En el artículo anterior hice referencia a Jane Goodall, la primatóloga inglesa que documentó por primera vez una guerra propiamente dicha entre primates no humanos.
Dos clanes de chimpancés involucrados en un conflicto despiadado que duró más de cuatro años y que sólo terminó con la aniquilación de uno de los dos bandos. En sus notas, Goodall describía así el asesinato que desató el conflicto:
«Godi decidió alejarse de su grupo del valle Kahama hacia unos árboles frutales. Aunque son muy sociales, los chimpancés suelen disfrutar de una buena comilona en solitario. Mientras lo hacía, un grupo de ocho chimpancés del grupo vecino se movía rápida y sigilosamente por la frontera de sus territorios. Esta partida avanzaba en fila india, en silencio, parando cada vez que ganaban unos cuantos metros para atender al olfato y al oído. Su pelo estaba erizado y se mostraban ansiosos y excitados. El joven macho que disfrutaba de su merienda en las ramas de un árbol no vio venir el ataque. Súbitamente, los machos más rápidos del escuadrón de ataque se lanzaron sobre Godi, derribándolo bruscamente. Aunque logró zafarse del primer asalto, Humphrey, Figan y Jomeo, el peso pesado del clan de Kasakela, corrían hombro con hombro tras él hasta que el primero de ellos logró agarrarle por una pierna, tumbándolo de golpe en el suelo, boca abajo. De un salto, Humphrey se sentó sobre su cabeza, sujetando sus extremidades, para que los otros cinco machos adultos desataran la violencia sobre su cuerpo desamparado. Un macho adolescente y una hembra, Gigi, les jaleaban en un segundo plano».
En la descripción de Goodall llama la atención la capacidad de los chimpancés para observar clandestinamente a su objetivo y desarrollar una estrategia fundamentada en la información que habían recopilado.
Las tácticas de las primeras guerras entre clanes de seres humanos se basaron, sin duda, en los métodos y la experiencia de los cazadores. En aquella época todos éramos cazadores, y la subsistencia dependía del éxito de las cacerías. Y buena parte del éxito se fundamenta, siempre, en la táctica. Y para aplicar la táctica necesitamos información.
Ya en la Prehistoria, para aplicar las tácticas de guerra era necesario tener información del enemigo
Todos estamos más o menos familiarizados con el ajedrez, un juego de estrategia pura en el que dos oponentes se enfrentan en igualdad de condiciones en cuanto a material y también en cuanto a la información que tienen sobre el enemigo, ya que todas las fichas están a la vista. La partida la gana el que mejor desarrolla su estrategia, sin más factores. Pero imaginemos una partida de ajedrez disputada sobre un tablero en el que la última fila de nuestro oponente, aquella en la que se encuentran el rey, la reina, los caballos, los alfiles y las torres, no está a la vista. Y no sólo eso, sino que es posible que nuestro rival tenga más de una reina, o ninguna. O que las fichas no estén en la casilla que suponemos. El desconocimiento sobre el potencial y la ubicación de las fuerzas enemigas sería un factor determinante en el desarrollo de nuestra propia estrategia. Estaríamos obligados a efectuar ataques a ciegas, sin estar seguros de las repercusiones de nuestros movimientos. Así son la mayor parte de las guerras.
Imaginemos ahora que del resultado de esa partida dependiera la vida y la supervivencia de los nuestros. El valor de la información sobre la ubicación de las piezas enemigas sería inmenso, absoluto. Estaríamos dispuestos a pagar lo que fuera por esa información. Extorsionaríamos, sobornaríamos y mentiríamos. Mataríamos a inocentes por ella. Y no sólo eso; haríamos lo mismo para evitar que nuestro contrincante accediera a la información referente a nuestras piezas. Y esa intención conformaría lo que llamamos inteligencia militar. Espionaje y contraespionaje.
El de espía es, con toda seguridad, uno de los oficios más antiguos que existen. Muchos de nuestros primeros antepasados debieron morir de forma terrible al ser descubiertos mientras exploraban y espiaban a sus enemigos, intentando determinar su número, su potencial y sus flaquezas. Los espías de todas las épocas han compartido ese pavor a ser descubiertos, y también un destino terrible en caso de ser capturados. Los espías son armas formidables, y provocan un profundo temor y el correspondiente odio en el enemigo. Su muerte suele ser ejemplar, disuasoria.
La muerte del espía suele ser ejemplar, disuasoria. Su sola presencia causa temor y odio en el adversario
Sun Tzú, en el siglo IV a.C, ya se refiere a la importancia de los servicios de información en su El arte de la guerra: «Los dirigentes brillantes y los buenos generales que sean capaces de conseguir agentes inteligentes como espías asegurarán grandes logros».
