“Cada um descobre o seu anjo tendo um caso com o demónio”
«Uno descubre su ángel después de tener una historia con el demonio»
Mia Couto
Tierra escarlata, rostros arcilla, colorado sol… Mi cámara fotográfica aún no se adapta al intenso púrpura, a la profunda luz en los ojos de la gente, a su piel carmín y sus bermejas manos. Tampoco yo logro acostumbrarme a la subsistencia sin futuro, a la vida sintiendo la muerte, a una tierra con todo y con nada. En Mozambique la esperanza de vida es de 44 años, quizá ello explique el porqué sus habitantes viven el tiempo a tope, como queriéndole ganar la carrera a la muerte.
Duermo en una pequeña y acogedora choza fabricada a base de carrizos (le llaman xichungua en dialecto shangaan) en Massaca, una aldea de apenas seis mil habitantes. Aquí, soy el mulungo (hombre blanco) y ello me causa gracia: en Europa era el moreno exótico, acá, el blanco extraño.
Camino por los pasajes del poblado sintiendo la mirada extrañada de sus habitantes. Rui, el director de la escuela local, me dijo que no sólo era “el primer periodista que visita la aldea, sino también el primer mexicano, y quizá el único que lo haga”. El día que Rui me presentó ante sus alumnos –con la idea de hacer nacer un periódico escolar–, me ostentó como “periodista internacional” y no le causó empacho recalcar ante los oyentes que su administración estaba en «constante innovación». Mi comunicación con los locales es una extraña mezcla entre portugués, castellano, portuñol y el diálecto local shangaan. Sobre éste último entiendo la importancia de aprenderlo y utilizarlo: mientras que el portugués es la lengua de los conquistadores, el shangaan es el tesoro aun conservado, inviolable e inaccesible para los extraños. Es así que aprendo las frases básicas que me quieren enseñar y que son de uso diario: khanimambo, oatangela, xilical mambo, xitombo…
Niños por todas partes, de todas las edades y todos los tamaños. Se me acercan con naturalidad posando a la cámara con la condición intrínseca de poder verse reflejados en la vista previa de la pantalla. Entonces las risas afloran. Niños con un futuro apenas imaginable. Niñas cargando a otros niños con maternal cuidado. Hermanas mayores encargadas del cuidado de los menores mientras sus padres y madres salen a buscar el sustento en donde sea y como sea: ya sea sembrando su propia tierra o la de otros y si se tiene suerte, trabajando para alguna cañera o bananera de capital sudafricano.
Una de estas empresas bananeras es Bananalandia con varias plantas de siembra y cosecha de este fruto repartidas a lo largo y ancho del sur del país. Casi mil hectáreas en las que trabajan cientos de mozambiqueños por 1.500 meticals (met) mensuales, a pesar de que la ley de salarios mínimos señala que debieran ser 2.100. 34 euros mensuales para una familia entera si solo se tiene la estrella de tener a un miembro dentro de la compañía. Lo que cuesta una cena y un tinto en cualquier restauran de nuestras ciudades.
Así es como familias enteras han empezado a emigrar del campo propio al campo de Bananalandia. Madres, padres, hijos mayores, todos juntos sembrando y cosechando el banano en jornadas de hasta diez horas mientras que los hermanos menores, de apenas 7 u 8 años, se hacen cargo de los aún más pequeñitos. La inocencia infantil se queda guardada en el armario esperando al fin de semana cuando los niños se vuelcan a los campos de fútbol soñando con ser el próximo Ronaldo, Messi o Eto’o que el Mundial de Fútbol les aproximó.
Bananalandia y sus filiales son lo que la bananera de Macondo significaba en la novela Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. En pleno siglo XXI, la bananera (propiedad de un excirujano sudafricano) se otorga el derecho de agenciarse terrenos comunales, apropiarse del agua de la represa y ser, de facto, dueña de una basta extensión de suelo en el sur de este país. Una kilométrica reja de alambre de púas clarifica quién es el patrón de este amplio territorio con la cofradía del gobierno mozambiqueño quien se beneficia de las exportaciones bananeras. El Ejecutivo no lo hace vía mayores impuestos que se reflejen en mejor infraestructura para el país, sino con una tajada económica que va directamente a los bolsillos de unos cuantos políticos locales. Así –y como siempre–, los más perjudicados son los niños, los más pobres entre los más pobres.
