1.
Qué tal fue el concierto?, me pregunta Natalia, sentados en la mesa de la cocina. Es la mañana del 27 de marzo del 2018 y esa noche vamos a ver a Bob Dylan en su segundo concierto consecutivo en el Auditorio Nacional de Música en Madrid. Yo leo en el móvil crónicas del show del día anterior.
No dicen nada interesante, le miento.
Me gustaría responderle que muy bien, pero eso no sería verdad. Las crónicas están empapadas de un suave tono de decepción. Dylan ya no es el que era, parece que quieren decirnos, es un globo que se deshincha lenta pero irremediablemente. Le miento porque no quiero decepcionarla anticipadamente y nos contagiemos los dos de un ánimo funesto. Trato de protegerla no tanto de sus propias expectativas como de las mías. Podría arrepentirse de haber pagado ochenta euros por la entrada. Dylan tiene ya 76 años: es muy probablemente nuestra última oportunidad para verlo antes de que muera.
2.
Bob Dylan es una de las cosas más importantes que me ha pasado en la vida. Nadie me ha inspirado tanto, durante tanto tiempo, ni siquiera un escritor. En el móvil llevo su discografía entera. No he dejado de escucharlo desde que descubrí su música, hace diez años, y es tan vasta su obra, que aún hoy hay discos suyos que prácticamente no conozco.
Así, todo lo que se lee estos días sobre Dylan se me antoja de una banalidad y una estulticia superlativas. Hay gente que no entiende nada. Unos se disgustan con Dylan porque toca canciones de sus últimos discos en vez de tocar únicamente de los discos de la década de los sesenta, como si lo único que hubiera hecho en su carrera haya sido componer Blowin’ in the wind y Like a Rolling Stone. Otros parece que le exigen que a sus 76 años cante como cuando tenía veinte, tal vez como hacen los Rolling Stones, que se empeñan en seguir creyendo y hacernos creer que los años no pasan para ellos, sin darse cuenta que se han convertido en una banda de abuelos tratando de aparentar ser jóvenes enrollados. Hay pocas cosas más ridículas que una persona aparentando una edad que no tiene.
Dylan es un mito viviente que no puede llegar a ser comprendido plenamente, como la santísima trinidad. Y como la santísima trinidad, es muchas personas en una sola: crooner, profeta, cantautor, escritor, hombre enamorado, padre, divorciado, judío, converso católico, director de cine, pintor, músico decadente, ave fénix, premio Nobel de literatura, ha estado a punto de morir al menos en dos ocasiones, ha dado las entrevistas más ocurrentes que he leído nunca, ha compuesto cientos de canciones, ha dado miles de conciertos, incluso asegura haber sufrido una transfiguración. También ha fracasado, ha sido mundano y ridículo, vanidoso y convencional, habrá cometido los mismos pecados que cometemos el resto, puede que más. La genialidad sin embargo no se mide por la ausencia de errores, sino por el número de veces que se alcanzan las cotas habituales de excelencia, y Dylan las ha rebasado demasiadas veces. Cualquier comparación con otro músico resulta incómodamente desequilibrada. Tal vez solo Leonard Cohen y Neil Young soportan la comparación, aunque pierden. Y también la soportaría John Lennon de no haber sido asesinado. Dylan es tan grande que perdemos la perspectiva. No somos capaces de hacernos a la idea de las proporciones, como cuando a uno le hablan de los millones de años luz de distancia a los que se encuentra una estrella. Todavía estoy esperando que en Estados Unidos funda una religión en torno a su figura, y no entiendo que ningún psicópata obsesionado con él haya tratado de asesinarlo, como hizo Andrew Cunanan con Gianni Versace en 1997 o Mark David Chapman con John Lennon en 1980.
