Roland Garrós, actualmente, es conocido por haberle dado su nombre al torneo que se celebra cada año en París, uno de los cuatro torneos de tenis que conforman el Grand Slam. Sin embargo, Garrós no era tenista, sino aviador. En septiembre de 1913 llevó a cabo la gesta de ser el primer piloto en cruzar el mar Mediterráneo (sin escalas) a bordo de un aeroplano. Lo hizo a los mandos de un Morane-Saulnier y tardó poco menos de seis horas. Cuando tomó tierra en Bizerta (Túnez) le quedaban menos de cinco litros de gasolina en el depósito. Es de justicia remarcar que el aparato había sufrido una avería en Córcega, poco antes de despegar, pero Garrós insistió en intentar la travesía. El aparato con el que realizó aquella proeza montaba un motor de apenas 60 caballos de potencia. Era un modelo casi experimental, muy frágil, ligero y poco manejable, además de muy sensible a las rachas de viento. Básicamente era un armazón de madera cubierto con tela impermeable. Para hacerse una idea de la magnitud de la locura que era aquel intento hay que tener en cuenta que la aviación, por aquel entonces, contaba apenas con 10 años de historia.
Tras el inicio de la Primera Guerra Mundial, Garrós se presenta voluntario para servir como aviador. Y es él, junto con su amigo Saulnier (el ingeniero que diseñó el avión con el que Garrós había cruzado el Mediterráneo, un individuo muy interesante) el primero en encontrar una solución al problema que frenaba el desarrollo del concepto de avión de caza.
Si alguien intenta alcanzar con un arma de fuego un objetivo que esté en movimiento se sorprenderá de lo difícil que es. Sobre todo si se mueve muy rápido. El clásico tiro al plato, por ejemplo. Los pilotos tenían la hélice del avión justo delante de su punto de vista, por lo que si colocaban una ametralladora sobre el motor para poder apuntar con el punto de mira hubieran acabado por impactar contra una de las palas. Como dijimos en la anterior entrega, las soluciones que existían hasta entonces eran colocar el arma sobre las alas superiores (en el caso de los biplanos) o colocar la hélice detrás del aviador. En el primer caso, apuntar era mucho más difícil (como dispararle al plato sin poder apuntar directamente), y además estaba el agravante de tener que manipular (recargar o desencasquillar) un arma colocada a metro y medio por encima de sus cabezas mientras se hacían cargo de los mandos de navegación. Y en el segundo caso, el problema estribaba en que un avión cuya hélice «empuja» en lugar de «tirar» del aparato tiene como consecuencia una notable pérdida de maniobrabilidad. Los aeroplanos son menos manejables y lentos en sus reacciones, y por lo tanto más vulnerables en combate.
La solución que concibe Garrós no es muy sofisticada; en lugar de buscar la forma de que los proyectiles no impacten en la hélice, lo que hace es reforzarla (en aquellos tiempos eran de madera, ya que los motores de los primeros aviones, de escasa potencia en relación a su peso, no hubieran podido asumir el peso de una hélice metálica) con deflectores metálicos en forma de tobogán para que las balas que impacten no la dañen. Garrós es el primero en poder apuntar a otro aeroplano a través del punto de mira de su arma, estando el arma sujeta al aparato. En otras palabras, Garrós podía apuntar con su avión. El sistema, no obstante, tenía muchos inconvenientes. Los impactos en los deflectores de la hélice podían llegar a descompensarla, y las balas rebotadas, en casos de mala suerte, dañar al motor o incluso al piloto.
Garrós logró varios derribos de aeroplanos enemigos antes de ser él mismo abatido por el fuego antiaéreo. Hizo un aterrizaje de emergencia tras las líneas alemanas y no tuvo tiempo de destruir los restos de su avión antes de ser capturado. Los alemanes, como es lógico, encontraron muy interesante el invento. Se lo hicieron llegar a Anthony Fokker, un piloto e ingeniero holandés que poseía una pequeña fábrica de aviones y que tenía contratos con el ejército alemán. Hay que recalcar que Holanda se mantuvo neutral durante la Primera Guerra Mundial.
Fokker no estaba familiarizado con las ametralladoras (de hecho, no había visto una ametralladora en su vida) ni con asuntos bélicos. Pidió que le enviaran una parabellum reglamentaria y en apenas unos días desarrolló su prototipo, ya que el sistema de Garrós le pareció demasiado rudimentario. La idea era que fuera el mismo eje de la hélice el que disparara el arma. Fijó unas levas al eje que hacía girar la hélice de forma que en el momento en que las palas no estuvieran pasando por la línea de fuego fuera la propia leva la que accionara el gatillo. Las ametralladoras sólo podían disparar 600 veces por minuto, mientras que la hélice giraba a 1200 vueltas vueltas por minuto y tenía dos palas, por lo que por un punto fijo pasaba una pala 2400 veces por minuto. Este hecho le obligó a hacer algunos ajustes, pero apenas invirtió unos días en presentar su prototipo a los mandos alemanes. Un prototipo que revolucionó la aviación de guerra.
¿Y qué pasaba, mientras tanto, con los caballos? Al fin y al cabo, estábamos hablando de ellos. En la próxima entrega explicaré cómo les iban las cosas.
Para finalizar por hoy, enlazo un vídeo muy interesante con filmaciones de la época.