Yurén no sabe decirme cuántos años tiene, calculo que alrededor de diez. Envuelto en su capulana lleva a su hermanito de apenas once meses quien ha estado doce días ingresado en el Centro de Salud de Massaca. Su madre murió hace poco tiempo pero no sabe decirme de qué. Desde entonces y ya que es que es la hija mayor de otras tres que hay en la familia, se ha tenido que hacer cargo de su hermanito mientras su padre continúa trabajando la tierra en un poblado que está a quince kilómetros de Massaca. Pareciera como si para Yurén cuidar a su hermanito fuera un juego de muñecas. Repite, mecánicamente, lo que ve a otras madres hacer: limpiarlo, cantarle, hablarle, mecerlo, preguntar al médico por su salud, darle los medicamentos a tiempo… Lo que no puede hacer es darle pecho, pero esa función la suple con un biberón y eso la tranquiliza.
El pasillo de Pediatría está a reventar. Alrededor de cuarenta silenciosos niños están en los brazos de sus madres o hermanas mayores. Ninguno llora, pareciera no haber energía ni para ello.
Yurén se pone alegre. El peso de su hermanito empieza a mejorar lo que significa que pronto podrán volver a casa. Cuando llegó al Centro de Salud su hermanito pesaba menos de cuatro kilos y aunque al principio no había mejora alguna en él, hoy día empieza a ganar peso gracias a la leche terapéutica. Sus esqueléticos bracillos dan impresión de ser menos optimistas, pero Yurén sonríe y vuelve a envolver a su hermanito en la capulana, una prenda que lo es todo para las mujeres de la región. Entonces, Yurén me presume su capulana café con figuras amarillas. Esta hermosa tela de dos por dos metros sirve tanto como vestimenta como de herramienta para cargar a los bebés. Las hay estampadas de infinidad de figurines, pero lo predominante en el sur de Mozambique son los colores ocres. Sonrío cuando me cuentan las mayores allí presentes que cada mujer tiene, por lo menos, derecho a cinco capulanas a lo largo de su vida: la primera será cuando la mujer deje de ser niña; la segunda es regalo de su padre; la tercera de su prometido; la cuarta de su marido y la quinta de su amante.
Dantescos hospitales. En la sección de pediatría del Centro de Salud de Bacequote, al centro de Mozambique, el aire huele a miedo. Casi se puede tocar. Bibibá, de 24 años, conserva la esperanza de que su hija de un año, Gina, sobreviva a la fiebre alta y las diarreas provocadas por la malaria. Lleva ya ingresada un par de días y su estado no ha mejorado satisfactoriamente. Este hospital le trae malos recuerdos; aquí mismo y por la misma enfermedad murió otro de sus hijos hace no mucho tiempo. La diferencia está en que está vez Bibibá no acudió primero a la medicina tradicional de su aldea y el curandero no entorpeció la atención y consumió tiempo, sino que ahora vino directamente al hospital. De ahí viene la esperanza de la joven madre que ahora limpia las lágrimas a Gina. Lágrimas sin llanto. Lágrimas de dolor.
Según UNICEF, en África, uno de cada seis niños muere de malaria.
Hace una semana llegó al hospital una mujer con un bebé de pocos meses en un estado crítico. “Se los dejo porque tengo que ir a cuidar a mis otros hijos”, dijo la madre a los enfermeros. “Pero se va a morir”, le dijeron. “Qué le voy a hacer”, contestó la madre, “tengo que salvar a los más fuertes”. La desnutrición afecta a 55 millones de niños menores de cinco años en todo el mundo. Una enfermedad que acaba con la vida de nueve niños cada minuto.
