–Venerable hermano, hay muchos libros que hablan de la comedia. ¿Por qué os da este tanto miedo?

–¡Porque este es de Aristóteles!

–¿Pero qué es lo alarmante de la risa?

–La risa mata el miedo y sin miedo no hay fe. Sin miedo al Diablo no hay necesidad de Dios.

El nombre de la rosa (Umberto Eco)

La risa fue peligrosa desde el momento en el que el ser humano se percató de que podía usarla para liberarse de sus miedos. Desde entonces, algunos quisieron prohibirla o, al menos, controlarla por medio de bufones de palacio que, con el devenir de las revoluciones tecnológicas, se convertirán en bodrios televisivos a los que se les llamará programas de humor. Así, podrían darle al pueblo su ración de carcajadas sin el riesgo de que ese estado de excitación en el que entra el cuerpo cuando ingenio y malicia se mezclan condujera a la masa hacia el pensamiento crítico. Perder el miedo y replantear en voz alta lo preestablecido nunca fue moco de pavo. Por eso, reírse (o perseguir la risa) puede conducir a la muerte; esa fue la premisa sobre la que Umberto Eco edificó la abadía de El nombre de la rosa, una colmena donde aquellos que osan consultar la Poética de Aristóteles –el libro prohibido que contiene las claves de la comedia– fallecen sin remedio y con misterio. Pese a que ya sabemos que en la Edad Media utilizar la ironía como arma solía ser un pasaporte para acabar en la hoguera o en el destierro, teóricamente, diez siglos después, las cosas deberían haber cambiado. En algunas partes del mundo, formalmente, se ha evolucionado. Y, pese a todo, es difícil no utilizar la novela de Eco como un instrumento para comprender qué ocurrió en la mañana del 7 de enero de 2015 en la sede de la revista satírica Charlie Hebdo, en París.

Releer los recuerdos de Adso de Merk puede servir para entender el porqué de esos encapuchados que entraron a sangre y fuego en ese edificio. Su misión era clara. Abalearon a una decena de periodistas y dibujantes y se llevaron además a la tumba a dos policías que se interpusieron en su camino. No hubo compasión de ningún tipo. Los sujetos que apretaron el gatillo, provocando un suceso que ha dado la vuelta al globo, no conocen el sentido mágico de la risa o, si lo llegaron a degustar algún día, hace tiempo que lo olvidaron. De lo contrario, tendrían fuerza suficiente para liberarse de las cadenas que les aprisionan la mente hasta cegar el alma. A ese grupo de yihadistas les movía la misma rabia que a Jorge de Burgos, el monje-bibliotecario que se resiste a desvelar los secretos de la abadía a Guillermo de Baskerville, el monje-detective que se dedica durante centenares de páginas a desafiar el hermetismo de los benedictinos tirando del sentido del humor «que tanto le gustaba a San Francisco de Asís«.

Los periodistas solemos cargar las tintas cuando se cierra un medio de comunicación –deberíamos hacerlo más frecuentemente– para recordar que «sin periodismo no hay democracia». Los humoristas, en todas sus vertientes (actoral, televisiva, pictórica, radiofónica…), deberían alzar sus banderas cada vez que se les intenta tapar la boca. No hace falta esperar que el vaso rebose entre los balazos de los talibanes de una u otra trinchera. Guardar silencio ante la intransigencia de quien domina cargado de dolores apenas tiene una salida: la catástrofe. Durante la última década, Europa se ha convertido en una casa de Bernarda Alba donde, presa de sus contradicciones, los europeos se asustan por la «islamización» del continente o por la llegada de «hordas» de inmigrantes subsaharianos. Si Berlanga estuviera vivo, seguramente acudiría con sus cámaras y con la libreta de Azcona a la valla de Melilla a rodar una comedia sobre el drama fronterizo que pusiera los pelos de puntas mientras desencajase la mandíbula del patio de butacas. Allí no faltarían guardias civiles chusqueros, magistrados mediáticos, diputados bien provistos de tarjetas black y algún avispado empresario que intentara hacer negocio con los negritos. Y a un público acostumbrado a esas denuncias convertidas en arte no le quedaría otro remedio que entender la crítica que se esconde detrás del chiste, cosa que no siempre ocurre. Lo más corrosivo de la España callada del franquismo era una frase en teoría descargada de mala leche: «La próxima semana hablaremos del gobierno». Tip y Coll, irreverencia en estado puro.

