No sería raro, es más bien cuestión de tiempo.
Abrirá los telediarios la imagen de un selfie en mitad de la calzada. El autor o autora de la foto abultará morritos o arqueará las cejas, antes se habrá atildado la barba o repasado el carmín, habrá eliminado varias tomas en las que su espontaneidad no fuera suficientemente espontánea. No sabemos si habría borrado el retrato final, seguramente sí, porque estropea el plano la cara de pánico del conductor que trata de dar un volantazo a pocos metros al ver a un peatón en medio de la carretera, aunque ya es demasiado tarde.
El 98% de los jóvenes atropellados en Valencia iban embobados con el móvil, según datos del Ayuntamiento. Los arrollamientos de estos peatones tecnológicos (con ese glamour los denominan) son la metáfora perfecta de una pérdida de fuelle neuronal generalizada y, sobre todo, de la supresión de la realidad como marco de referencia o de existencia. Sin embargo, al final sólo la realidad golpea.
Como dijo aquel, la sociedad occidental lleva siglos confundiendo las imágenes con la cosa a la que representan. Esta distrofia se extrema en la era de los esmárfones porque, además, en todas las imágenes ocupa el primer plano el autor de la instantánea. ¿Qué sentido tiene fotografiar obras de arte si eclipsas parte del cuadro con el careto? Alguno, por lo visto: instituciones como el MOMA o el museo Thyssen se han visto obligadas a prohibir el palo-selfie.
Las campañas publicitarias venden el reino de los cielos de la hiperconectividad, celebran la palabra compartir, sacan a humanos tocándose y riendo, a montañeros colganderos, al filo de la muerte cantando el don’t worry, be happy. Como la vida misma, joder, qué gozada.
Las compañías mienten, sí. “Compartida, la vida es más” y “es tu momento”. Los dos eslóganes, de compañías distintas, mapean el engaño.
Ciertamente, iría en contra de los intereses una agencia de telecomunicaciones promover el acto verdadero de compartir, o sea, que la gente enriquezca su vida a través de la experiencia común, del contacto humano y epidérmico, que se murmuren los afectos y emociones al oído y no con lemas prefabricados claveteados en el muro de Facebook… Como sabéis, el prefijo ‘tele-‘, significa ‘a distancia’.
El de ‘es tu momento’ no se anda con tonterías. El momento, lo que muestras, lo que compartes, lo que fabrica tu identidad a los ojos del otro, te pertenece; tú lo construyes. Y uno reconfigura su imagen y la expone sin freno, y espera con ansiedad a que la avalen los me gustas y los comentarios, y se deprime y se exalta. En ‘La era del vacío’, Lipovetski explica el proceso de individualización salvaje y cómo el ‘yo’ se vacía, volatiliza y transforma en una masa de angustia conforme tratamos de desgranarlo y definirlo.
No culpo a las empresas, Dios me libre de sus dedos trileros para las demandas. No obstante, por mucho que anuncien la casa de la pradera con jinetes hípsters, el objetivo será que los usuarios gasten el dinero suficiente para desparramar por la red, por ejemplo, los 36 millones de fotografías que Instagram tiene etiquetadas bajo la palabra selfie. Mientras tanto, la realidad se retira poco a poco. Se busca el testimonio de la vivencia a pesar de la vivencia.
Uno se cita por whatsapp y se encuentra más tarde en una terraza, frente a una cerveza y el cogote de un colega que teclea el móvil porque está quedando con otros con los que nunca hablará porque estará mensajeándose con los siguientes.
Hay amebas por las calles, gente que se choca y balbucea algo que intenta la palabra perdón, “edón, dón”, tipos que se ríen solos en el autobús, pulgares, una adolescente que se ofende porque después de días de conversación, algún perturbado le ha propuesto tomar un café, manzanas a medio morder que no se agotan nunca, pulgares, pulgares que lanzan frases de cartón-piedra que animan a vivir el presente.
Mientras tanto, como digo, la realidad sucede por debajo del entramado virtual. Algunos dejan de reparar en ella porque creen que es cosa de la fantasía, como las esencias del Platón ese. Al final alivia que el presente pueda atropellarte… Lo digo en broma, claro.
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