Ilustración: Seisdedos
Construíase una vez una nueva autovía, otra más. Una gigantesca zanja, de unos cien metros de anchura, atravesaba el territorio como una puñalada titánica. Sobre la trinchera de tierra rojiza y apisonada se movían pesadas máquinas cual insectos postnucleares fugados de una película de serie B. A veces se escuchaba el eco de explosiones lejanas: era la voladura de laderas y colinas, dinamitadas para abrir paso al asfalto. Más que una autovía en construcción, aquello parecía el ensayo general para la colonización de Marte. Y allí estaba yo, trabajando con la ínfima categoría de peón auxiliar de arqueología, por cuanto la ley obliga a los constructores a financiar una excavación si aparecen restos en el lugar. Obligación que cumplen —cuando la cumplen— con notorio disgusto. Quizás porque, en el vértigo de sus burbujas y sus pelotazos, no han tenido tiempo de asimilar que algún día sus huesos anónimos y los escombros de sus obras también serán vestigios de una remota prehistoria. O de un medievo high-tech, en el mejor de los casos.
Pero volvamos al trabajo. En un punto determinado de aquel surco, debían hundirse los pilares de hormigón que sostuvieran el paso elevado de una carretera transversal. Y el profundo agujero que se realizó para cimentarlos vino a dar con un acuífero. Es decir, un depósito natural de aguas subterráneas. En cuestión de minutos, el foso se llenó de agua transparente. Grave contratiempo. Para salvar el obstáculo, llegó al borde del agujero un hombre dotado de una manguera y una bomba, con las cuales comenzó a succionar el agua hasta un camión cisterna. Con aire melancólico, contemplaba durante diez horas diarias cómo descendía el nivel del estanque accidental. A ratos, se fumaba un ducados y arrojaba la colilla al fondo. Después se iba a vaciar el camión cisterna en algún lugar ignoto. Al cabo de dos semanas, el acuífero había sido drenado por completo y pudieron construirse, por fin, los necesarios pilares de hormigón. La superficie sellada con cemento impide, desde entonces, que el agua se filtre y vuelva a ocupar su espacio.
Aquella comarca era y es famosa por sus vinos, que ostentan una prestigiosa denominación de origen. Para construir la nueva autovía, habían sido expropiados y talados innumerables viñedos. A diario luchábamos con sus raíces, que habían quedado bajo tierra. Debíamos extraerlas, para alcanzar —antes de que el hormigón y el asfalto lo cubriesen todo definitivamente— los restos de gentes que habían vivido allí miles de años antes. Antes, incluso, de que los navegantes mediterráneos trajeran el vino y las primeras vides para intercambiarlos por toscos minerales. Gentes que habían vivido o sobrevivido, bien o mal, gracias al acuífero sobre el que estaban asentadas. El mismo acuífero que milenios después seguía permitiendo la continuidad de la vida, alimentando las viñas que se habían convertido ya en símbolo de aquel lugar. El mismo acuífero que fue destruido en quince días por operarios mal pagados, con un contrato por obra y servicio, para permitir la construcción de dos pilares de hormigón.
Más o menos por la misma época, Lorca, el pueblo en el que nací, sufrió un terremoto devastador para el que nadie estaba preparado. Hubo muertos y daños imposibles de calcular. Un estudio científico —poco difundido— concluyó que cincuenta años de explotación intensiva de las aguas del subsuelo habían creado las condiciones óptimas para el desastre. Durante décadas, en aquel suelo árido la tradicional agricultura de secano había ido siendo sustituida por un delirio de regadíos, más rentables, gracias a las máquinas que excavaban pozos cada vez más profundos, y a las bombas mecánicas que permitían extraer cada vez más agua. Después llegaron las urbanizaciones con césped y piscina, y los campos de golf que aterrizaron sobre los secarrales. Pero eso ocurría en la superficie. Bajo los pies de amigos y familiares, bajo la casa de nuestros mayores, a medida que bajaba el nivel de los acuíferos, la tierra había ido quedando hueca, carcomida. Así vinimos a aprender que el agua sirve, entre otras cosas, para amortiguar las ondas sísmicas. Irónicamente, el escudo municipal incluye el lema con que Alfonso X quiso honrar a este pueblo, que había conquistado siendo aún príncipe: solum gratum, “de suelo grato”. Y tan grato.
Estas anécdotas no son más que bromas en comparación con lo que promete el fracking, la última aberración inventada para la extracción de gas del subsuelo: desastres irreparables perpetrados en nombre del desarrollo. El desarrollo es lo que antes se llamaba progreso, pero en su versión neoliberal. Es decir, despojado de cualquier noción idealista y apelando únicamente al lucro. El desarrollo entiende el agua como una mercancía a la disposición arbitraria de quien pueda pagarla, y no como el elemento que permite la vida en este planeta, incluida la vida futura. Para llegar a esa conclusión ha sido necesario, en primer lugar, olvidar lo que la arqueología nos recuerda: que no somos más que otro eslabón de una larguísima cadena de generaciones. El eslabón más imbécil, destructivo y egoísta, eso sí, de una cadena que —a poco que nos descuidemos— va a terminar mucho antes de lo previsto.