Muchos kilómetros al sur, en la aldea de Changalane, medio centenar de niños intentan sobrevivir a la desnutrición en otro Centro de Salud, que, como el anterior y ante la ausencia del gobierno, es atendido por diversas Organizaciones No Gubrenamentales (ONG´s). Aunque los indicadores macroeconómicos de Mozambique dicen que existe una mejoría en los bolsillos de la gente en los últimos años, la nula actividad económica de la región muestra otra realidad: que los habitantes de la zona no tienen qué comer, que las tasas de mortandad infantil siguen sin cambio significativo en los últimos años y que el gobierno con tal de justificar la ayuda económica del exterior y seguirse beneficiando de ella, manipula las cifras. Estas son imágenes habituales en Mozambique, un país olvidado en el África Meridional rodeado por otros Estados tristemente conocidos por encontrarse en medio de una crisis humanitaria sin precedentes: según UNESCO, alrededor de 25 millones de personas, la mitad de ellas niños y niñas, se encuentran en peligro de morir de hambre en los seis países afectados: Lesotho, Malawi, Mozambique, Swazilandia, Zambia y Zimbabwe.
Hace diez años la falta de lluvias tenía en la hambruna total a la región. Hoy, el VIH/SIDA se roba la vida no solo de adultos, ancianos y niños que mueren por su causa, sino también de quienes aun subsisten. Se calcula que en cada familia en donde existe por lo menos un enfermo VIH los ingresos se han reducido en más de un 80%, reflejándose en el hambre de cada día.
Tía Jó me muestra cómo cocinar el xima, alimento tradicional del país y que no es otra cosa más que harina de maíz, en ocasiones de mandioca, a punto de puré. Cada día en las aldeas se come xima con arroz. Raras veces hay otra opción. El problema hoy en día es que el maíz es cada vez más escaso y caro, así que pasan semanas en las que sólo se puede comer arroz. “Una se acostumbra a todo menos a no comer. Así que cuando no hay más qué comer, me duermo, y entonces sueño, y en los sueños se come muy bien” me dice con una linda sonrisa pero con una mirada aguda que pareciera querer gritar. Mientras me cuenta la historia de su vida juguetea dibujando sobre la tierra letras inexistentes. Una noche de hace seis años, cuando tenía 16, fue violada por un hombre portador del virus del sida bajo la creencia extendida de que ultrajar a mujeres vírgenes y niños curará la enfermedad. Tía Jó me muestra su tarjeta médica y su progreso en defensas, me invita a comer el xima que ya ha de estar listo, me pregunta sobre México. Tía Jó quiere vivir. En esta región, una de cada cuatro personas entre 15 y 49 años vive con sida.
Al entrar al Centro de Salud de Ndividuane una viejecilla grita de alegría al verme. Me empieza a contar tantas cosas al mismo tiempo que mi portugués no da abasto. Me reclama el no haberla visitado o hablado en tanto tiempo y me llena de carisias mustias. Me confunde con un hijo lejano al que no veía desde hace años. Le digo que me ha ido bien sin saber el por qué me he metido en este equívoco diálogo en lugar de clarificar la confusión. Se llama Tía Belé y está en la fase final del sida. En los últimos tiempos he visto esa misma mirada cristalina. Me cuesta despedirme de ella, así que le cuento los partidos de México en el Mundial de fútbol y le abrazo como a una abuela recién adoptada. Un par de semanas después vuelvo al Centro de Salud de Ndividuane y ella no está en su cama. No me atreví a preguntar al doctor si se mejoró y está en casa o es parte ya de las estadísticas. Empiezo a acostumbrarme a ver cómo la gente desaparece.
