manejarse con lo esencial y a cuidarse de gastar más de lo poco que ingresa. Y eso es lo que a su propia abuela le parece constructivo. Lo cierto es que yo sólo soy capaz de verlo triste, sólo miserable, sólo lastimoso, sin destello de nobleza ni para él ni mucho menos para el país que no puede permitirse que alguien que ha estudiado durante más de seis años para ejercer la medicina tenga una Playstation último modelo como las que se venden a millones en Japón, en EE.UU. y todavía en España cuando las compran los padres.
Uno de los efectos a mi parecer más perversos de la crisis económica es haber recuperado una cultura del esfuerzo que más bien podría llamarse la “cultura del sufrimiento”. Estamos en un país de tradición católica y la abnegación ha sido siempre uno de los caminos escogidos por los beatos, pero si bien esta carestía autoimpuesta es meritoria para la moral de algunos, indiferente para la mía, la falta de medios y dinero, es dramáticamente clamorosa cuando viene impuesta por las circunstancias.
La obra del americano Philip Roth gira en torno a las posibilidades de realización en un mundo capitalista y competitivo. La mayoría de los protagonistas de sus novelas son profesionales (empresarios, profesores…) llenos de buenas intenciones y que tratan de alcanzar una santidad moderna y laica mediante la excelencia en sus profesiones. Nunca trabajan por dinero, sino por el bien de un hospital, una empresa o una universidad con el que se sienten íntimamente ligados. Ocurre aquí que hemos desplazado la atención desde el trabajo en sí hasta lo que debería ser considerado como una herramienta y una consecuencia: el dinero. Su escasez lo ha colocado como medida de todas las cosas y más que nunca se interpretan sus vaivenes, sujetos a impulsos que nos quedan tan lejos, como si fueran producto de la voluntad de una deidad merecedora de culto y respeto.
Hemos llegado a un punto en el que nos escandalizamos cuando el vecino no tiene qué comer pero nos alegramos cuando tiene algo menos. En el que parece que el sufrimiento ajeno es un bastón para que nosotros podamos enfrentarnos al propio.
Yo no necesito un santo, sino un médico que pueda suscribirse a una revista especializada sin preocuparse de si al mes que viene podrá pagar el gas.