Lo que hizo Merche conmigo, en el fondo, fue una adopción en toda regla.
Cuando le arrebatas a su cachorro, una hembra es capaz de trastornarse hasta el punto de adoptar a una cría ajena, aunque sea de una especie distinta. Les duele la ausencia, y es un dolor muy intenso y sostenido.
Mi tía me quería mucho, pero nunca pretendió ponerse en el lugar de mi madre, ni hubiera podido hacerlo. Y Londa me apreciaba, claro, y más ahora que yo era su camarada, pero tampoco era lo mismo. Hubiera dado la vida por mí, pero no era mi madre. Merche se volcó en mí con toda su alma para paliar su dolor y porque percibió mi soledad y mi desamparo.
Lo primero que hizo fue enseñarme a pelear, a defender mi vida. Londa me había enseñado cosas, pero lo había hecho un poco por cumplir el expediente, sin pasión. Merche, sin embargo, lo hizo de forma obsesiva y visceral. Creo que ella tenía un problema con eso, que por ahí reconducía sus miedos más íntimos. Quería ponerme a salvo, enseñarme a sobrevivir en un ecosistema despiadado. Eso, en cierta forma, la redimía de sus errores. Y es que ella, íntimamente, consideraba que había cometido errores y que por eso estaba perdiendo a su hijo. Y por esa razón sufría tanto.
Cuando nos hablan de métodos de defensa personal imaginamos enseguida a dos individuos intercambiando golpes y haciendo alarde de su técnica. Pero si habéis visto alguna vez una pelea real, en la calle, ya sabréis que las cosas casi nunca son así. Las películas han creado, en general, una falsa impresión de lo que es una pelea. Por ejemplo, en las películas de época los contendientes pueden estar mucho rato intercambiando estocadas y golpes de espada de forma muy elegante, lo que siempre es un buen espectáculo cinematográfico. Pero un duelo con arma blanca sería más parecido a lo que hacen los esgrimistas en las olimpiadas. Es todo muy rápido. Un observador que no entienda mucho ni siquiera sabría lo que ha pasado. Unos segundos para tantearse, mirándose a los ojos, y de repente uno de los dos arremete. Si le sale bien, vence, y si le sale mal es derrotado. La película Los duelistas, por ejemplo, es una maravilla. Y se asesoraron mucho con expertos para que resultara verosímil.
El caso es que Merche me enseñó golpes y llaves, claro, pero sobre todo me transmitió la importancia fundamental de la actitud mental a la hora de pelearse. El corazón del león. Aceptar el miedo y dejarlo fluir para no crear conflictos y tensiones (ya os dije que lo peor que podéis hacer con una emoción es negarla o intentar bloquearla), no pensar en la victoria o en la derrota (no pensar en absoluto, de hecho. Si necesitas pensar es que no confías en tu instinto) y pelear con todo tu corazón, como si estuvieras loco de ira. La mayoría de los adversarios acabarán rehuyendo una pelea con alguien que parezca estar loco de ira, porque hay mucho que perder.
Se necesita cierta técnica, naturalmente. Conocimientos sobre dónde y cómo golpear. Pero menos de lo que creemos. Si le arrancas la nariz a alguien de un mordisco es muy probable que deje de pelear de inmediato, por ejemplo, y para hacer eso no se necesita mucha técnica, aunque sí mucha convicción. Actitud mental. Casi siempre se reduce a eso.
El que provoca una pelea ya suele ir ya cargado de agresividad, mientras que el agredido no tiene tiempo de ponerse en situación, está frío. Y retrocede por instinto. Instintivamente (insisto en el instinto) intentaremos rehuir una pelea, siempre. Retrocederemos y adoptaremos una actitud pasiva. Y es lo mejor que podemos hacer. Por mucho que sepas pelear, siempre acabas encontrando a alguien que sabe más que tú. Pero en las ocasiones en las que nos acorralen, o nos agredan, y no nos dejen más opción que defendernos, es imprescindible adecuar nuestra actitud mental. Lo normal es que nos asustemos, claro, y el miedo lo magnifica y lo distorsiona todo. La mayoría de los atacantes no están preparados para una reacción muy agresiva por parte de la supuesta víctima. En fin, otro día os hablaré de eso.
