La CUP es el partido que negó dos veces ante la oferta de Artur Mas. Su asamblea estuvo a un suspiro de convertirse en San Pedro, pero le tembló la voz al negarle la investidura por tercera y última vez al líder de Convergència. Dejar sin presidencia a Mas, corresponsable de los recortes sociales, la corrupción política y la represión policial más recientes en Catalunya, significa enterrar para siempre la carrera del heredero político de Jordi Pujol.

Eso entra en los planes de cualquier cupaire. En dos legislaturas acortadas por los intereses electoralistas del partido gobernante, el ahora president en funciones ha tenido tiempo para agotar el crédito electoral de Convergència, una formación que en otras épocas era una trituradora en los comicios autonómicos. Hasta la fortaleza electoral es un atributo con fecha de caducidad. Asistimos al cortejo de un grupo de antisistema que hasta hace tres años no tenía representación en el Parlament por parte de un partido orgulloso de su neoliberalismo y acostumbrado a gobernar por mayoría absoluta durante décadas. Gente encorbatada, de buenos linajes, palco en el Liceu, contactos en New York y Tel-Aviv aparcando sus coches con las lunas tintadas frente al casal indepe más cercano para extenderle una oferta que no podrán rechazar a los cuatro perroflautas a los que despreciaba hasta hace bien poco por infantiloides, comunistas, propalestinos y bolivarianos. Pintada así, la ceremonia de apareamiento resulta surrealista. Como si una escuadrilla de Nuevas Generaciones se colara en los baretos de Lavapiés para proponerle un pacto frente a Podemos a los últimos votantes de Izquierda Unida sobre la faz de Madrid. Y que los garzoners, claro está, dudasen a la hora de responder.

El improbable (aunque matemáticamente posible) empate a votos en la tercera y definitiva votación de la asamblea de Sabadell demuestra que la CUP no solo duda: tiene, como siempre se le ha atribuido al PSC, dos almas latentes. Una se ha criado con la misión de conseguir el objetivo paradisiaco de la independencia. La otra sabe que es tan importante el qué como el cómo. Y que la compañía que se lleve en el viaje altera invariablemente el método. Al final, será la dirección del partido la que tendrá que decidir deprisa y corriendo si la CUP debe unirse al frente común independentista que integran una cada vez más débil CDC y una cada vez más fortalecida Esquerra Republicana de Catalunya. El tiempo se le acaba a Junts pel Sí para formar Govern y evitar unas nuevas elecciones en marzo. El vacío de poder en Madrid, donde si hay investidura será gracias a coaliciones y pactos aún más antinaturales, anima a dar el gran salto a los secesionistas. En un Procés que según avanzan los meses más olor desprende a Transición, a la CUP le ha tocado bailar con el vestido que un día vistió el Partido Comunista. En su mejor momento electoral –con resultados impensables hace una década, extraterrestres hace dos–, dejarse abrazar por uno de sus enemigos significa perder el crédito electoral. Pasar a los anales de la historia catalana en una futura república independiente de España, sí; pero ser irrelevantes en la política, también.

¿De dónde viene el éxito de la CUP? Esa es la pregunta que deberían plantearse muchos de sus militantes. El partido ha sido capaz definitivamente de saltar de los municipios al Parlament y para ganar esa batalla siempre es necesario subir votantes en Barcelona y su área metropolitana. En 2011, sus tres diputados originales llegaron por la provincia más poblada de Catalunya. El pasado septiembre, los cupaires triplicaron sus votos y cuadriplicaron escaños, pasando de tres a diez (siete de ellos por Barcelona). Ese resultado era imposible de lograr tirando únicamente de su votante de interior, un perfil de izquierdas, pero asociado siempre al independentismo, criticón con la tibieza de ERC y el carácter botifler de CiU, una extraña combinación entre internacionalismo y nacionalismo que causa perplejidad si no se ha vivido en Catalunya.

Pero ahora el hábitat del anticapitalismo independentista se ha ampliado. Sin atender a cuotas electoralistas, la CUP ha comenzado a remover el status quo de la política catalana: cada vez más castellanoparlantes que un día votaron a PSC o ICV no ven con malos ojos la independencia. Y no la ven porque de la mano de la CUP parecía un medio y no un fin. Una manera de librarse del neoliberalismo del PP –y CiU. Una vía para librarse del discurso derechista de Ciutadans. Una forma de construir un país que fuera diferente al Estado que se abandona en algo más que el nombre que aparece impreso en el pasaporte. Más de un votante de Ada Colau en las municipales apostó por Antonio Baños en las autonómicas. En el fondo, eran las mismas caras situadas en el mismo bando, aunque militasen en siglas diferentes.