Él es el artista total. Me gusta contar que Dylan nunca en toda su vida ha trabajado de otra cosa que no fuera músico. Ni siquiera durante su época de universitario, en Minneapolis, cuando tras ser expulsado de un colegio mayor judío, se encontró sin dinero, teniendo que dormir en los sofás de amigos, cambiando de piso cada semana, y llegando a empeñar su guitarra para poder comer. Cuenta Howard Sounes en su biografía que nunca se le pasó por la cabeza intentar conseguir un empleo normal. Él sería músico o no sería nada. La música no es algo que pasó por su vida, un divertimento, una forma de llevarse mujeres a la cama; tampoco una profesión, una forma de ganarse la vida que haya tratado de estirar como un chicle; ni una forma de alcanzar la fama, de satisfacer un narcisismo hambriento de admiración. Él es como Picasso, emana de él una energía atávica, como un manantial creador inagotable. Dylan morirá mientras compone una canción, como murió Machado, escribiendo un poema. Me conmueve su vocación granítica. Bob Dylan es para mí una forma de estar en el mundo.
3.
En contraste con el exterior, un edificio de ladrillo poco lustroso con aspecto más de polideportivo de barrio que de templo de la música, el interior del Auditorio es majestuoso y solemne. Tiene algo de catedral moderna. Los graderíos y las tribunas en sombra envuelven un escenario bañado de luz amarillenta. Dylan queda en el centro: un anciano de pelo canoso y arborescente, vestido con chaqueta plateada y sentado tras su piano negro de cola. Le rodean sus músicos, los mismos desde hace decenas de años. El concierto se ajusta a lo esperado. Dylan canta con una voz ronca, arenosa, afilada, con la que parece hacer gárgaras. Las canciones antiguas suenan irreconocibles y en ocasiones el disfrute se reduce a lograr averiguar de qué canción se trata. Esta es Ain’t me babe, le chivo a Natalia, esta Highway 61 Revisited, esta Simple Twist of Fate. Natalia me contesta: ¿Sabes cómo se podría llamar la gira? “Averigua la canción”.
Me gustaría decir que disfruto el concierto pese a todo, pero lo cierto es que la música no logra interesarme demasiado. Tengo que esforzarme para permanecer atento a los compases, la cabeza se me pierde en pensamientos. Me preguntó qué buscamos cerca de 2.400 al acudir a verle. La gente acude a conciertos como una forma de consumir ocio, asiste un espectáculo en el que espera que el artista le entretenga, le sorprenda y le emocione. Sin embargo, Dylan ni sorprende, ni divierte, y si emociona, no lo hace a la manera de Bruce Springsteen, manteniendo a la gente coreando y gritando. Ver a Dylan es un acontecimiento incómodo. No deja de impresionarme lo viejo que está. Cuando se levanta a interpretar Melancholy Mood, de Frank Sinatra, camina renqueante dando pasitos cortos, con la espalda inclinada hacia adelante y balanceando los brazos para no perder el equilibro. El resto del tiempo permanece sentado al piano, no deben de aguantarle las piernas. Ver a Dylan es como asistir al ocaso de una estrella antigua y brillante. Acudimos no para escuchar sus canciones, que suenan mejor en Spotify, sino para verle a él. Es algo así como una experiencia religiosa. Somos los feligreses que acudimos a escuchar al profeta, ya sumo sacerdote, en el invierno de su vida. Aun en el caso de que haya sido bendecido –¿o condenado?– con el don de la longevidad, deben de quedarle pocos años de vida. Cualquier día nos despertamos con mensajes en Facebook lamentando su muerte. Antes de que ello ocurra, acudimos a adorarle. Por él deseamos ser bendecidos. A través de su intercesión anhelamos conectar con lo sagrado.
La cuestión no es por qué has elegido, a tus 76 años de edad, estar en Madrid, dando el mismo show que llevas ofreciendo desde al menos hace seis años, cuando te vi desde la séptima fila de una plaza de toros en Bayona. Te has cansado de contestar a esa pregunta: eres un nómada, un juglar, das vueltas por el mundo como el director de un circo ambulante. Eres un alma salvaje y solitaria, contestaste en una entrevista. Lo cierto es que pareces divertirte. Al fin y al cabo, eso es lo que eres y a lo que te reduces: una persona que canta. Eso es lo que has hecho toda tu vida. Igual no puedes hacer otra cosa, igual no sabes hacer otra cosa, igual no te apetece una mierda hacer otra cosa. Pero la cuestión es otra. Sucede que te vas a morir y puede que eso lo cambie todo. Eres un mito pero no eres Dios, eres grande pero no eres eterno, eres admirado pero serás olvidado.