Pasábamos muchas horas en el gimnasio del sótano. Londa estaba encantado, porque le resultaba un poco asfixiante tener a Merche en casa todo el día. Él la quería mucho, claro, y la apoyaba de todo corazón en aquella situación tan dura para ella. Pero también le resultaba cómodo que ella se entretuviera conmigo. Londa era una de esas personas que necesitan estar solas a menudo.
Merche me enseñaba llaves, y a zafarme de las llaves más típicas. Me enseñó cómo pelean los diferentes tipos de agresores, los más frecuentes. El que se cree que sabe, el que sabe de verdad, el que no tiene ni idea pero sí muchas ganas de pelear, etc.
Y bueno, aquello empezó a ser duro para mí, porque cada vez me sentía más atraído por Merche. Era una atracción muy física. Aún puedo recordar el olor de su piel y el contacto de sus tetas en mi espalda cuando intentaba inmovilizarme. Me oprimía el cuello para que yo me familiarizara con la sensación de estar asfixiándome y supiera reaccionar, pero sólo era capaz de concentrarme el el tacto de sus tetas contra mi espalda. Y su pelo también olía muy bien. Y sus músculos eran como los de un galgo, largos y tensos, trémulos de energía. Quería fundirme con ellos. Me ahogaba y era feliz.
Por las noches preparábamos la cena y hablábamos los tres en la cocina. Hablábamos sin parar de mil cosas. Éramos como una familia, y yo era resplandecía de dicha. El problema era que después, cuando nos retirábamos, yo podía escuchar cómo follaban. Y me afectaba mucho.
Y por aquella época conocí a Anita, en la facultad. Anita era gilipollas, un ejemplar de pura raza. Si los gilipollas fueran una especie animal, la foto de Anita aparecería en las putas enciclopedias de Historia Natural. Su padre había heredado una panadería, o algo así, y con el tiempo y mucho esfuerzo llegó a tener una puta cadena de panaderías. Incluso en el extranjero. Un hombre hecho a así mismo. Y Anita había sido su princesa, claro. La típica niñata malcriada que ha aprendido a disimular que lo es. Iba de modesta, de Hippie. Consideraba que tenía orígenes proletarios. Pero era una de esas personas a las que les han inculcado que son mejores que los demás. Toda la vida siendo especial, recibiendo regalos más caros que sus primos, escuchando que era la más guapa. La puta estrella de la película, siempre. Hasta que la echaron a perder.
Y la tomó conmigo. Íbamos con el mismo grupo de gente, y la verdad es que Anita le caía mal a todo el mundo. No conozco a nadie a quien le gusten las personas con complejo de princesa. Ni siquiera le gustan a los tíos que intentan follárselas. Lo peor es que Anita, por lo visto, padecía una depresión crónica y se tenía que medicar. Ella, desde luego, estaba encantada con su depresión. Hablaba constantemente de ella, de los médicos que la habían atendido. Norteamericanos, suizos. Su depresión era lo que usaba para seguir siendo especial, como cuando tenía once años. La mimaba, la criaba como un lechón. Su padre seguía llamándola cada día y seguía estando pendiente de ella gracias a la puta depresión. Si le hubieran curado su depresión la hubieran jodido viva.
Y ahora voy a acelerar un poco los hechos. Por un lado me piden que no corte los textos de una semana para la otra, pero por otro lado me exigen que no sean muy largos porque se leen en pantalla, así que me remitiré a lo esencial.
Anita se emborrachaba y se colocaba en todas las fiestas que organizábamos, y siempre acababa enseñando las tetas y el coño. Una cosa muy suya. Luego lloraba y se odiaba a sí misma. Todo muy freudiano y aburrido.
