La playa de Pantín se descuelga entre verdes colinas. Las grandes olas se pierden en la orilla de arena blanca. Las casas de alrededor, pocas, separadas, casi en caída, invitan a querer vivir en ellas y dedicarse a escribir por las tardes, tras largas jornadas de surf, viendo el sol ponerse en el horizonte de forma reposada; a leer salpicado por las vistas de la zona de Finisterre y las líneas de los folios de un libro alguno, digamos Juventud, de Coetzee. Kilómetros y kilómetros de llano océano te separan de otra opción cualquiera de tierra. Las hortensias sacuden los jardines con la mejor verborrea posible, del mismo modo que los eucaliptos las curvas de ciertas carreteras próximas.
Mi relación con la tabla de surf es complicada, y así con el agua tan fría de esta zona de la península, pese al traje de neopreno. Me abrocho la sujeción al tobillo y me lanzo sobre las olas un poco a la deriva, sin ton ni son, y cada vez que intento ponerme de pie salgo disparado en una u otra dirección, rodando entre la espuma y chocando contra el fondo. Una chica rubia, novata también, hace lo mismo que yo; ambos tan distantes de los profesionales que cabalgan las crestas saladas más lejanas, donde crece la profundidad. Pero ella se balancea con elegancia, incluso cuando se cae. Yo no tengo tal talante. De mi primera entrada al agua salgo a los pocos minutos y me tumbo en la arena de forma rocambolesca, como quien encuentra tierra firme por primera vez después de muchos aňos, sintiendo la vida escurrírseme del pecho. Me acerco a las duchas y, concienzudamente, cayéndome el agua en la frente, meo dentro del traje con sumo gusto.
En julio, Galicia se deja oscurecer tarde. Y el mal tiempo parece fingido, algo falaz en mis días de paso. Sigo leyendo con ganas a Coetzee: «Es la primera manifestación masiva a la que acude: los puños alzados, las consignas coreadas, en general el exaltamiento de las pasiones le repelen. Solo el amor y el arte son, en su opinión, dignos de una entrega sin reservas».
Algunas noches dejamos la televisión puesta, algún programa de cocina o de cotilleos. Porque hemos venido a Galicia a hacer surf, descansar y comer bien. Sobre todo a descansar. Apagamos la luz dejando la ventana abierta, y vuelvo a encender y vuelvo a leer a Coetzee: «En realidad, no iría a terapia ni en sueños. La meta de la terapia es hacerte feliz. ¿Qué sentido tiene? La gente feliz no es interesante. Mejor aceptar la carga de la infelicidad e intentar transformarla en algo que valga la pena, poesía, música, o pintura». Y me duermo cómodo, con la suave brisa que serpentea desde la calle y por la habitación, aunque no creo que la gente feliz no pueda ser interesante.
Mi amigo y yo comemos tanto a cada rato que deducimos que volveremos rodando a Madrid. Tomates de la huerta, lechugas, chuletones, calamares, patatas, huevos, queso de tetilla, membrillo, cervezas, pulpo, pimientos de padrón, ginebra, tónica, galletas, pollo en salsa. Algún que otro helado.
Entramos al casino a perder unos chelines, como hacemos siempre en las nuevas ciudades que pisamos, y salimos habiendo ganado casi una fortuna, cinco euros cada uno, incluso algo sorprendidos de tanta suerte. La noche así pinta mejor para cualquiera. Para ser jugadores sin autocontrol tiene bastante mérito no haber perdido hasta los modales. Y lo cierto es que el autocontrol está muy sobrevalorado últimamente.
Desde una terraza de A Coruña, entre copas de ginebra, se ve a un barco pesquero partir a las doce de la noche, en busca de trabajo. Un chaval habla a su chica sobre el mundo y ese mundo que está y estará en manos de quién, dice. Suena una canción afónica. Un grupo de tres chicas se sientan no muy lejos de nosotros. Nada parece demasiado lejos.
Amanece en la playa de Riazor. Volviendo del garito, donde mi amigo y yo fingimos bailar porque ya nunca bailamos y no sé si alguna vez llegamos a hacerlo (él mueve un poco las caderas delante de las muchachas que le rodean, por si llamara su atención, y yo balanceo mis brazos algo amanerado), pregunto a una joven, rezagada de su grupo, por un sitio donde poder comerme un kebab a esas horas. Y entre frase y frase meto siempre un «carallo«, tanto que al final se enfada. Me dice que de dónde me he sacado eso de carallo. Le digo que los escritores gallegos siempre utilizan la palabra carajo, y que yo también, carajo. Me pregunta por los escritores gallegos que pueda yo conocer, pareciendo interesada. Titubeo un rato, tartamudeo, y al final le hablo de Alvite y de un par de columnistas de cierto nombre, moviendo las manos de un lado a otro, intentando aparentar algo, no sé el qué. Ella, cambiando la cara y un poco decepcionada, me dice:
–Bah, pensé que ibas a hablarme de Cunqueiro.
Y así veo cómo se va, contoneando las caderas, y desaparece entre la multitud. Puta vida, pienso. Si hubiera yo leído a Cunqueiro… Que casi le cito a Coetzee a voz en grito, por si colara: «Tener amantes forma parte de la vida del artista». Carajo.
La abuela de mi amigo, mientras reposamos la comida en unos sofás del porche, donde parece que el tiempo no pase o lo haga más despacio y con dulzura, me pregunta que si acaso su nieto es gay, pues aún no le ha presentado a novia alguna. O me dice algo parecido, que yo interpreto de tal modo. Le digo que no, pero que son tiempos difíciles para cualquiera.
A las cuatro de la madrugada, varias noches después, algo me despierta. O no me deja dormir. Son gritos. No logro comprenderlos bien. A la mañana siguiente, cuando me levanto (tres de la tarde), me explican que eran las gallinas quienes gritaban, pues estaban siendo atacadas por una especie de zorros, que las matan por la noche si se quedan sueltas.
La población parece envejecida, pero de un modo que resulta agradable, que incluso me planteo jubilarme algún día en un pueblecito gallego, como si la esperanza de vida fuera mucho mayor que en otros lados, entre comer tan bien, el mar cerca, los atardeceres vistos desde las verdes colinas. Coruña, Mera, Sada, Bergondo, Betanzos, Miño, Ferrol, Pantín… Da igual, toda la zona conquista de golpe. “Pasarlo bien, aprovechar la juventud, disfrutad, que esto se pasa volando y no vuelve»… nos repite a cada rato la gente mayor de los alrededores, y son cosas que, aunque los jóvenes finjamos no escuchar y a veces resulten pesadas, también a veces se agradecen. Juventud, de Coetzee, parece un acierto de lectura para este viaje: «Tenían casi decidido ir a ver una película; pero los poetas están obligados a vivir al límite, así que en lugar de al cine van a la habitación que ella tiene junto a la calle Gower, donde le deja desvestirla». Pero mi amigo y yo no tenemos muchacha alguna a la que desvestir y acabamos yendo al cine. Dulce, dulce juventud.