Eso lo sabes, ¿verdad? ¿Qué te parece, Dylan? ¿Cómo lo llevas? Te imagino pensando en tu muerte mientras de limpias los dientes envuelto en la bata del hotel Palace, mientras miras la forma de las nubes desde la ventanilla de un avión que te lleva a tu próximo concierto, en uno de esos enormes autobuses negros dejando atrás ciudades que ya no te molestas en recordar sus nombres… ¿O es solo un tópico más que los ancianos penséis a menudo en la muerte? A lo mejor lo único que te preocupa es que cuando te traigan la comida la carne no esté demasiado dura y la fruta demasiado blanda, si se habrán vendido suficientes entradas en Génova, Venecia y Verona, en que deberías llamar a tus hijos, con los que hace semanas que no hablas, aunque no te apetezca demasiado. Eres un viejito que tendrá que tomar tus pastillas para la tensión, para el azúcar o para el estreñimiento. Puede que estés preocupado porque comienzas a perder la vista o a olvidar las cosas, o porque se te hinchen las piernas y los pies ya no te entren en los zapatos. Me pregunto también si te depositas en alguien, si estás enamorado, si compartes tu cama con una mujer. ¿Hay alguien a quien puedas contar tus pesadillas y a la que confíes tus sentimientos? ¿Alguien te conoce, Dylan? Me gustaría saber cuál es tu estado de ánimo. Tal vez seas presa de esa pesadumbre y melancolía que destila Time out of mind, tu disco de 1997, uno de mis favoritos, en canciones como Not Dark Yet, o Trying to get to heaven. ¿Sigues creyendo en Dios? En una de tus últimas entrevistas dices que todavía tienes fe y ves la mano de Dios en todo. Pero, ¿de qué Dios? Desconozco si sigues teniendo fe en Yahvé, en Jesucristo o si, como yo, no podrías creer ya en ninguna religión tradicional aunque todavía te interese todo lo que desprende el olor de lo sagrado. Yo me sigo emocionando cuando pongo el vinilo de Saved, de 1980, que pertenecía a mis padres y suena Pressing On. Tal vez ni siquiera crees en el más allá. A lo mejor te has dado cuenta que la vida ya sea suficiente por sí misma, que todo cielo y todo infierno, toda gloria y toda condena existen ya en este mundo. Tal vez por eso has decidido con sabio hedonismo exprimir todo el placer que te puede brindar todavía la vida y por eso sigues dando conciertos, alimentándote del cariño del público, recreándote en sus aplausos, encontrándote en sus silencios. Eso es lo que me hace pensar uno de los fragmentos de tu discurso del Nobel. En él citas un pasaje de La Odisea en el que Ulises visita a Aquiles en el inframundo. Aquiles se muestra arrepentido de haber fallecido demasiado joven, porque tras la muerte no hay inmortalidad. Cualquier forma de vida en el mundo es preferible a estar muerto en el inframundo. ¿Estabas hablando de ti, Dylan, cuando escribiste eso? Quizá tú mismo no sabes qué creer y te encoges de hombros con humildad ante el misterio de la muerte. Quizá no quieres pensar en ello, lo evitas en la medida de lo posible, y por eso continuas inmerso en una gira sin final, en un movimiento constante que esquiva las grandes preguntas –que son amigas del silencio y la calma–: porque te da miedo pararte y preguntarte: ¿y esto es todo?
En última instancia, la pregunta que me gustaría hacerte en caso de cruzarme contigo, es: ¿cómo se hace para envejecer, Dylan?Imagino también tu respuesta: te lo tomarías a risa, me contestarías de forma enigmática, tal vez citarías el Apocalipsis de San Juan, o las Meditaciones de Marco Aurelio y yo no sabría si me estás tomando el pelo o estás haciendo como esos monjes budistas, que nunca responden directamente a las pregunta de sus aprendices.4.
