Corrupción entre la policía marroquí como forma de vida, allá donde mires. Una de las grandes lacras que existen en Marruecos, un problema aparentemente difícil de solucionar. Una de esas cuestiones que, sin ser mi país, me hacen sentir profunda vergüenza. Profunda hchouma. Uno de los grandes males de la población marroquí. Un pueblo que es el principal perjudicado de todo esto, más allá de lo que temporalmente puedan padecerlo los turistas. Una policía arrogante, déspota y opresora que antes de empezar a hablar pone la mano. Una corrupción insultante que a veces intenta justificarse bajo el lema «Es que con el sueldo que cobran…». Como si eso te diera derecho a ser un buitre, abusar de tu poder, sobornar y extorsionar a cualquiera que se cruce en tu camino. (Nota para los que no lo sepan. 50 dirhams son algo así como 5€. Ser corrupto por 5€ para repartir entre dos personas).

Por suerte, sólo en contadas ocasiones he tenido que presenciar situaciones similares. Una de ellas ocurrió hace pocos meses en Fez, durante la Fiesta del Cordero. Eran algo así como las cinco de la tarde y nos dirigíamos con el coche a dar una vuelta por la medina. Yo era la única mujer española, el resto todo hombres marroquíes, y aparcamos el coche fuera de una de las entradas principales, junto a otros seis o siete vehículos que estaban allí estacionados. Como suele ocurrir en estos casos, sin saber de dónde, apareció un policía con su camisa azul y sus pantalones oscuros. Un policía muy moreno, delgado, larguirucho, con bigote, de unos 50 años. Uno de esos policías a los que, en cuanto ve una matrícula de fuera, se les ilumina la mirada.

Después de un cálido saludo a todos los presentes y sin dejar de sonreír nos dijo: «Ahí no se puede aparcar». Mientras se apoyaba en otro de los coches aparcados. ¿Por qué no?, le dijeron. «Porque no… Que no se puede». Fueron varios minutos de conversación aparentemente distendida, en los que el agente lo único que buscaba realmente, como viene siendo habitual, es que el pringao de turno le soltara unos cuantos dirhams para dejarnos marchar.

Para mi sorpresa, finalmente dejamos el coche allí y nos adentramos en la laberíntica medina sin haberle dado ni una sola moneda al policía. Después de varias horas de paseo, compras por el zoco, Hawaii y batidos de aguacate volvimos al coche. Y –oh sorpresa– allí estaba el policía. Sentado en una silla destartalada custodiando nuestro vehículo. De nuevo, con una simpatía sospecha, nos dijo que nos habíamos dejado el coche abierto y que, para que nadie le hiciera nada a nuestro querido tomobil, se había quedado allí  –como buen samaritano – cuidando de él.

Ni que decir tiene que si antes ya esperaba recibir flus, ahora directamente esperaba una jugosa recompensa. Tras varias negativas y viendo que ya estaba perdiendo demasiado tiempo con nosotros terminó por rendirse, no sin antes soltar su última perlita de la noche con cara de corderito degollado. «Khouya, ¿ni para un cafecito me vais a dar?» «Y un cigarro», le faltó decir. Aunque no soy yo de colaborar con esta lacra, mucho menos llegados a ese punto, he de reconocer que uno de los jóvenes marroquíes –a los que estas situaciones les resultan de los más cotidianas y habituales– le dio varios dirhams. Lo justo para que se tomara un café solo después de una ajetreada tarde sentado al lado de un coche español, velando por la seguridad de sus queridos compatriotas.

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