He aquí que, hace cientos de miles de años, el hombre apareció sobre la tierra. A su alrededor todo es lucha, combate. Todo cuanto vive tiene garras, cuernos, plumas, colmillos, caparazones, conchas o veneno para atacar, para defenderse, para atrincherarse o para huir. Él, el hombre, no es bastante rápido en carrera, y su peso no le permite buscar asilo en los árboles. Desnudo frente a un mundo hostil, no tiene más que sus manos. Tiene que aprender a vivir, a sobrevivir.
No había más que la tierra, hostil y fría.
Jacques Brosse, Cien mil años de vida cotidiana. (Editions du Pont Royal, 1960)
Nuestros antepasados más remotos se vieron obligados a abandonar su plácida vida arborícola cuando los bosques subtropicales que habitaban desaparecieron a causa de un brusco cambio climático. Nadie hubiera apostado gran cosa por la subsistencia de su genoma. En el suelo eran frágiles, lentos y poco resistentes. La típica especie destinada a extinguirse por culpa de la violenta alteración de su hábitat.
Sin embargo, se alzaron sobre sus patas traseras y se convirtieron en bípedos. Y esta circunstancia tuvo repercusiones de todo tipo. Por un lado hemos heredado la propensión a sufrir dolores de espalda y problemas en las articulaciones, ya que las vértebras, las rodillas y los tobillos no estaban diseñados para soportar el peso de nuestro tórax.
La pelvis tendió a estrecharse para evitar hernias, lo cual empezó a dificultar los partos. Sobre todo cuando nuestro cerebro se desarrolló rápidamente y el cráneo no tuvo más remedio que ensancharse. La solución a esta última circunstancia, por cierto, fue la de nacer en estadios de desarrollo menos evolucionados que la mayoría de los mamíferos. El parto del ser humano es el más complicado de todos, a causa de la proporción entre la anchura de la cadera femenina y la del cráneo del feto. Aún y así, los recién nacidos humanos tardan años en poder valerse mínimamente por su cuenta.
No obstante, la postura bípeda tuvo enormes ventajas. Las manos quedaron libres de su función motriz (inicialmente, el pulgar que se opone al resto de los dedos servía para agarrarse a las ramas) y pudimos empezar a usarlas para arrojar objetos como lanzas o piedras, y también para manejar otros utensilios. Incluso para fabricarlos.
Y después aprendimos a hablar, lo cual acabó de disparar nuestra inteligencia y nos dio una ventaja abismal respecto a la mayoría de nuestros rivales. Nos organizábamos mejor y más rápido que cualquiera de nuestros competidores y podíamos dejar constancia a nuestros descendientes de nuestros descubrimientos.
Y finalmente vencimos el miedo ancestral al fuego que (lógicamente) padecen todos los seres vivos. Y lo domesticamos. Fue un paso de gigante que nos distanció del resto de los mamíferos y nos acercó a los dioses. En todo caso, nos sobrepusimos a nuestro destino de especie condenada a la desaparición. Incluso empezamos a enterrar a nuestros difuntos acompañándolos de ritos funerarios, como embadurnarlos de arcilla de color sangre. En cierto modo, empezamos a atisbar la eternidad.
Y fue por aquellos tiempos que aprendimos a guerrear.
Jane Goodall, la célebre primatóloga inglesa, fue la primera en documentar una guerra entre primates no humanos. Durante varios años asistió a la confrontación entre dos clanes de chimpancés que sólo terminó con la aniquilación de uno de uno de los bandos.
«Durante años luché para aceptar este nuevo descubrimiento. A menudo, me despertaba en medio de la noche y venían a mi mente terribles imágenes: Satan [un macho Kasakela] ahuecando la mano debajo de la barbilla de Sniff para beber la sangre que manaba de una gran herida de su rostro; el anciano Rodolf, por lo general bondadoso, completamente erguido para lanzar una roca de dos kilos sobre el cuerpo postrado de Godi; Jomeo arrancando a tiras la piel del muslo de Dé; Figan golpeando una y otra vez el cuerpo tembloroso y malherido de Goliath, uno de sus ídolos de infancia. Y, tal vez lo peor de todo, Passion atiborrándose con la carne del hijo de Gilka, con la boca manchada de sangre como un grotesco vampiro de las leyendas infantiles», describió una afectada Goodall.
Nuestras primeras guerras no debieron ser muy distintas. El genoma tiende a imponerse, y, para lograrlo, lo más práctico es aniquilar a la competencia. Conquistar sus territorios y evitar futuras amenazas. Es el lógico origen de las guerras de exterminio. Emociones tan arcaicas y fundamentales como la ira o el odio, que actualmente tienen una reputación muy negativa, nos ayudaron a prevalecer.
En esta sección de Negra Tinta hablaremos de la historia de los diferentes aspectos de la guerra entre seres humanos.
Las guerras han sido el factor que más ha influido en la historia de las civilizaciones. Todos descendemos de clanes que ganaron sus guerras. Porque aunque no hay nada tan odioso y terrible como las guerras, es mucho mejor ganarlas que perderlas. Y la historia nos ha enseñado que son inevitables, porque llevamos en el genoma la determinación de prevalecer.