Cumplí hace unas semanas veintinueve años, que son casi treinta pero todavía no. Por primera vez en vida me siento mayor. No viejo, pero tampoco ya joven. Fue en un concierto de Kinder Malo y Pimp Flaco en el que constaté que existe una nueva generación más joven a la cual yo no pertenezco, y para las cuales mis pantalones pitillos, mis camisetas de Oasis y Arcade Fire, y mi chupa de cuero, eran retales de otra época. Hasta ese momento yo me había sentido en la cresta de la ola de la modernidad. Detrás de mí no había nadie. Al ver a aquellos adolescentes y tardoadolescentes, sus chándales de Adidas, cortes de pelo con fuerte degradados y zapatillas de colores chillones me di cuenta que me había hecho mayor.
Me he hecho mayor sin violencia. De forma natural, ya no me apetece tanto emborracharme por el placer de hacerlo –aunque siga haciéndolo–, me siento satisfecho si logro despertarme temprano y sin resaca un fin de semana, me planteo los beneficios de vivir en el campo, y le pregunto a mis padres si convendría que abriera un plan de pensiones. Algunos de mis amigos se hipotecan, otros tienen hijos y los que siguen saliendo sábado tras sábado pasan de ser objeto de envidia y admiración a lástima y preocupación. La posibilidad de tener hijos ya no resulta una amenaza exterminadora de mi libertad sino que se abre como un interrogante que a lo mejor me decido a responder un día. He perdido la juventud y lo que más me sorprende es que no me da demasiada pena. En la víspera de los treinta, no hay crisis sino plenitud. Me encuentro tal vez en la cima de mis potencias, en el verano de mi vida.
Es cierto que a medida que uno va viviendo y se acumulan las elecciones también disminuyen las posibilidades. El futuro ya no es pluripotente ni pluribosibilista. Terminas el colegio, estudias una carrera y luego sigues estudiando másters y cursos sin que nadie te explique cuando estarás lo suficientemente formado; eliges una ciudad para vivir y pagas un alquiler caro que te parece mejor que cualquier hipoteca barata porque te dices que no cometerás el error de tantos españoles antes que tú; aprendes a desempeñar un tipo de trabajo que a veces no tiene nada que ver con la carrera que estudiaste y cuyo sueldo tampoco tiene nada que ver con la carrera que estudiaste; te enamoras, te vas a vivir en pareja y te casas, o no te casas pero vives como si estuviera casado; o tienes varias parejas y no te acabas de enamorar o no se acaban de enamorar de ti y después de muchas batallitas amorosas sigues medio solo y la libertad deja de parecer tan guay cuando va acompañada de una soledad que te parece tan guay… Te comprometes con tu vida y descubres que hay pasos que no puedes desandar. Pero al mismo tiempo, descubres, que es más sabroso un presente elegido, del que te sientes dueño, que todos los posibles futuros juntos que aún no te pertenecían. Es tu vida y te gusta, tal vez no todo el tiempo, pero te esfuerzas porque te guste y a menudo lo consigues.
He descubierto que la vejez no sólo existe, sino que también me espera a mí (si no me alcanza antes la enfermedad y una muerte prematura). Cuando era joven deseaba que el tiempo siguiera hacia adelante, tenía impaciencia por lo que el futuro deparara, que lo imaginaba repleto de promesas: ser más libre, más poderoso, más sabio, más amado. Ahora que me he hecho mayor el futuro sigue manteniendo sus promesas, todavía espero muchas cosas que no han ocurrido y me esfuerzo con ahínco porque un día sean reales. Sin embargo, junto a las promesas anheladas, ha tomado contorno una certeza: la muerte. Un destino lejano, del que me separa un camino largo y tortuoso, como la ruta que el protagonista de Alessando Baricco recorre de Francia a Japón para comprar seda. Y antes aún, temo que lleguen las fatalidades y las desdichas. Yo que he sido una persona esencialmente optimista me sorprendo imaginando que me diagnostican una enfermedad neurodegenerativa, sufro un accidente de moto y quedo parapléjico, que Natalia muere de forma fulminante debido a una malformación arteriovenosa cerebral, que tenemos un hijos o una hija con retraso mental profundo.
