Me voy a hacer repetitivo, bien que lo sé, y terminaré cansándoles a ustedes, mis queridos lectores de Negratinta. Corro el riesgo de eso, de aburrir, que es el abismo peor al que puede acercarse un escribidor. Pero, a pesar de todo, me he autoimpuesto una obligación. En esta serie con la que he iniciado la singladura de la columna que, tan gentilmente, me han cedido en esta web, en esta serie, como digo, que podría titular Episodios Andaluces si el nombre no me sonase tan pretencioso, no podía faltar un personaje peculiar. Más o menos con el Big Bang de 2008, cuando el paisaje edénico nos explotó en la cara y nos convertimos todos en reos de esa abstracción a la que le cabe todo (como al cajón de sastre) llamada Crisis, un tipo genuino ha ido copando progresivamente cierto espacio mediático en la realidad narrada de Andalucía. Se llama Diego Cañamero. Los que no sean andaluces lo conocerán por haber destacado en varias de las acciones más ridículas y lamentables de los últimos tiempos en España: los asaltos a propiedades del Ejército, de los Alba y de Carrefour. Diego Cañamero, secretario general del Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT), parece uno de esos personajes suburbanos de Baroja: es un tahúr, habla como si viviese en 1934 y dedica su vida a pelear contra un estado distópico de las cosas; si lo viera Orwell, enrojecería de pura vergüenza ajena.
Hace poco la editorial Almuzara alumbró la extraordinaria idea de reeditar textos periodísticos de Manuel Chaves Nogales, el periodista más lúcido y brillante que ha nacido en este país. Chaves, sevillano, conocía bien la cosmovisión andaluza. Al menos, la de la Baja Andalucía, ese triángulo formado por Cádiz, Sevilla y Huelva que constituye una unidad social, cultural y política muy distinta de las restantes 5 provincias de la actual comunidad autónoma. Uno de esos libritos de Almuzara, que yo les recomiendo encarecidamente, se llama La República y sus enemigos. Recoge crónicas y artículos escritos por Chaves para periódicos madrileños como Ahora o El Heraldo desde, más o menos, la proclamación de la II República hasta los momentos posteriores a la revolución asturiana de 1934, aproximadamente. Lo saco a colación puesto que el otro día, Cañamero y unos cuantos más, armados con los haperos habituales y unas cuantas arbonaidas -esa bandera delirante, pues si disparatada es la blanquiverde oficial, no les digo nada, la estrellada- se crucificaron (simbólicamente, se entiende) en una plaza del pueblo gaditano de Villamartín. En declaraciones a la televisión, Cañamero, a voz en grito puesto que una de las características de este Robin Hood de mediopelo es ser estruendoso como si enfrente tuviese al zar Alejandro III, dijo estar crucificándose junto a sus conmilitones para defender la eliminación de las peonadas que en la actualidad se necesitan para cobrar el llamado paro agrario. Peonás, podía leerse en las pancartas blasonadas con las siglas del SAT; esto es gracioso, puesto que, nacionalistas andaluces como se declaran y notables vindicadores del respeto y sublimación de lo andaluz en la opinión pública, Cañamero y sus cuáqueros incurren con frecuencia en degradaciones del lenguaje y faltas conscientes de ortografía y gramática; de modo que La Lucha, si uno lo considera en frío, no consiste más que en pegar voces y escribir tal y como hablaba mi abuelo, quien a su pesar apenas recibió la educación básica más elemental.
Decía Chaves en un artículo recogido en La República y sus enemigos:
“Es más fácil ser héroe un día que hombre toda una vida. Todos esos millares de anarcosindicalistas que hay en Andalucía son capaces de plantarse un día delante de los casinos y descuartizar al “marqués de Dios”, pero incapaces, absolutamente incapaces de defender hora tras hora y día tras día su dignidad humana, su condición de ciudadanos y sus derechos de trabajadores frente a los poderes arbitrarios, feudales, que les han impedido llevar una existencia digna. (…) Los llamados “obreros de la base” de Andalucía siempre entenderán mejor el lenguaje prosopopéyico de los delirantes propagandistas de la FAI o de la CNT que las palabras prudentes de Besteiro o Largo Caballero.”
Esto es, en realidad, lo que es el señor Cañamero: un propagandista cuya prosodia es treintañista, arrabalera, de todo punto arcaica y trasnochadísima, como un tocadiscos arrumbado en alguna sede sindical que llevara gastando el vinilo desde hace 76 años, olvidado en el cuarto de los tiestos tras la caída de Madrid. Cañamero dijo hablar “desde el humilde pueblo de Villamartín”; “desde la tierra de Cádiz, desde el sur, desde Andalucía”: le faltó añadir, desde España; desde la Comunidad Económica Europea; desde Europa, la Tierra, el Sistema Solar y la Vía Láctea, pues, ya que se empieza a disparar chacotas con el tableteo de una metralleta, por qué parar. Por qué ceñirse sólo a Andalucía, adjetivada como humilde. Pienso que la palabra humilde ya no vale nada; que entre Xavi Hernández y la izquierda española la ha desvalorizado, reducido a un cliché minúsculo, sin fondo real. Cuando Chaves Nogales se refería a los enemigos de la República burguesa y liberal (aunque yo, como Arcadi Espada, también creo que los apellidos le sobran a la democracia, puesto que si no es burguesa ni liberal, no es democracia) se refería no sólo a generales teocráticos ni a émulos ibéricos de Lenin; también se refería a gente como Diego Cañamero, a quien se podría llamar hoy, en propiedad, enemigo de la república, aunque su acción todavía sea microorgánica, circense, digna tan sólo de alguna chanza marginal en los mass media y de un irrelevante artículo como éste en Negratinta.