Y en el tercer milenio antes de Cristo ya se documenta una red de espionaje en Mesopotamia creada por el rey Sargón I, que recababa información de forma sistemática de los mercaderes que transitaban los territorios que pretendía conquistar. Y según parece pagaba espléndidamente por ella.
Los espías han formado parte de todas las guerras y su participación ha resultado casi siempre fundamental. Durante la segunda guerra mundial, debido a la magnitud y complejidad del conflicto, la actividad de los servicios de información llegó a su apogeo histórico. Los aliados lograron descifrar el código que los alemanes usaban para comunicarse en clave (el célebre Enigma), circunstancia que los alemanes, a su vez, consideraban imposible. Sin embargo, los aliados se vieron obligados a ser cautelosos con la ventaja que les otorgaba su capacidad de tener acceso a las comunicaciones alemanas.
Era una situación paradójica; se trataba de beneficiarse, por supuesto, pero el beneficio no debía manifestarse con demasiada obviedad para evitar que los alemanes sospecharan. Los aliados, en definitiva, no sólo debían evitar que sus enemigos supieran que habían descifrado un código que consideraban perfecto (haciendo gala de una innegable arrogancia, todo hay que decirlo), también debían evitar que supieran que tenían la capacidad de hacerlo, ya que esto hubiera condicionado el desarrollo de futuros códigos y sistemas de encriptación.
En su maravillosa novela Criptonomicón, Neal Stephenson nos describe con un sentido del humor delicioso una serie de acciones llevadas a cabo por una (ficticia, por supuesto) unidad especial del ejército norteamericano, cuya función es dar cobertura a acciones bélicas cuyo éxito había sido posible gracias a la superioridad aliada en el contraespionaje y al destripado del código Enigma. Si un submarino alemán era detectado en medio de la niebla más espesa por un avión aliado (circunstancia que hubiera hecho sospechar al menos suspicaz de los mandos alemanes), los aliados enviaban un comando a un punto cercano de la costa y fingían que una unidad llevaba allí varios meses observando clandestinamente el tráfico naval. Construían letrinas y las rellenaban con la cantidad de heces adecuada, dejaban restos de comida, etc. Y después, por supuesto, se hacían capturar. O si descubrían, gracias un mensaje interceptado, que los alemanes había roto uno de los códigos aliados, fingían que un barco con armamento destinado a la resistencia embarrancaba por accidente en la costa de Noruega y el capitán se dejaba capturar con el libro de códigos, lo cual respaldaba la decisión de los aliados de dejar de usarlo.
El desembarco de Normandía
No obstante, el logro más espectacular de los aliados fue desembarcar un cuarto de millón de hombres y cincuenta mil vehículos en las playas de Normandía sin que los alemanes tuvieran previamente la menor idea de la fecha y el lugar exactos.
Tras la Guerra Mundial llegó la Guerra Fría. Una guerra sin conflicto armado en que los servicios secretos dejaron de tener un papel accesorio para erigirse en soldados. O en guerreros, que tal y como afirmaba el protagonista de la maravillosa Capitán Conan, no son términos que tengan el mismo significado.
John LeCarré describió como nadie la atmósfera de aquel conflicto despiadado y sin reglas. Una guerra esquizoide que se libró prácticamente a ciegas. Seres humanos abocados a una vida fraudulenta. Hombres y mujeres que llegaron a casarse y a tener hijos en una patria que era en realidad la del enemigo. Años enteros dedicados a ser aceptados por aquellos que pretendían destruir. LeCarré se refiere a ellos como los «Peregrinos secretos». No podían ser reconocidos ni condecorados, y en caso de ser descubiertos no podían apelar a la compasión ni al respeto de sus enemigos. En cuanto a los suyos, sólo les cabía esperar la negación. Eran negados y repudiados, como lo han sido todos los espías. Una profesión innoble pero indispensable. Entrenados sistemáticamente para convertirse en mentirosos, traidores y asesinos.
Hay un párrafo de la novela El juego de Ender (Orson Scott Card, 1985) que resume perfectamente el terrible espíritu de la profesión de espía: “En el momento en que entiendo verdaderamente a mi enemigo, en el momento en que le entiendo lo suficientemente bien como para derrotarle, entonces, en ese preciso instante, también le quiero. Creo que es imposible entender realmente a alguien, saber lo que quiere, saber qué cree, y no amarle como se ama a sí mismo. Y entonces, cuando lo amo, es cuando lo destruyo”.