Anita se odiaba porque en el fondo, a nivel inconsciente, sabía que de pequeña la habían echado a perder y ya nunca podría tener una vida normal. Fromm habló de eso. Seguimos llevando dentro al niño que fuimos, nunca nos deshacemos de él ni de sus anhelos. Y Anita, como ya os he dicho, la tomó conmigo. Yo pertenecía a una familia que llevaba generaciones en la élite. Su padre tenía mucho dinero pero seguía siendo un paleto. Su padre no podía llamar a la Zarzuela. Bueno, sí que podía, si conseguía el teléfono, pero le hubieran colgado. Y a mi madre no. Podía comprar un Porsche cada año, o dos, pero en su agenda nunca estarían los teléfonos que estaban en la de mi madre o mis tíos, y ella lo sabía. Y eso la reventaba por dentro, y se dedicaba a mortificarme, y lo lograba porque era mucho más inteligente que yo.
Y con Anita descubrí, por fin, quién era yo. Como una Epifanía. Y eso es lo esencial. Descubrí que podía entender a la gente como si fuera capaz de leer el mapa de sus terrores. Algo así como escuchar un lenguaje secreto. Era como colocar un vaso en la pared para oír lo que están diciendo los vecinos en la intimidad, incluso lo que ellos mismo no se atrevían a escuchar.
Anita, por ejemplo, tenía miedo de ella misma porque era incapaz de controlarse. Su lado racional, adulto, práctico, estaba arrinconado por su parte infantil, que se había hecho con el control. Nunca le habían enseñado a controlarse, y ya era demasiado tarde. Y lo que seguía buscando era un padre autoritario que la sometiera, para sentirse a salvo.
Ni siquiera me asustó darme cuenta de los poderes que yo tenía. Tampoco me dio miedo darme cuenta de que era más cruel y vengativo que la mayoría de la gente. Yo sabía que era un individuo bastante raro. Al fin y al cabo, me gustaba comerme a la gente que me caía mal.
Creo que fue Jung el que dijo algo así como que Lo que niegas (sobre ti mismo) te somete, pero lo que aceptas te transforma. Abrazar lo que eres, sin moralinas.
La mayoría de la gente, cuando odia a alguien que les ha mortificado, se guarda su rencor y sigue con su vida. Bueno, pues yo no hice eso. Yo seduje a Anita convirtiéndome en su padre. Me la follaba, le acariciaba el pelo y era amable con ella. Y cuando me cansé la convencí para cepillármela en la vía del tren, en plan vamos a romper las reglas, y cuando me corrí me puse a acariciarle el pelo pero saqué una grapadora industrial y le clavé la puta cabellera a un travesaño de la vía y me senté a escucharla berrear de pánico. No os podéis imaginar cómo queda el cuerpo de un ser humano después de que un mercancías de 30 vagones le pase por encima. El maquinista ni se dio cuenta. Yo me llevé una pantorrilla e hice un cocido con ella, y después cociné como sesenta croquetas. De cocido, claro. Las mejores, creo yo. Y las llevé a su sepelio. Todos comimos croquetas. Sus amigos, sus hermanos y sus padres. Y me abrazaban y me decían que yo había sido importante para ella y que no me sintiera mal por el hecho de que se hubiera suicidado tirándose a la vía, mientras masticaban las putas croquetas. Anita, por cierto, siempre decía que Anna Karenina era su novela preferida.
Y yo sabía que en el fondo todo el mundo estaba hasta los cojones de Anita y de su depresión, y que las croquetas eran lo mejor que había podido dejar detrás de ella. De todas maneras estaba entusiasmado y en paz, porque me había entendido a mí mismo y había abrazado mi naturaleza. También estaba preocupado, claro, porque sentía que lo que más deseaba ahora en el mundo era someter a Merche, y era un deseo tan intenso que Londa me importaba dos cojones.
La receta. Coquetas de cocido.