Cuando se nos caen las ilusiones, la visión se nubla por un segundo. Tras el último momento de esfuerzo, alguien decide que ya todo terminó y el resultado es inamovible. Meses de esfuerzo y expectativas, lucha, dolor, sudor, convivencia en pos de alcanzar el gran objetivo y una vez en la brega, pequeños detalles, matices puntuales coronan a unos y sentencian a otros.
El pitido final resuena aún en mis oídos y yo solo soy capaz de caminar lentamente sin ver a nadie a mí alrededor. Oigo la algarabía de la grada ganadora, oigo gritos puntuales de quienes pasan a mi lado con una camiseta de otro color. Solo acierto a caminar, ni siquiera pienso hacia dónde voy pero el inconsciente me lleva lentamente a la boca de vestuarios. En el trayecto siento que alguien me toca, que otros me dicen palabras que suenan a balbuceos, alguno me agarra la cara con sus dos manos y trata de hacerme levantar la cabeza pero yo no siento nada, solo veo el verde del césped que segundos antes aún creía que era el campo de batalla en el que coronaríamos nuestros sueños. Hemos perdido, la gloria nos es ajena, solo nos queda el silencio y sentir como desde el momento en que el árbitro decidió poner fin a la contienda, me voy rompiendo a pedacitos poco a poco. Necesito intimidad, no puedo romperme delante de todos, no quiero compartir con nadie más que conmigo mismo el sentir de una derrota que no quería, con la que no contaba.
A pesar de los obstáculos, por fin llego a mi objetivo, en el túnel de vestuarios alcanzo a encontrar un rincón oscuro y solitario en el que recluirme. Allí doy rienda suelta a mis sentimientos. Lloro mi pena en ese rincón, solo. Un ser humano se rompe por dentro gritando en silencio, mirando a los ojos a una oscuridad que nos envuelve, respetando un silencio que nos completa la rabia, la impotencia, el dolor, la vergüenza. La derrota nos obliga a canalizar las emociones para adentro, sabiendo que sentimos lo que somos. Competimos, sobrevivimos y nos enfrentamos a las consecuencias de la derrota una vez que esta nos rompe por dentro. Pero mientras, a medida que nos vamos rompiendo, que nos dejan hacerlo a conciencia para vaciar nuestro cuerpo y nuestra mente de la miseria de una angustia sobrevenida, sin esperarlo empezamos levemente a sentir el alivio que la razón nos regala una vez que en nuestro interior ese Al Pacino delirante recién salido del palacio de la ópera asumiendo la muerte de su hija tras un grito sordo que nos heló la sangre a todos, calmó su rabia y empezó a volver a la vida. Lo cierto es que hasta ese momento no hay razón, no hay criterio, nos rompemos y punto.
Después ya no seremos los mismos, segundos después empezaremos a ser una versión mejorada por la memoria de un dolor que es nuestro, que es propio, parte de nuestra historia, el que nos hará reaccionar para afrontar la próxima vez.
Siento un brazo que me levanta y una cara seria que me mira preocupado. Me llevan al vestuario abrazado en manos de alguien que ha somatizado el proceso de una manera más rápida que la mía. El capitán me mira y no me dice nada, solo me lleva con él en un abrazo de hermano de valor incalculable. Me dejo llevar, agotando las pocas lágrimas que he podido gastar por el camino. Él me mira, me abre la puerta y me invita a pasar. Al sentarme veo el panorama a mi alrededor, no soy yo solo el que está roto, todos, los mismos que afuera estábamos dispuestos a dejarnos la piel por alcanzar la copa, todos están igual o peor que yo. Acierto a ver a quienes han encontrado su rincón y se han roto en consecuencia, veo a quienes aún están en pleno proceso de ruptura. Al fondo veo a unos elementos extraños que contrastan con el entorno. Son ellos seres ajenos, de corbata, con fuerza o cinismo suficiente para dibujar una sonrisa en la cara tratando así de mantener un ambiente que solo quiere silencio y rigor. El presidente, el director deportivo y su cohorte tratan de elevar la moral del equipo a base de sostener una sonrisa estúpida y recrear momentos con palabras, todas ellas inadecuadas. Siento que a mi lado, mi compañero pregunta sin encontrar respuestas, otro reniega de dios, de los santos apóstoles y de los mártires, en la costa saben jurar como pocos, yo no pude.
El tiempo va pasando lentamente y el nudo que tengo en el estómago empieza a ceder, las náuseas se hacen patentes y un ángel redentor, siempre atento vislumbra mi incomodidad y sin que nadie le diga nada se acerca y me ofrece un botellín de agua. Me mira beber y al terminar se acerca y con un leve apretón en el hombro y una mirada límpida logra que un segundo de paz se instale en el caos en el que estoy sumido, el utilero es el alma del equipo, el gestor del silencio, el dueño de la mirada dulce en el amargo instante de la incoherente loa a la desesperación que trae tras de sí tratar de comprender que no podremos ser campeones.
