Intento salir al paso de las simplificaciones sobre el rock y la isla que estoy leyendo a propósito del concierto de los Rolling en La Habana, porque tras recorrerse las ligeras (por desinformadas) opiniones de Wendy Guerra o de Zoé Valdés podría dar la impresión de que en Cuba nadie conociera a Sus Satánicas Majestades hasta hoy, o que la influencia de la música afrocubana no se hubiera extendido por el mundo en este último medio siglo.
Las cosas son afortunadamente más complejas: no es que en Cuba se demonizara especialmente la música moderna, ya que eso vino a ser un fenómeno global, sino que los propios Stones recogieron la tradición del pacto con el diablo en el cruce de caminos y se vendieron a sí mismos como un influjo pernicioso para la juventud y el buen gusto. Es tan verdad que la revolución intentó promover la música local frente a la invasión del gusto anglosajón –que por otra parte ha dominado las escuchas globales desde los cincuenta– como que el bloqueo norteamericano a todo lo que se generaba en el interior provocó que se acabara identificando su sonido con los combos retros que se instalaron en Miami o Nueva York y luego con el entorno comercial y conservador de los Estefan.
Igual que también es cierto que a principios de los 90, casi una década antes de que Ry Cooder resucitara al club social de Buena Vista, David Byrne publicó tres compilaciones en los USA de las extraordinarias confluencias entre el rock y el folk tradicional que se estaban produciendo dentro, del Silvio Rodríguez más eléctrico a Irakere, desde Zeus a los Van Van.
En los libretos que acompañaban a los discos Dancing with the Enemy o Diablo al infierno se hacía las siguientes preguntas: «¿Son los políticos o los gobiernos nuestro enemigo? ¿Y la música? ¿Los comunistas tienen derecho a pasar un buen rato? ¿La música es comunista o capitalista? Y si así fuera, ¿podrías disfrutarla igual? Hay diez millones de personas en Cuba y nos empeñamos en reducirla a un solo hombre».
Esos años, Byrne hizo también su espectacular gira mestiza Rei Momo acompañado de músicos como Ángel Fernández, Tito Jerez, Bobby Allende, Óscar Salas o Héctor Rosado:
Una de las piezas que interpretaban con sabor latino era precisamente el hit de los Stones Sympathy for the Devil, pero entonada para la ocasión con la voz de Goofy, una de las estrellas del Disneyland de Florida que Byrne retrataba como otra encarnación del diablo encerrada en un personaje en principio encantador e inofensivo.
Porque tampoco hay que olvidar el carácter revolucionario de la canción de Jagger y compañía –que quería difuminar las escurridizas fronteras entre el bien y el mal– a la que Godard añadió además un sustrato teórico bien comunista en su película homónima, en la que documentó la construcción en el estudio de un tema que fue cogiendo vida y un ritmo endiablado (se dice así) con la introducción de las congas, los tambores y las maracas que tanto suenan a Cuba:
Rolling Stones – Sympathy for the Devil – 1968 – por jc-shaffino
Cualquiera interesado en la cuestión puede buscar en la Wikipedia qué mensaje lleva la canción y qué quiso decir Godard con la película; lo que no he visto estos días en ningún periódico ni en los alegatos dogmáticos de los defensores de la libertad habituales es que se hable de los derechos humanos mancillados en las dos partes de la isla, la castrista y la guantanamera. Y es que cada régimen tiene sus propios demonios, o sus maestros y sus margaritas.