5.
El abuelo de Natalia murió cinco días después del concierto de Dylan. Había nacido cuatro años antes que él en un pueblo de Castilla. Fue un señor impetuoso, que se hizo a sí mismo. Como niño de la guerra, vivió la miseria y el hambre. Uno de los primeros recuerdos que conserva, me contó Natalia, es la imagen de un hombre huyendo por campo abierto y dos disparos en el silencio que lo abaten; luego unos hombres portan el cadáver encima de una escalera. En la posguerra él y unos amigos caminaron durante una semana desde cerca de Talavera de la Reina, hasta Segovia, atravesando la sierra de Gredos, para buscar trabajo como jornaleros. Así estaban las cosas. Ya casado, vivió una temporada en el País Vasco, trabajando en los Altos Hornos. Tuvo cinco hijos, trabajó a destajo, compró animales y una nave. Construyó su propia casa. Al pueblo fueron llegando el agua, la electricidad y la televisión. Sus hijos se hicieron mayores, se fueron a Madrid y se casaron también. Aprendió a conducir siendo ya mayor. Tuvo nietos. Y todo el tiempo siguió trabajando y mandando sobre los suyos. Cuando le conocí el año pasado era ya un hombre mayor. Me senté junto a él, con las piernas cerca del braseo, y con curiosidad le hice una pregunta tras otra sobre su vida y sobre una época que yo no he vivido. Él, complacido por mi interés, me contestó. Dice Cicerón en su librito Sobre la vejez que esa es una de las cosas más gratas que quedan a los ancianos: ser buscados y escuchados por los jóvenes, los primeros encuentran placer en contar lo que saben, y los segundos en escuchar y beber de la sabiduría de los que han vivido mucho. En un momento dado le dice a Natalia, que acaba de volver a España después de unos meses en Buenos Aires: tú has viajado mucho, pero yo conozco la tierra. Hay cierta reivindicación en su forma de dirigirse a nosotros. Más tarde me enseña sus gallinas, también cuenta que sigue conduciendo, parece quererme mostrarme quién fue él y quién sigue siendo. Meses más tarde, él y su mujer vinieron a nuestra boda en el centro de Madrid. Habían perdido la cuenta de los años que llevaban sin venir a la capital, que para ellos estaba tan lejos como para nosotros Los Ángeles. Los sentamos cerca de nosotros, tratando de que se sintieran importantes, pero hablaron poco, apenas participaron de la celebración. Imagino que se sentía fuera de lugar. ¿Qué pensarían de toda esa gente joven? ¿Comprenderían este mundo que cada vez es menos suyo?
A finales de marzo lo ingresaron en el hospital, donde le diagnosticaron un cáncer de estómago con metástasis hepáticas. Fuimos a verlo. Lo encontré débil, no abría los ojos, respiraba con dificultad, hablaba susurrando, no quería o no podía comer. Necesitaba la ayuda de los demás para levantarse de la cama al sillón, para comer, para todo. Me dio la impresión que no le quedaba más que un hilito de vida. Fue la última vez que lo vi con vida. Falleció una semana después en su casa, en su pueblo, como él quería. El funeral y el entierro fueron tristes y al mismo tiempo bonitos. Las cosas tristes a veces son las más bellas. Un sacerdote muy joven ofició el funeral ante una iglesia llena de gente muy mayor. Sorprendentemente no me aburrí, fue una misa cargada de sentimiento y trascendencia. Comparó el alma del abuelo de Natalia con un cirio que ardía junto al altar. Nuestra alma ha de arder para poder alcanzar a Dios. Encontré bella la metáfora, vivamos ardiendo. Al terminar el funeral la abuela y sus cinco hijos salen frente al altar y se colocan a lado del féretro mientras los ancianos caminan por el pasillo central, y al llegar frente a ellos agachan con la cabeza, dando así el pésame a la familia y despidiéndose del difunto. La escena es durísima. Días después Natalia me dirá que aquellos ancianos se despedían de su abuelo en la iglesia como nosotros fuimos a despedirnos de Dylan a su concierto. Terminado el funeral,Una procesión de coches acompañamos al coche fúnebre a través de las estrechas calles del pueblo hasta el cementerio. Un sol frío alumbraba el cielo y las nubes, arrojando unos claroscuros llenos de matices. El campo, de un verde brillante, brillaba como si estuviera saturado de clorofila y agua. Las lluvias de marzo habían hecho brotar florecillas amarillas por todos lados, que cubrían como un manto los prados. A Natalia el cementerio le recordó el de Volver de Almodóvar, a mí me recordó a todos los cementerios en los que he estado. Tumbas de piedra y cipreses, rodeadas por un muro de ladrillo, por encima del cual se vía pacer a las ovejas y a lo lejos las casas del pueblo enclavadas en mitad del campo, tan lejos de Madrid y del mundo, como si pertenecieran a otra época de la historia. Los vestigios de algo que se está yendo.
