Que desaparezca un partido nacionalista es siempre una buena noticia. En medio de este resurgimiento de los nacionalismos, de las emanaciones fétidas que la política emocional lleva algunos años arrojando sobre Europa, que desaparezca un partido nacionalista es, además, un símbolo: la civilización no retrocede del todo. Estado y Nación, los dos grandes elefantes enfrentados desde el siglo XIX, vuelven a encararse con España, Francia, Gran Bretaña, Grecia, Hungría o Italia como escenarios principales; como si dos guerras mundiales no hubieran sido suficientes, los resortes infames que caldean los instintos más bajos de las sociedades, que son los de la territorialidad y el egoísmo colectivo, regresan con las alforjas cargadas de soluciones gaseosas para los problemas del mundo futuro. Por eso, que se difumine el andalucismo, aunque sea un movimiento irrelevante, me produce un íntimo alborozo. El pasado fin de semana, el Partido Andalucista anunció su muerte clínica. Continuarán enchufados a una máquina hasta el final de la legislatura municipal comenzada en mayo de este año, pero la organización está finiquitada como entidad política.
De pequeño me entretenía mirando con fruición los carteles electorales. Casi todos eran iguales, siempre con la efigie del candidato de turno sonriendo alelado a una cámara invisible. Unos eran azules, otros verdes, otros rojos, y a veces la persistencia del cartel electoral sobrevivía a las jornadas electorales. Sobre todo, esta insistencia en la ocupación irritante del espacio público era aguda en partidos marginales. En Andalucía, los partidos marginales por excelencia en la política regional, desde los 90, han sido Izquierda Unida y el Partido Andalucista. Teníamos la costumbre de pasear mucho por el pueblo, al final de cada día, cuando mi padre nos recogía después de trabajar y juntos nos practicábamos lo que luego descubrí que se llamaba el flaneurismo: el errar sin rumbo fijo por las calles de una ciudad. Como mi pueblo es minúsculo, pasábamos muchas veces por los mismos sitios, y el símbolo del Partido Andalucista se me grabó con buril en la memoria a fuer de compararlo con otro bastante famoso a nivel nacional.
El Partido Andalucista, en los tiempos de Rojas Marcos, usaba como logotipo la silueta de una mano abierta. Por aquellas fechas yo veía todo el fútbol que hubiese en televisión, fuese o no el Madrid. Eran los tiempos en que se organizaba, en Navidad, el partido contra la droga. El logotipo de una de las asociaciones que participaban de aquello era, también, una mano abierta. De modo que yo asocié desde entonces el andalucismo a la politoxicomanía, de la misma manera en que uno liga el recuerdo de una playa al perfume de la mujer que lo acompañó, o el aroma de un guiso a la calle donde vivió de mozuelo en Sevilla.
Durante lustros, el discurso andalucista estuvo poblado con el adjetivo posesivo. Fue toda una expropiación. Expropiar es algo muy nacionalista: romper la neutralidad de la palestra pública, mancillarla con el vómito bilioso. El nacionalista tiene un máster en explotar publicitariamente la exhibición populachera de esa quiebra moral de la formalidad institucional, y se vanagloria de ello como el cazador ostenta las cabezas de ciervo que se cobró en una cacería. El andalucismo delimitó su explicación del mundo con las palabras “suyo”, “tuyo” y “nuestra”. Como puede deducir cualquiera, cuando hay una tierra que es “nuestra”, significa que hay una frontera; y todo lo que queda más allá de esa frontera es campo enemigo. Esto, por otra parte, es muy contrario a lo que el periodista Augusto Assía admiraba de los ingleses, quienes según él sólo conocían un modo de gobernar a los hombres con éxito: “Respetando sus costumbres, sus leyes y sus libertades”. El nacionalismo como generalidad nunca se sintió concernido ni por el respeto a la ley ni por la consideración del individuo como sujeto único de soberanía jurídica, que es la única soberanía que puede haber aunque los cursis hablen ahora del corazón y otras zarandajas para argumentar cualquier tropelía contraria a derecho. Quizá por eso el andalucismo encontró en la cuestión aquella del Tireless, el submarino nuclear británico que pasó una temporada en Gibraltar sobre el año 2000, su última gran querella pública. Llenaron las ciudades de cartulinas en las que podía leerse “El Tireless, a 200 millas de Andalucía, o más”, como si se creyeran de verdad, con ese adanismo tan del nacionalismo, que a la Royal Navy, a la que no pudo doblegar ni la marina de guerra hitleriana, se la pudiese intimidar con una pegatina.