Dejando de lado el abrazo literal entre Artur Mas y David Fernàndez el pasado 9-N, nunca se ha hecho una oposición tan visceralmente racional como la protagonizada por los tres diputados de la CUP entre 2012 y 2015. Prometieron que se marcharían tras una sola legislatura y han cumplido, demostrando que su proyecto no necesita del personalismo al que sí parecen ancladas otras fuerzas emergentes de derecha e izquierda. David Fernàndez se convirtió en un rock star mundano al que no le importaba cantarle las verdades más incómodas al poder constituido. El día de la última investidura de Mas le habló al president de independencia, pero también de recortes en bienestar ciudadano, cargas, desalojos y torturas policiales, expolio de arcas públicas, del cas Palau y la doble moral convergent. En la comisión de investigación por los casos de corrupción de la familia Pujol, fue el único en poder acusar al Molt Honorable sin pelos en la lengua ni trapos sucios en la hemeroteca. El “hasta pronto, gánster” que le dedicó a Rodrigo Rato ya forma parte del imaginario político contemporáneo. Así, yendo lento porque iban lejos (su lema de campaña), la CUP fue rascando votos y respeto en caladeros impensables mientras ponía por igual el dedo en la llaga de Caixa Penedès, Bankia y Caixa Catalunya. La abuela estafada por las preferentes empezó a mirar con otros ojos a esos tipos de camiseta negra, pañuelo palestino, pendiente en la oreja y peinado marciano que hablaban en el Parlament de las cosas que le importaban y afectaban. Poniendo a cada uno en su lugar. Su hija, desahuciada por el banco, pensó lo mismo. Y el nieto, emigrante a la fuerza con o sin carrera universitaria, también. Eran anticapitalistas y no lo sabían. Ya lo dice el propio Baños: “Ser anticapitalista en nuestros días es querer vivir a la manera pequeñoburguesa de nuestros abuelos: comprar una casa, vivir dignamente y no acumular grandes riquezas porque sí”.

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Aquellas líneas las tuvieron que dibujar al comenzar el primer curso de Periodismo. Se acercaban las elecciones que pusieron a José Montilla de president y el profesor se acercó a la pizarra. La tiza trazó una línea vertical. “Este es el sistema político español. El eje izquierda-derecha divide a los partidos”. Entonces situó al PSOE e Izquierda Unida a un lado y al PP al otro. Después, junto al primer croquis, la tiza dibujó una cruz. “Y este es el sistema político catalán. Al eje izquierda-derecha sumamos la disyuntiva entre nacionalistas y no nacionalistas”. El espectro de posibilidades se ampliaba. Los matices y claroscuros, también.

El dilema actual de la CUP lo demuestra. Hace ya mucho que el discurso se ha polarizado y el tema central de debate es la independencia. Las posturas maniqueas venden, pero no dicen toda la verdad. Vuelve a ser el qué contra el cómo. El problema es que en esta disyuntiva, quien duda, pierde. Decida lo que decida la directiva de la CUP, la sensación que impregna el aire es que el partido saldrá dividido después de haber aguantado varios meses de duras presiones desde el establishment mediático del independentismo de centroderecha. ¿El pragmatismo de Carrillo o la utopía del Che? ¿Aceptar parches como la renuncia a proyectos como Barcelona World a cambio de olvidar el modelo alternativo de sociedad que llevan años promulgando? ¿Hacer el trabajo sucio, como el Pecé en la dictadura, para que el atracón de gloria se lo pegue ERC, una especie de PSOE a catalana, la fiera expectante a que el cadáver de Convergència se pudra del todo para saltar sobre él? Esa es la disyuntiva cupaire.

Ya está más que claro que no hay otro desenlace para el vodevil catalán que un referéndum vinculante donde solo voten los catalanes. No es pedir la luna, solo adaptarse a lo que hacen “los países serios” como Canadá o Reino Unido. Como si fuera una fuerza invisible, el nacionalismo cuatribarrado (y el nacionalismo rojigualdo que sopla desde Madrid) empujan a la CUP más cerca del banco que desahucia que de quien lleva años frenando los desahucios. Un frente común de izquierdas con la candidatura de En Comú Podem que forzara un referéndum vinculante de una vez por todas (donde cada militante y votante participara haciendo uso de su conciencia y preferencias) es una opción que parece totalmente descartada. Para ello habría que empezar por negarle la investidura por tercera vez a Artur Mas y prepararse de nuevo para la enésima refriega electoral de los últimos años.

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