Después de muchos años, vacié la piscina de casa.
Los vecinos, desde las ventanas que daban a mi jardín, se despidieron conmigo de las pelotas y colchones hinchables que ya no habría, de mis lecturas las tardes de verano sentado en su borde y de los gritos de mis primos y sobrinos mientras se divertían empujándose al agua o saltando uno tras otro. Fueron abandonando las ventanas cuando apenas quedaba agua.
Yo, sin embargo, resistí hasta convencerme de que no quedaba nada, como si temiese que un par de gotas de agua pudieran reproducirse durante la noche y obligarme de nuevo a pasar el mal trago de vaciarla al día siguiente. Debió correr la voz sobre lo que me había atrevido a hacer, porque me sorprendieron algunos curiosos deslizándose entre los árboles de mi jardín hasta llegar a la piscina, tras haber trepado el muro, para comprobar por sí mismos que ya no era sino un agujero.
Pronto me acostumbré a verlos saltar, corretear por mi jardín y, junto a la piscina, buscarme en las ventanas. Algunos parecían compadecerse de mí por tener una piscina muerta en mi propiedad, pero otros no podían contener la risa. Casi siempre venían los mismos, era raro que viese paseando solo por mi jardín a alguien a quien no había visto antes, los de siempre solían traer invitados ante los que reírse o compadecerse, erigiéndose en cicerones de la anécdota, mientras les miraba desde la ventana de la cocina.
Abandoné aquella casa ese mismo invierno, como había previsto a final de verano, y sé que nadie más ha vuelto a habitarla. Ignoro si aún no se han cansado de visitar mi piscina vacía.