Hoy por hoy, deberíamos poner una guillotina “in Plaza Mayor” y ejecutar a todos los políticos que gobiernan nuestro país. El solo hecho de escribir estas palabras ya es un delito. De hecho, mi moral las condena como un acto lleno de rabia, irracional y fuera de lugar en un país democrático como el nuestro. Sin embargo, ¿qué solución nos queda? Me gustaría encontrar otra solución, un ostracismo indefinido quizás, ¿pero realmente alguien cree que expulsar físicamente a esta oligarquía serviría para eliminar su sombra contaminada? Contaminada igual que las costas del norte cuando unos “hilillos” –según el actual presidente del Gobierno– que salían de un buque provocaron una tragedia medioambiental sin precedentes en el territorio. Un problema mal resuelto, por un mal ministro en aquel entonces. ¡Menudo chapapote!
España es el país de las oportunidades para los necios. Un país donde quien la hace no la paga. Una nación con un paro casi estructural de más del 20% (llevamos ya cuatro años cargando esa tasa a cuestas) y con una inflación de un 2%, es decir, ‘nada’. Una patria fragmentada por los nacionalismos despreciados, un país rico en recursos naturales, pero pobre en su gestión. En definitiva, una nación destruida. Pero, las cosas no podían ir peor, ¿o sí?
Hacia el sur, en África, una epidemia letal erradica sus gentes. Una enfermedad extremadamente contagiosa y de una virulencia incontrolada, el ébola. Con ese panorama, dos misioneros, hombres libres y devotos de una ética de compasión con los débiles, entregaron su vida para ayudar a los enfermos de ébola y como era de prever contrajeron la enfermedad. Pero estos hombres eran españoles, no podíamos dejarlos en ese país. Por lo tanto, se podría haber trasladado allí a un grupo de médicos bien equipados, con todos los medios posibles que puede abastecer el dinero de un país del primer mundo. Se podría haber mantenido un seguimiento exhaustivo de la progresión de la enfermedad en los afectados; se podría haber compartido información con otros laboratorios del mundo; se podría haber generado una campaña de ayuda en favor de las personas afectadas por tal epidemia. No era una respuesta moralmente aceptable. ¡No! Pero sí era una respuesta apropiada. Sin embargo, eso no hubiera sido propio de la caridad y de la diligencia que un gobierno de una nación ejemplar debería ofrecer.
El gobierno de España decidió trasladar a esas personas infectadas a un país que todavía no estaba infectado. Los responsables del Gobierno pusieron a Dios por testigo de que las medidas tomadas eran tan eficientes que nada ni nadie podría escapar al exhaustivo examen para controlar la enfermedad que iban a implementar. Incluso, se permitían el lujo de alardear del dispositivo de contención delante de sus colegas europeos.
Hoy sabemos que una de las auxiliares que estuvo en contacto con el misionero presenta un cuadro de ébola en estado puro. Una española ha contraído la enfermedad en España, la primera enferma de un virus con un índice de mortalidad superior al 95%. Los misioneros ya murieron. Además, su marido, quien seguro besó la frente sudada de su esposa debido a las altas fiebres, el martes por la noche todavía no había sido aislado.
Dar el grito de alarma sería una exageración en un país tan desarrollado como el nuestro, pero, ¿no nos juraron que el ébola había muerto con aquellos misioneros repatriados? Mientras escribo, el virus podría estar viajando tranquilamente por el alcantarillado de nuestra capital, en forma de mierda, o quien sabe si en forma de algún animal.
En España, una nación rica, –y lo digo de verdad– se suceden cada día todos estos problemas y más. Sus tejidos social y natural están moribundos, pero aquí nadie dimite, pues sería de cobardes. Hay que ser muy valiente para poner en riesgo la salud pública de toda la nación y seguir al frente de esta nave a la deriva. Un puente de mando ebrio de poder, una clase política capaz de llevarnos a un precipicio, empujarnos y arrojarnos para luego ahogarnos en el fondo del mar. “Todo por el bien de la Nación”, nos dirían justo antes de tirarnos.