Existen tantas formas de sentirse realmente cerca de otra persona como individuos hay en el mundo. Me refiero a no poder estar más cerca de alguien, a que no sea posible reducir más la distancia espiritual. En ocasiones ni siquiera es cuestión de que te lo propongas. De hecho, lo normal es que si fuerzas las situaciones acabes estropeándolo todo. Por poner un ejemplo; en la secuela de Alien. Aliens, el regreso (1986). La de los Marines. Dirigida por James Cameron. No es una gran peli, y está a años luz de la primera, que es una obra de referencia. Pero bueno, se deja ver. Yo le tengo cariño porque fui a verla al cine con una chica que me gustaba mucho y cuando salió el primer monstruo me cogió la mano y ya no me la soltó en todo el rato. A veces escondía la cara en mi hombro y yo era el tío más feliz del mundo. La cosa no acabo bien porque su madre era una arpía y la presionó para que dejara de verme. Al cabo de unos años me la comí. A la madre, quiero decir. En Benidorm. Hice un Carpaccio maravilloso e invité a una vecina que siempre me regalaba tomates de su huerto. Con rúcula, por supuesto. De su huerto, también. Luego os pego la receta, que hace días que no pongo ninguna.
El personaje que más me gustó de Aliens fue el de la Marine Vásquez. Una chica muy atractiva, más fuerte y valiente que la mayoría de sus compañeros.
Vasquez acaba odiando al teniente que está al mando del pelotón, porque es un oficial que jamás ha entrado en combate. Un oficinista, un burócrata. Cuando empieza el jaleo se siente superado por la situación y se viene abajo. Un desastre. Pero después tiene la ocasión de redimirse. Supera el miedo a morir y sus inseguridades, y lucha haciendo lo que puede. Y cuando hieren a Vásquez se queda con ella, y se gana su respeto. Se quedan atrapados en un conducto de la ventilación (hay que ver qué manía tiene la gente de meterse en lo conductos de ventilación, en las pelis de miedo) y cuando los Alien se los van a merendar se miran a los ojos, se abrazan y hacen estallar una granada para llevarse unos cuantos por delante. Sin vacilar. Mueren juntos como valientes y con el corazón en paz. Unas horas antes eran individuos opuestos. Un burócrata y un alma guerrera. Pero las circunstancias se llevan por delante todo eso y sólo queda la esencia. Y cuando la esencia más honda de dos personas se manifiesta a la vez y converge se establece un nexo muy especial, incomparable. Es difícil sentirse más cerca de otra persona que Vásquez y el teniente en esos últimos segundos.
O el tema de las cartas, por poner otro ejemplo. Personas que no llegan a conocerse nunca físicamente, que sólo se escriben cartas. Durante años. Hasta que sus almas se conocen a la perfección. Y es que el organismo físico, muchas veces, es un estorbo para que las almas se acerquen.
El caso es que cuando Merche intentó suicidarse perforándose la arteria femoral con una daga medieval yo llegué a tiempo de meterle el dedo en la herida para taponar la arteria. Es como taponar una manguera que no tenga demasiada presión. Podía sentir el embate de su pulso, cada vez más débil, contra mi dedo. Merche tenía un corazón de atleta. Afortunadamente estaba muy drogada y tenía el pulso muy bajo, por lo que la sangre no salía a demasiada presión.
Pero lo que quiero deciros es que nunca me había sentido tan cerca de otro ser humano como en aquel momento. Mi dedo era lo que evitaba que a Merche se le fuera la vida a borbotones. Éramos casi como un único organismo.
El cable de la línea telefónica pasaba por detrás del sillón en el que estaba Merche, así que tiré de él para acercar el teléfono y llamé a casa de Elisa. No sé por qué lo hice. Supongo que pensé que si llamaba al médico que atendía a mi tía ella hubiera acabado enterándose de todo aquello, tarde o temprano. Y Londa también. Creo que lo hice por pudor, para intentar salvar a Merche. Un intento de suicidio es una losa para el resto de tu vida. El caso es que arrastré a Merche hasta la puerta sin sacar el dedo de la herida, y cuando llamaron al timbre les abrí. Estaban los dos, Elisa y su padre. Y durante un segundo, antes de que reaccionaran y mientras nos miraban a ambos, me di cuenta de lo que había hecho.
Ya os conté que el padre de Elisa, que era médico, había capturado al tío que violó y asesinó a su hija. Después le seccionó la médula espinal a la altura de las cervicales, le amputó los brazos y las piernas, le desprendió la mandíbula inferior y le seccionó la lengua para que no pudiera suicidarse tragándosela ni mordiéndola. Y después hizo cubitos de caldo con todo lo que le había amputado y los usaba para alimentarle. Lo tenían en un cuartito del sótano, bien atado a la cama, y de vez en cuando le ponían documentales o pelis de cine clásico.
Y bueno, allí estaban ahora los dos, mirándome como si fueran dos velocirraptores de los que salían en Parque Jurásico. Se entendían sin hablarse. Al fin y al cabo, en aquel momento yo era el novio de Elisa, y acababan de pillarme con el dedo metido en la arteria de una chica guapísima que estaba desnuda, (yo también lo estaba, de hecho) en una casa que olía a sexo, y los dos estábamos drogados perdidos.
Por un momento se me paró el corazón del susto al darme cuenta de que yo podía acabar en otra cama tamaño niño de cinco años, sin brazos ni piernas y alimentándome de mí mismo.
En fin, ya os podéis imaginar que la cosa no acabó mal, porque si no no estaría yo aquí contándolo. En realidad fue todo muy bonito. La semana que viene os cuento, que ya me he pasado de extensión!
La receta:
Vittorio Carpaccio era un pintor, célebre por el atinado uso que hacía de los tonos rojos más oscuros. De ahí el nombre del plato. Antes que nada, por si ya estáis a la defensiva; la carne del Carpaccio, realmente, no está cruda. No del todo. El zumo de limón la macera y hace una cocción en medio ácido. Al estilo de los boquerones en vinagre, por ejemplo. O de cualquier otro encurtido.
Ingredientes, para 2 personas:
100 gr. solomillo de ternera, cortado en lonchas muy finas, un puñado de hojas de rúcula, 30 gr. parmesano en escamas (en escamas, por favor, nada de rayarlo), sal gorda, pimienta, zumo de limón, aceite de oliva virgen y una cucharadita de alcaparras. Las alcaparras son opcionales, no os preocupéis. No le gustan a todo el mundo. En muchos supermercados tienen la carne preparada para el Carpaccio. Si la cortas en casa es mejor congelar primero el solomillo, que debe estar limpio de grasa. Una vez congelado es mucho más fácil de cortar en lonchas realmente finas, casi traslúcidas. Una vez cortado se dispone sobre platos planos. Se descongelará en pocos minutos a temperatura ambiente.
Ponemos una base de rúcula, colocamos la ternera encima y la cubrimos con el parmesano en escamas (no rallado, reitero!. Y a temperatura ambiente, que frío pierde mucho sabor) y las alcaparras escurridas. Aderezamos con el zumo de limón, la sal, un golpe de pimienta recién molida y un hilo de aceite de oliva virgen de buena calidad.
Es recomendable servirlo de inmediato, que el limón puede llegar a estropear la carne!
Y si os da por ser creativos, podéis incluir lo que os de la gana. Cosas como alcachofa, espárragos, manzana o fresa (cortadas en láminas finas)