Cuando la democracia funciona mal los países se fracturan y rompen. Reviso a Iberia pensando en México.
España y Catalunya siguen legalmente unidas pero el nexo afectivo está hecho jirones. Este domingo los catalanes opinaron sobre su futuro; acudió a las urnas la tercera parte de los que podían y 80% de ellos optó por la independencia. El gobierno de Mariano Rajoy siguió montado en el “no, no, no” y calificó al ejercicio de “farsa… inútil y estéril”; para el presidente catalán Artur Mas fue un éxito rotundo, increpó a Madrid por miope e intolerante e informó que seguirá empujando el referéndum “definitivo” que podría romper territorialmente a España. ¿Cómo llegaron a este punto?
Su historia está cargada de enconos pero el agravio más inmediato se remonta a 2010 cuando el Tribunal Constitucional dio la razón a la impugnación presentada por el Partido Popular contra un Estatut d’Autonomia aprobado por el parlamento catalán y las Cortes españolas.
En Catalunya se desató una movilización social con tres pilares: a) la cultural representada por Òmnium, que simboliza la forja de una identidad catalana; b) la pluralidad expresada en una coalición de organizaciones agrupadas en el Pacto por el Derecho a Decidir; y, c) la Asamblea Nacional Catalana a la cual dedico más atención porque conecta con México.
La Asamblea se integra con personas que tienen al municipio como unidad territorial. Su organización es horizontal y su estructura es elemental: un coordinador, un secretario, un tesorero y las comisiones que vayan haciendo falta. Los municipios tienen una organización similar para cada comarca que a su vez selecciona a la dirección nacional. Es un sistema flexible, autosustentable y poco burocratizado que se moviliza cuando es necesario en torno a metas tan concretas como el evento del domingo pasado.
Lo notable está en el tono del discurso. El independentismo catalán reduce al mínimo la denuncia y el victimismo y monta sus reivindicaciones sobre un lenguaje positivo: están construyendo un “país nuevo” y mejor, con más participación y transparencia y menos corrupción. Es un espíritu festivo que se apoya, cada vez que es necesario, en los arrebatos de un Partido Popular que, confiado en su mayoría absoluta, trata al impulso soberanista con desdén y desprecio.
El movimiento ha marcado agenda e impuesto tono a la mayor parte de partidos y gobernantes. Cuando terminaba el domingo, Artur Mas habló con orgullo de la “simbiosis” entre sociedad y gobierno. La unión es real y multifacética. Mientras viajábamos a Palautordera, una ciudad de 13 mil habitantes, la historiadora Montserrat Galí me explicaba que “en un buen número de poblados ya se desengancharon emocionalmente de España; van a la suya”. Correcto. Para ahorrarse litigios con Madrid las autoridades de Palautordera quitaron de los edificios públicos las banderas de la Unión Europea, España y Cataluña; la enseña independentista (la Estelada) sí ondea pero en mástiles ubicados en puntos estatégicos de la ciudad. Palautordera no es la excepción; forma parte de la Asociación de Municipios por la Independencia en la que participan 699 de los 947 cabildos de Cataluña.
¿Lograrán Barcelona y Madrid reconstruir la relación u optarán por un divorcio amargoso? Imposible anticiparlo. El único pronóstico posible es que el tejido social catalán a favor de la independencia tal vez sea incapaz de obtener la mayoría en el referéndum definitivo, pero sí cuenta con la capacidad para imponer “algo” nuevo.
México tiene una problemática especial porque la democracia en bancarrota tiene como espejo distorsionado a una institucionalidad criminal que parece no tener fin. Iguala y muchas otras barbaridades han despertado una búsqueda de soluciones entre quienes estamos hartos de élites anquilosadas, corrompidas y pasmadas.
La estancia en Catalunya me deja dos lecciones. La primera, obvia, es la urgencia de avanzar hacia un consenso cívico y organizativo nacional sobre una agenda de reformas mínimas para regenerar una institucionalidad rota. La segunda, tiene que ver con el tono discursivo. Hace ya algunos años las feministas mexicanas entendieron la sabiduría de lograr un equilibrio adecuado entre la protesta y la propuesta. En estos momentos de crisis nacional el reto es triple: mantener la indignación que nos moviliza, concentrarnos en consolidar o crear organizaciones para el largo plazo y hacerlo con el convencimiento de que sí es posible construir un México sin desigualdades, violencia y corrupción.