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Baile de máscaras
En dialecto shangaan no existe el tiempo futuro, quizá como reflejo de la poca esperanza en el mañana. La vida transcurre cansinamente, sin objetivos ni esperanza. Hay que pasar el día, la semana, el mes o el año. La temporada seca y la de lluvias, esperando sobrevivir a la violencia o las enfermedades. “Sólo los niños, quienes muestran amor, alegría y vida, son la esperanza de un mejor futuro en este maltrecho país”, dice Blanca, colaboradora de una ONG portuguesa en Mozambique. “¡Imagínate, cada familia tiene cinco o más hijos!, en algún momento esa nueva generación le dará un vuelco a las malas maneras en esta nación”. Con más de 20 millones de habitantes, la mitad de ellos menores de 18 años, Mozambique vive marcado por la violencia contra las personas, por los continuos desplazamientos de personas intentando huir de la pobreza, del acoso de las autoridades y las enfermedades causadas por la ausencia de un sistema sanitario y educativo funcional, por la corrupción generalizada en todos los estratos de la sociedad empezando por el gobierno, por las epidemias de malaria y sida, por la desnutrición… Un auténtico hoyo negro que no aparece en los noticiarios y cuyo hecho más conocido fue la tristemente célebre guerra civil de tres lustros (1977-1992) que dejó un legado de corrupción y violencia que se ha consolidado en las décadas siguientes ante la mirada indiferente del resto del mundo.
De la época de colonización portuguesa solo queda el idioma, algunos edificios que se caen a pedazos y los intereses de pequeños empresarios lusitanos en la región. Los nuevos conquistadores son los chinos, que como en toda África Meridional, construyen infraestructura a cambio de tierras. También existe una gran comunidad que se autodenomina cooperante. Nórdicos, ibéricos y norteamericanos, principalmente, algunos de ellos prestándose al espejismo de la cooperación para el desarrollo: en un país donde a pesar de que el 70% de la población vive en la franja de la pobreza y, al mismo tiempo y en la misma calle, se ve a “servidores públicos” conduciendo sus autos de lujo (Hummers, Mercedes y una amplia gama de 4×4) rumbo a ostentosas zonas residenciales. En este país, no se puede hablar de transparencia y de que el gobierno utilice correctamente los fondos económicos que le son confiados. Nada mejor para un mozambiqueño que alguno de sus familiares sea elegido para ‘trabajar’ en la Administración Pública.
En un país donde la inflación se mide sacando un promedio en la alza de los precios de tan sólo dos ciudades (Maputo y Bilene) las cifras no pueden ser creíbles. En un país donde las cifras de pobreza extrema bajan cada año sólo porque la canasta básica se disfrazó y perdió productos de primera necesidad no se puede decir que haya mejora en la vida de la gente; en un país de máscaras no se puede decir que las cosas estén mejorando para la mayoría.
Un alto encargado de Cooperación Española quien me pidió guardar anonimato, resumió la situación así: “Al final todos contentos: los técnicos de ONG’s de desarrollo felices porque después de dos años de vivir aquí regresaran a Europa con buenas cifras, lo que les hará mantener o mejorar su puesto; las agencias de ONU dándose la gran vida en sus burbujas de comodidades; pero sobre todo, el más contento es el gobierno que puede sostener su gasto corriente. 50% del presupuesto proviene de la cooperación exterior. ¡Sólo el 10% de la población paga impuestos! Al Frelimo (partido en el poder) no le interesa una reforma fiscal a fondo que lo único que causaría sería disgusto en su electorado. El gobierno prefiere mantenerse de la ayuda extranjera y la ayuda extranjera cierra los ojos ante la corrupción que se ve en cada esquina”.
El dinero destinado a proyectos de desarrollo entra a grandes arcadas en Mozambique, el problema está en la distribución. La idea de los últimos tiempos de que los fondos para desarrollo deben ser transferidos a instituciones gubernamentales se están topando con la realidad de la corrupción. Los Países Nórdicos, históricos aliados de la región, se han convertido en un modelo para otras agencias de Cooperación en la región, pero el esfuerzo no es aun suficiente.