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Un pequeño revuelo se oye en la lejanía y la puerta del vestuario se abre de improviso. Veo que el entrenador entra y es inmediatamente acorralado por la guardia encorbatada que vigila la puerta, como jenízaros deseosos de demostrar su poder. Palabras huecas inundan el aire y el míster, roto, jodido y hastiado, vive su ruptura tratando de no ofender pero deseoso de partir algún hueso a quienes no entienden nada. El director deportivo toma la palabra y una sarta de innecesarias obviedades se expanden por la sala, posteriormente el presidente del equipo tira y afloja, exige y consuela a partes iguales para no decir nada y hacernos pensar que hay vida en otros planetas porque hay que ser un auténtico extraterrestre para no saber estar a la altura en una situación como esta. Miro asqueado el panorama y el entrenador suelta una perorata obvia que me duele en los oídos, le estoy perdiendo el respeto, ¡qué carajo nos está contando! Lo acabamos de vivir en directo, de sufrir en nuestras propias carnes, habríamos agradecido su silencio como un homenaje a nuestro dolor, a la ruptura que todos acabamos de vivir y que él tiene que sufrir como ninguno. Pero allí sigue, hablando. Se acerca y trata de tocarme, lo evito incapaz de mirarle a la cara, no tanto por vergüenza como por no transmitirle la rabia que siento en ese momento. Me levanto y me encamino a la ducha, allí el capitán me mira y asiente silencioso antes de empaparse de agua y soltar un grito que todo el vestuario escucha, el grito de la impotencia, el grito del jefe que llora la pena ajena antes que la propia.
Más relajado, vestido y con algo que beber entre las manos, espero a que todos estemos listos para irnos, nadie quiere permanecer en el lugar ni un minuto más. Mientras soportamos el paso lento de los minutos, alguien enciende una televisión que recoge el circuito cerrado en el que se puede escuchar la rueda de prensa. El entrenador ganador sonríe y contesta tópico tras tópico a las tópicas preguntas innecesarias de las que todo el mundo conoce la respuesta. Después una salva de aplausos, algunos sinceros, otros fariseos y cainitas, despiden al ganador.
Aparece en la pantalla un hombre que poco antes se había roto por dentro. Nuestro entrenador toma la palabra y agradece el esfuerzo de todos los componentes del equipo, tratando de minimizar nuestra responsabilidad mientras da un paso hacia adelante asumiendo su papel. Las preguntas hirientes las evita con monosílabos, las estupideces las honra como se merecen, con tópicos, las pocas preguntas pertinentes las contesta con rigor. Me siento incómodo por cómo respondí a su intento de consuelo, recupero la estima que le tengo, he sido injusto, una emotividad mal entendida me hizo pensar que estaba ante un hombre que no merecía el respeto que se le profesaba, estaba equivocado. Lo sigo escuchando y una emoción profunda me vincula a ese hombre cuando le escucho la respuesta a la última pregunta.
“Cuando uno se rompe, no queda otra que volverse a reconstruir con la sabiduría y la experiencia que proporciona la derrota. Sabemos cómo volver a empezar porque conocemos cuales son los pilares que nos sostienen. Es lo único que nos quedó en pie, los tenemos a flor de piel, a la intemperie. Construyámonos de nuevo, más fuertes, más sabios. Aprendamos de la derrota y volvamos a provocar todo aquello que nos interesa que ocurra. En silencio, orgullosos de haber sabido llorar por los rincones sin haber molestado a nadie. ¡No es fracaso, es aprendizaje!”
Con una sonrisa calma en la boca me voy a la puerta de salida. Allí una pequeña multitud se agolpa para recibirnos. Al segundo, cuando siento el aire fresco de la noche en la cara, un abrazo me envuelve en un olor cálido y conocido. Mi hermano me llora al oído y me grita lo grande que soy, lo orgulloso que todos están de nosotros ¡y eso que hemos perdido! Noto cientos de manos que me tocan al pasar y al final una mirada vidriosa me espera con una sonrisa rota y el rimmel haciendo del momento una parodia, al haber tomado vida propia. Mi novia me mira y sin decir una sola palabra me besa suavemente y me abraza. En ese momento las piernas no me sostienen, su abrazo me eleva y una calma desconocida me invade. Estoy en donde quería estar, sostenido y amparado. Su silencio me hace comprender que ella también entiende lo que es romperse por dentro, su silencio y su mirada me enseñan que somos lo que somos para que los nuestros se sientan orgullosos de cómo somos. Lo disteis todo, me dice. No os guardasteis nada, debéis estar orgullosos de lo hecho, el premio no es la copa, es el respeto de los vuestros y sobre todo, vuestro propio respeto. La vuelvo a besar como solo se besa a una novia y subo lentamente al autobús que nos llevará al aeropuerto. Dentro, el capitán me tiende su mano y me da las gracias. Emocionado por el gesto camino sintiendo algo más que los colores, respeto por mi equipo. Al fondo del bus un hombre marcado por mil experiencias se me acerca y con un leve movimiento me palmea el hombro, me sonríe y sigue su camino. El utilero sabe como ninguno el valor de la palabra y cuando esta no mejora el silencio, lo ejerce como el mejor profesional de todos.
Hemos vivido la derrota. No hemos alcanzado un sueño que fuimos construyendo desde niños, no sabremos si tendremos otra oportunidad, pero al terminar todo, en calma y ser capaz de hacer una pequeña composición de lugar, me siento bien, renovado por dentro, con fuerzas y bríos para tratar de intentarlo de nuevo, de fracasar mejor. Pero sobre todo me siento orgulloso. Orgulloso de mi equipo, de mis compañeros, de mi entrenador, de mi hermano, de mi novia y en deuda con mi utilero.