Permanezco tranquilo durante los ritos funerarios. Siempre he encontrado dentro de mí una inesperada serenidad ante la muerte de mis abuelos y mis tíos. Dice también Cicerón que la muerte de un joven es violenta como cuando una llama es sofocada por una gran cantidad de agua, en cambio la muerte llega a un anciano de forma natural, como un fuego que se extingue espontáneamente, consumido por sus propias cenizas. Lo compara también a una fruta, que cuando está todavía verde cuesta trabajo arrancar de los árboles, mientras que cuando está madura y en su punto, cae sola. De vuelta a Madrid, me recorre una honda emoción. Le digo a Natalia: puede que llegue un día que ya no se entierre a más gente en este cementerio, cuando el pueblo se haya vaciado y ya no le quede ni futuro ni presente, solo pasado. No mueren los ancianos, están muriendo también los pueblos, y con ellos se va perdiendo la memoria viva de una época, de algo que es nuestro, pero que empieza a dejar de serlo. Los días siguientes los dos hablamos mucho sobre el paso del tiempo. Sobre nuestros padres, que están a punto de jubilarse, y los padres de nuestros amigos. Ellos también se han hecho mayores. Ahora somos nosotros los que nos comenzamos a preocupar por ellos, y no al revés. Nos preguntamos a qué dedicarán su tiempo y si sabrán dar sentido a su vida en esta nueva etapa de su existencia. Nos preocupa si podremos cuidar de ellos con la misma generosidad que ellos han cuidado de nosotros. Su mundo ahora es más nuestro mundo, que a su vez dejará un día ser nuestro mundo para ser el de nuestros hijos. La historia de la Humanidad se me antoja así una carrera de relevos en el que cada generación corremos hasta nuestra muerte para ceder el turno a la siguiente. Se marcha irremediablemente el siglo XX. Nuestros hijos hablarán de la dictadura y del rock&roll, de Franco y de Bob Dylan, como nosotros de las guerras carlistas y la pérdida de Cuba y Filipinas, una lección del libro de un libro de Historia, una entrada Wikipedia.
6.
He tardado un mes en escribir y reescribir este texto. Las palabras a veces tardan en depositarse sobre las experiencias. Ni siquiera sé si estas son las correctas, pero son las mejores que he encontrado. Vuelvo a Dylan; su vida, como la de nuestros abuelos y nuestros padres, se va agotando, como agua que se escurre entre los huecos que dejan los dedos. Entre mis manos en cambio siento todavía mucha agua. En estos días soy muy consciente del misterio tremendo y fascinante de la muerte, pero también del misterio el tremendo y fascinante de la vida. Es asombroso estar vivo. “He not busy being born is busy dying”, dice Dylan en It’s Alright Ma (I’m Only Bleeding). “Quien no está ocupado en nacer está ocupado en morir”. Hay que arder como ese cirio. Hay que morir viviendo.