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Sobremesa
Me sorprendo comiendo a velocidad de un occidental. Mientras mis compañeros de mesa –jóvenes mozambiqueños, trabajadores del Área de Educación Sexual de una ONG Española– apenas saborean su arroz, yo ya acabé mi platillo (arroz chino con xima). Me hablan con toda naturalidad y espontaneidad sobre sexo. Así es como me entero de que la práctica de la masturbación no es común entre las mujeres: la razón es simple y arrolladora: “¿Por qué estar tan sólo en la cama pudiendo tener cualquier pareja?”. Simple y concreta la respuesta de Ofèlia. Así, el sexo lo invade todo. Los pensamientos, las tardes, las noches, los bailes, la música, las pláticas cortas y las largas. La poligamia como moneda corriente. Es entonces cuando me clarifican que ‘tengo derecho’, a por lo menos, tres mujeres y que por el hecho de ser molongo puedo ser amante de cualquier mujer en cualquier localidad sin temer a los celos de su pareja. Probablemente haya mucho de broma pero también algo de verdad en sus palabras. África es un continente machista y Mozambique no es la excepción. Los hombres están conscientes del papel que le concede la cultura y entonces es en la mujer en quien recae la pesada carga de trabajo: recoger la leña, hacer de comer, cuidar a los hijos, recoger el agua, servir en la mesa y en la cama… Todo.
Por la tarde, Ofèlia muestra la forma de utilizar el condón femenino a un grupo de mujeres de la aldea de Mahanan. Yo mismo sigo con especial interés la explicación sobre este peculiar preservativo tan popular en África y tan poco utilizado en nuestros países. Sólo después me entero que su popularidad se debe justo al sentimiento de independencia; gran parte de los hombres no se enteran que sus parejas lo usan. Aunque el hombre quiera tener sexo sin protección, la mujer, aprovechando las sombras de la noche, hace del condón femenino su mejor aliado.
Ofèlia tiene carácter. Forjada en el seno de una familia sin padre, a los nueve años fue brutalmente golpeada por su padrastro en turno quien le dejó una gran marca vertical que atraviesa su mejilla derecha. “Me casé a los 16 años. Quería salir de casa”. Ofèlia ama su cultura y su país. A diferencia de sus vecinos de continente, influenciados por la tradición cultural británica, quien visita el país dice que Mozambique es la América Latina de África, con gente abierta y cálida, llena de influencias árabes, hindúes, portuguesas y africanas. Y aunque la mayoría de las historias sobre Mozambique tienden a ser oscuras, las historias que cuentan los jóvenes que han escuchado de los pocos viejos que quedan, son una rica tradición oral pasada de generación en generación: una enciclopedia abierta sobre esta tierra.
Es fácil enamorarse de Mozambique y su gente. Escucho Madalena de María Gasolina en mis auriculares mientras conduzco mi bicicleta hacia la sede de la ONG española con la cual colaboro. Me cuesta trabajo imaginar cómo por el mismo maltrecho y entierrado camino que ahora conduzco hace tan sólo dos semanas atrás encontraron el cuerpo asesinado de un consultor brasileño quien trabajaba para un Parque Nacional de la zona. Me cuesta pensar cómo por este mismo pasaje aún quedan minas explosivas que no se han desactivado. Mientras la melodiosa voz de Lissu Lehtimaja me transporta a otros mundos y otras tierras, un par de camionetas paran bruscamente a mi lado:
–Agora eu não quero volea, obrigado, eu estou bem em bicicleta —digo con mi mal portugués a modo de saludo.
–¡Policía; ponga las manos al frente, lo vamos a esposar! –logro entender.
Ese fue el primero de una serie de avisos de las autoridades locales. Preguntar a la gente de comunidades sobre su situación en las bananeras y cañeras no pareció agradarle a los dueños del dinero. Días después me pidieron que saliera de la provincia no solo por mi seguridad, sino más bien por la de cada uno de los aldeanos que tuvo la valentía de contarme sus vidas y la de los oenegeneros que aún están allá. “La guerra y sus esquirlas todavía no están tan lejanas en este país, Alejandro”, me dice con cariño mi superior español, quien lleva ya casi veinte años en Mozambique y que ha visto y escuchado todas las historias de barbarie que una guerra puede dejar.
Mientras escribo esta catarsis, pienso en los cientos que no tienen la oportunidad de publicar y contar su historia de bananas.