Miles de personas siguen viviendo en pleno corazón de Europa en las peores condiciones imaginables. Son los grandes olvidados de occidente y una mancha en la ya escasa dignidad de Europa.
Un aeropuerto abandonado. Un paisaje frío y desolador con columnas de humo negras saliendo de numerosos sitios que impregna el lugar con un fuerte olor a plástico. La gente vive en contenedores de barco; no hay agua caliente, no hay electricidad; se ven niños jugando a fútbol con pelotas improvisadas, paseando con bicicletas destartaladas que parece que van a desmontarse en cualquier momento y adultos deambulando por este desolado paisaje. Sin ningún rumbo ni objetivo. Sin nada que hacer. Sin ilusiones. Sin esperanzas. Algunos de ellos calzan chanclas de verano con un frío penetrante que te va calando poco a poco. Vehículos militares patrullando la zona y controlando quién entra y quién sale sin demasiado entusiasmo ni diligencia. ¿Acaso ha habido una catástrofe natural? ¿Se trata de un paisaje de cartón piedra creado para alguna película de zombies que tan de moda están ahora?
Este paisaje post apocalíptico es totalmente real y no, no se trata de un país lejano, de esos que a veces nos enseñan en la tele mientras comemos y hace a veces hasta que paremos de comer diez segundos para decir “qué pena, pobres”, para acto seguido seguir disfrutando de nuestra comida sin volver a pensar en lo que hemos visto. Todo esto está pasando en el corazón de Europa, en lo que se considera “la cuna de nuestra civilización”. Lo arriba descrito es el campo de refugiados de Nea Kavala, Grecia, este año, este mes, ayer hoy y mañana. Eso si, en un lugar bien escondidito, un lugar apartado en medio de la nada, no sea que la gente lo vea y les provoque malestar. Estamos en Europa, pero nadie lo diría.
Después de conducir unos cuantos kilómetros desde Polikastro (la ciudad más próxima) y cogiendo un desvío que no lleva a ningún sitio, en el horizonte divisamos lo que parece una zona portuaria, gris y llena de contenedores de transporte, todo cercado con vallas y rodeado de campo y pequeños montículos. Nos acercamos a la única entrada de la que goza este Campo, donde el ejército griego tiene su check point y desde donde entramos al campo después de enseñar nuestro pasaporte y acreditaciones ante unos militares, sentados en sillas de plástico detrás de una mesa bastante precaria y rodeados de perros vagabundos. Sí, están ahí, pero todo su gesto corporal indica indiferencia, que preferirían estar en cualquier otro lugar, que no pintan nada ahí. En realidad esta indiferencia parece que es la tónica general del campo de Nea Kavala, un campo con unos 700 refugiados, muchos de ellos niños, procedentes de Siria, tanto árabes como kurdos, olvidados por todo el mundo. Se estableció en febrero del 2016, convirtiéndose en campo de refugiados oficial tras el cierre de otros campos no oficiales como Idomeni, a pocos kilómetros de aquí.
Entrar en él provoca una sensación extraña; la vida brota por todas partes, hay niños jugando y gritando, adultos paseando, una mujer sentada cocinando delante de un improvisado fogón del que sale un desagradable olor a plástico quemado: cualquier cosa sirve para mantener viva la llama. Por un momento, si consigues obviar el entorno, todo parece normal y la vida parece seguir su curso, pero basta con fijarse un poco para ver que es sólo un espejismo: los niños que juegan a fútbol en realidad lo hacen con una pelota de básquet pinchada y algunos de ellos ni siquiera llevan zapatos; otros pasean en enormes bicis que hacen que se caigan una y otra vez. Si sigues a alguno de sus habitantes un rato, te das cuenta de que sus caminatas no van a ningún lado, sólo desde un sitio del campo a otro, para volver después al punto de inicio.
La cosa se hace más evidente a medida que te adentras en dicho campo: hay gente que mira, algunos te saludan, la mayoría parece que ni siquiera te ven… Viven dentro de contenedores donados por las Naciones Unidas; familias enteras, durmiendo en el frío suelo y sin ni siquiera un triste colchón, sólo mantas para intentar combatir las bajas temperaturas de la noche y no quedarse congelados. Hacen colas para comer y cenar, una comida proporcionada por el ejército griego, que para deshumanizar aún más la situación si cabe, cubren sus manos con guantes de látex y sus bocas con mascarillas como si tratasen con apestados. No tienen más ocupación que deambular en medio de los otros containers o salir a andar por el camino que lleva al campo en busca de madera, papel, plásticos, o cualquier cosa que pueda quemarse para calentarse. Las condiciones de frío son tales que han llegado a quemar las tiendas de plástico en las que vivían antes de que llegaran los contenedores en un intento de calentar su nuevo ‘hogar’. Aún así, muchos nos explican que lo peor de la situación es no tener nada que hacer en todo el día y todo el tiempo del mundo para pensar. Pensar en la guerra, en lo que tenían y han perdido, en su futuro y el de su familia, o más bien en su no futuro. Así es cómo viven desde hace más de un año miles de refugiados sirios que han escapado de la guerra; este campo es sólo un ejemplo, y aunque parezca increíble, no es el peor de ellos. En el cercano campo de Cherso, los refugiados siguen malviviendo en tiendas de campaña donadas por las Naciones Unidas y sin los servicios más básicos. Mas de 60.000 sirios y afganos siguen en campos de refugiados en toda Grecia; nadie los quiere, son los apestados de Europa. Sin ir más lejos ,España prometió acoger a 18.000 antes de que termine 2017 y por ahora han llegado 687, todo un ejemplo de solidaridad…
A muchos de nosotros parece habérsenos olvidado que son humanos y, cuando hablamos de sirios, ya sólo hablamos de números: setecientos sirios en el campo de refugiados de Nea Kavala; 600 sirios en Cherso; un millón y medio de sirios en el Líbano; mueren 50 sirios en un bombardeo en Alepo. La frialdad de los números parece que nos hace olvidar que también son personas, como tú y como yo, con sus historias y sus vidas, con sus alegrías y sus penas, con sus preocupaciones y esperanzas, una vida truncada con la mortífera guerra que se libra en su país y que ya va por el quinto año. La gran solución de Europa ha sido encerrarlos como a animales en penosas condiciones. Hay una peligrosa escasez de esperanza en los campos. Sólo un puñado de voluntarios internacionales intentan mejorar el día a día de esta gente. Hay una escuela improvisada donde enseñan inglés y algo de matemáticas para intentar simular una normalidad que se cae a las primeras de cambio: no tienen libros ni tampoco traductores. Un improvisado ambulatorio de la Cruz Roja en una tienda de campaña y un mercado de ropa que funciona sin dinero gracias a las donaciones internacionales completan los escasos servicios con que cuentan esta gente en Nea Kavala. Son los grandes olvidados de Europa, ya no salen en los medios, ya casi no se habla de ellos, pero siguen allí. ¿Hasta cuándo mirará Europa hacia otro lado?