El Partido Andalucista siempre fue un remedo cutre del nacionalismo conservador, burgués y católico, democristiano, de otros partidos como CiU o PNV. Muchas veces fue pinza parlamentaria junto al PP, pues en clave general, una amplia mayoría de sus votantes –sobre todo, en los últimos tiempos– solían votar a los populares en las elecciones al Congreso de los Diputados. La inanidad del PA, manufactura concreta del ambiguo y ridículo andalucismo ideológico, puede expresarse de la siguiente manera. Durante mucho tiempo, sobre todo en lo más granado del pujolismo en Catalunya, una frase hizo fortuna en algunos círculos transversales de la sociedad andaluza: “Si Andalucía tuviera un nacionalismo fuerte como el de los catalanes o los vascos…” Esa frase, confieso, me desubicó desde el principio. Quien la pronunciaba estaba, con frecuencia, animado por la íntima convicción de que las demandas desleales, exageradas, victimistas y chulescas con que los gobiernos autonómicos de Barcelona y Vitoria solían asaetear a los sucesivos gabinetes socialistas y populares en Madrid, eran correctas. De ese modo, la frase anteriormente citada era la manifestación de una amargura resignada: ¡si nosotros pudiéramos hacer lo mismo! Creían así, estas gentes, que con una corriente política pueblerina, insolidaria y corta de miras, Andalucía lograría salvar la distancia económica y estructural que la separaba de otras regiones de España. Puede verse que la cosmovisión de buena parte de los electores andaluces de los últimos 20 años explica, con la brocha gorda, la situación política actual de la comunidad más poblada del país: ¡el intríngulis institucional y administrativo, en Andalucía, no interesa a nadie!
A mí me chocó esta expresión de la chabacanería política más clamorosa, puesto que la insolidaridad (discurría yo, instintivamente, con mi corta edad y más corto aún entendimiento) no puede combatirse, nunca, oponiendo más insolidaridad. Esto parecía no resultarle evidente a nadie, ni siquiera a los jerarcas del andalucismo tradicional. De resultas de esto y de otras muchas cosas, el Andalucista fue perdiendo su diminuto nicho de mercado electoral de manera dramática. Desde 2008 no tenía ningún diputado en el Parlamento de Sevilla, y sufragio tras sufragio, seguía mostrándose incapaz de advertir el trasvase ideológico que el andalucismo lleva sufriendo desde la primera década de los 2000: al amparo del crecimiento demoscópico de movimientos neocomunistas llamados así mismos “antisistema” florecidos en Catalunya, Euskadi y Navarra principalmente, bajo la sombra protectora de partidos nacionalistas de izquierda como Esquerra Republicana, una nueva hornada de pequeños gudaris con rastas, gudaris de litrona y okupaciones, han agarrado por los cuernos el toro del andalucismo.
Este nuevo fenómeno, igual de irrelevante que el casposo andalucismo del que el congreso final del PA levantó acta de defunción, es, empero, mucho más ruidoso, y también, moralmente, más nauseabundo, pues sus discípulos suelen gustar de chapotear en las charcas abertzales de Bildu, Aralar, o son afectos a las madrazas neo-commies escindidas de la vieja y moribunda Izquierda Unida; esos muecines del Apocalipsis que llevan una década articulando la narrativa política que va a cuajar en la candidatura de Pablo Iglesias a La Moncloa en las navidades de este 2015.