La mayoría de la gente tiene un concepto erróneo de lo que es la autoestima. Como concepto, quiero decir. Resumiéndolo mucho (mucho), podríamos afirmar que la autoestima, la auténtica, es una mezcla exacta de confianza y de respeto.

Lo de la confianza se refiere a nosotros mismos, claro. Pero no sólo se trata de confianza en nuestras capacidades, o al menos no exactamente. Se trata, más bien, de confianza en nuestros procesos mentales, en nuestra objetividad a la hora de analizar las situaciones. Ver las cosas como son, aunque duela. Partiendo de la base, por supuesto, que es imposible ser objetivo al 100 %.

La conciencia del entorno es esencial para la supervivencia de cualquier ser vivo. La mayoría de los animales tienen algún sentido especialmente desarrollado. Cuanto más vulnerables sean, o cuanto más abajo estén en la cadena trófica de su ecosistema (es decir, cuanto más depredadores potenciales tengan en su entorno) más importante es tener los medios adecuados para prever un ataque y tener ocasión de eludirlo. Y ésa es la grandeza de la selección natural; los individuos mal adaptados no suelen sobrevivir para dejar descendencia. Los roedores campestres, por ejemplo. Es una familia de especies muy amplia, y podemos encontrar ejemplares en cualquier lugar del mundo. Y su vida es muy complicada, porque son la base de la alimentación de un montón de depredadores. Su oído y su olfato están muy, muy desarrollados. Y un ratón que nazca sordo, o padezca de anosmia (la incapacidad de detectar olores) morirá muy, muy joven, y eso tendrá como consecuencia que no podrá reproducirse y tener hijos sordos o anósmicos. Porque en realidad, lo que interesa es que la especie, el genoma, sobreviva. Y los individuos somos peones en una partida que a veces no entendemos. Los roedores, por ejemplo, tienden a tener muchas crías en cada parto, y pueden tener camadas cada poco tiempo. Y eso asegura su supervivencia como especie, aunque tengan tantos depredadores que la vida de los individuos tienda a ser breve y muy estresante.

Los humanos, sin embargo, somos un caso aparte. De entrada somos racionalmente conscientes de que estamos separados de la enfermedad y la muerte por una fracción de tiempo cada vez más breve. Eso nos convierte en neuróticos, porque nadie puede sobrellevar esa certeza con calma, creo que ya os lo dije. Pero, además, tenemos otra peculiaridad; somos capaces de engañarnos a nosotros mismos. O, mejor dicho, podemos elegir no tomar conciencia del entorno. Hacernos los locos, en definitiva, cuando percibimos señales de peligro. O percibirlas pero elegir no actuar al respecto. Si no traducimos nuestras percepciones en actos, el resultado es el mismo que si no percibimos las señales. Es como si tuviéramos la capacidad de desconectar las alarmas. Imaginad a un piloto de avión, en su cabina. Empiezan a encenderse las luces de alerta. Falta de combustible, o un fallo eléctrico, lo que sea. Y el tío va y apaga las alarmas, porque la situación le supera. Finge que no pasa nada o que no es para tanto. Se coloca en posición fetal, o se chuta alguna droga, o lo que sea. Y sí, así actuamos la mayoría, en mayor o menor grado.

Y el respeto. Con el respeto me refiero a respetar lo que somos, lo que la vida ha hecho con nosotros. No presionarnos para salir adelante como haría un padre desalmado. Entender la razón por la que a veces nos bloqueamos o nos sentimos incapaces se seguir adelante, o de hacer esto o lo otro. Fustigarnos, darnos latigazos para salir adelante como a un pobre caballo agotado que ya no puede más.

En fin, ya seguiré hablando de esto, porque es un tema que me fascina.

Hubo un momento en el que me di cuenta de que lo más razonable era salir corriendo de la casa del padre de Elisa. Y tuve un par de ocasiones de hacerlo, y fue porque ellos permitieron que las tuviera. Me pusieron a prueba. Y no sólo no me fui, sino que me di cuenta de que deseaba quedarme allí, con ellos, todo el tiempo que pudiera. Y eso fue lo que hice, porque estaba entre personas iguales a mí. Y ellos, claro, se dieron cuenta de que podían confiar en mí. Aunque bueno, ellos ya lo sabían. Ya me habían reconocido.

Una noche, el padre de Elisa le extrajo tres metros de intestino delgado al invitado que tenían en el sótano. Me permitió que le ayudara y me enseñó cómo hacerlo. Me trataba como al hijo que no tuvo. El invitado nos miraba y se reía mientras le operábamos. Hasta me dejó que yo suturara la incisión. Y después, esa misma noche, hicimos unos chinchulines a la brasa de encina, en la azotea, y bebimos un vino argentino estupendo, muy recio. Elisa me acariciaba el cabello cada poco rato y me miraba con los ojos brillantes. Ella se sentía muy feliz al darse cuenta de que yo los había aceptado y me sentía como en casa. Merche seguía drogada todo el día. El padre de Elisa me dijo que la pobre necesitaba estar una temporada sin pensar. Como cuando dejas enfriar un ordenador recalentado. Y al día siguiente, Elisa y yo tomamos el sol en la azotea, desnudos. A ella le gustaba mucho la azotea. Le gustaba, sobre todo, observar los pájaros con unos binoculares de ornitólogo. Los conocía todos. Y, sobre todo, le gustaba hacer el amor al sol. Con la piel ardiendo. A mí me daba un poco de vergüenza, al principio, pero es maravilloso. Y luego podíamos pasarnos horas sin decir nada, y nos sentíamos tan cerca el uno del otro que me daban ganas de llorar de felicidad.

En fin, la semana que viene os iré contando. No os pongo receta porque tenéis el enlace de los chinculines, aunque creo que a la mayoría os darán bastante repelencia. de todas maneras, la semana que viene tengo una sorpresa con las recetas y será un poco extenso!

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