Era muy de mañana y hacía bastante frío. Salimos de casa los tres juntos, como todos los días. Papá conducía y mamá nos despidió desde la puerta, agitando la mano, embutida en la bata blanca y advirtiéndonos contra los peligros del mundo aunque no la escuchásemos con el ruido del motor. Olíamos fuerte a colonia de baño y nos entreteníamos haciendo volutas con el vaho del frío de la mañana concentrado en el aire, dentro del coche. Recuerdo que siempre me irritó que mamá nos despidiese todas las mañanas casi en la calle, tan desprotegida de la frialdad inmensa. ¡Qué necesidad había! Papá arrancó la vieja Ford blanca y anduvimos por el mismo camino de siempre, hacia el colegio, a la hora habitual. Todavía no tenía mi primer reloj, eso para mí era sólo un tiesto de mayores, un cachivache sin interés…, y el tiempo consistía en unidades compactas de momentos marcadas por la implacable rutina de papá, y por lo variable de la luz del sol. Aquella mañana el sol apenas era una tenue vaguedad grisácea, azul sucio de invierno, y el pueblo se estaba despertando mientras nosotros lo atravesábamos descorchando sus avenidas con nuestra vieja Ford blanca. Pasamos por delante de un banco que había en una acera y vimos allí a un hombre sentado y alrededor algunos otros hombres gesticulando con seriedad, y una ambulancia aparcada delante. El hombre era un viejo y lo supe porque vestía como mi abuelo, y para mí entonces la medida de lo nuevo y de lo viejo eran mi padre con sus mejillas rosadas y esa vitalidad sin canas que yo le veía, y mi abuelo con sus rebecas de color hueso abrochadas por dos botones. Aquel hombre era un viejo porque vestía unos pantalones de pinza oscuros y sólo los viejos vestían así. También mi abuelo tenía esos pantalones y mi padre no usaba ni camisas de cuadros beiges ni rebecas grises, ni pantalones de tela, por eso él no era un viejo y aquel hombre sí.
Aquel viejo también estaba tocado con uno de esos sombreros de ala corta llamados mascotas y mi otro abuelo, que no usaba camisas blancas ni rebecas pero sí pantalones de tela debajo de camisas de manga corta con bolsillos en el pecho a modo de camarero, también se tocaba la cabeza con una de esas mascotas. Aquel hombre era un viejo. Pasamos por delante y nos paramos pocos metros más allá, en un semáforo. Mi hermano y yo nos quedamos mirando hacia el banco donde el viejo parecía estar durmiendo y mi padre nos dijo que estaba muerto. Yo seguí pensando que tan sólo dormitaba pero si mi padre decía que estaba muerto es que debía ser cierto. ¿Qué estaba haciendo si no, toda aquella gente parada alrededor del viejo? Debía estar muerto aunque recuerdo que la muerte se me figuró entonces como una cosa muy silenciosa y queda, algo difícil de separar del sueño o de una farola puesta en medio de la calle. Al fin y al cabo aquel viejo también estaba allí parado en medio de la calle, sentado en el banco, en medio de la acera como las farolas, y mi padre dijo que estaba muerto. Unos minutos más tarde nos dejó en el colegio y al volver a casa para almorzar, al mediodía, mi madre le comentó a mi padre que había oído en el pueblo que se había muerto Fulano. Entonces mi padre le contó que ya lo sabía porque lo habíamos visto muy temprano yendo hacia el colegio, rodeado de policías y enfermeros. Aquel fue mi primer contacto con la muerte hasta aquel otro día, ese año o el siguiente, en que llegamos al colegio otra mañana y el padre Pino nos dijo en la puerta que ese día no habría clase porque se había ahorcado el profesor don Mengano, hermano de fray Máximo. De grandes siempre nos referimos a aquella muerte como la del hermano de fray Máximo aunque aquel hombre debía tener un nombre, pero yo no lo recuerdo. Sí me acuerdo bien de que el padre Pino se apretaba aquella mañana contra su chaqueta de color camel y estaba muy serio. Entonces deduje que la muerte, además de silenciosa y queda, parecía algo grave que se susurraba en un acento burgalés seco y cortante, que era como hablaba el padre Pino puesto que era un castellano estepario y aquella mañana su voz parecía cortar la escarcha como el hierro de un azadón. Eso dificultaba más de lo normal que yo lo entendiera al hablar, así que cuando nos marchábamos de nuevo a casa le pregunté a mi padre que por qué ese día no había colegio y él me contestó que porque se había muerto el hermano de fray Máximo. Me acuerdo de eso aunque aquello pasó después que lo del viejo. La muerte del viejo fue antes y me acuerdo muy bien de ella, aunque no de lo que comimos aquel día. No soy capaz de recordar lo que nos estaba sirviendo mamá mientras le comentaba a papá que había oído en el pueblo que aquella mañana se había muerto Fulano, pero debía ser algo bastante bueno porque mi padre se tumbó a dormir la siesta muy satisfecho después de aquel almuerzo.