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La gracia se ha convertido precisamente en la mejor baza para justificar ese racismo, empujando la situación a un juego de blancos y negros. La escala de grises de las soluciones, el contexto y, por supuesto, el mestizaje podría pasar por recuperar el sentido del humor en toda su extensión. Sin censuras ni miedos ni ignorantes paternalismos. A veces, la crueldad debe ponerse boca arriba para que hasta los más pequeños la vean. Para eso sirve el humor, para disfrazar y camuflar entre doblesentidos lo que debe ser contado. Algo así explicaba el escritor Etgar Keret en la presentación de su último libro en Madrid: «Mis padres fueron supervivientes del Holocausto y ellos fueron los que me empujaron a escribir mi primer sketch sobre política… ¡para reírme del Holocausto! No del horror, que eso debe recordarse para que no vuelva a ocurrir, sino de la forma victimista en la que lo utilizan los más radicales del Estado de Israel para justificar su política militar».

Por manifestaciones como esa, Keret ha recibido amenazas de muerte. Algunos saben bien que sin risa no hay libertad. Si no se está dispuesto a reírse de uno mismo y permitir que los demás también hagan mofa de las contradicciones propias, no se un demócrata al cien por cien. En la sociedad de la indignación, donde todo se lleva al extremo y la vida transcurre a flor de piel, poco a poco hemos ido perdiendo esa habilidad para encontrar la risa, acercándonos cada vez más a Burgos y alejándonos de Baskerville. Lo comentaba el escritor Manuel Vilas: «Casi prefiero no hablar del nacionalismo catalán porque se está creando un clima en el que muchos no permiten que desde fuera se bromee con ese tema». Eso ocurre en el país donde se emiten en la televisión pública Polònia Alguna pregunta més?, dos piezas que se exhibirían en cualquier museo del humor. Esa contradicción es la que no entiende Vilas, uno de aquellos a los que les gusta llevar la ironía hasta sus últimos extremos. Como los compañeros del Charlie Hebdo que ya no están. Como los que intentarán mantener la revista en pie, como si de un pequeño poblado galo se tratara en medio de un país que a pesar de repetir tanto aquel lema de «Libertad, Igualdad y Fraternidad» dan la impresión de haberse convertido en un lugar más preso, desigual y cainita. Con los disparos de ayer, más de un ultraderechista francés se estará frotando las manos. La pólvora es igual a silencio y el silencio apaga la risa. Sin risa, aparece el miedo.

Llegados al miedo, todos los caminos del votante francés conducen a las papeletas que llevan el nombre de la familia Le Pen. La tentación de los amantes de la generalización será echarle la culpa al Islam. Otros, preferirán hacerlo con la religión en general, olvidándose que se puede ser Guillermo de Baskerville o Jorge de Burgos, FranciscoBenedicto. O que los libros de Aristóteles que pasaron de puntillas por la Cristiandad sobre la que escribe Eco se salvaron del olvido gracias al estudio y a la difusión que hizo de esas y otras grandes obras el mundo musulmán. Tanto la buena de Marine como los convencidos jerifaltes del Estado Islámico podrían abrir un ejemplar de El nombre de la rosa e ir al pasaje en el que, poco antes de que la biblioteca arda, el alter ego medieval de Sherlock Holmes hurga en las contradicciones de su Doctor Moriarty particular:

–Pero no eliminaréis la risa eliminando ese libro.

–No, desde luego… La risa seguirá siendo la diversión del hombre sencillo. ¿Pero qué ocurrirá si por culpa de este libro los hombres doctos declaran que es permisible reírnos de todas las cosas? Si nos reímos de Dios, el mundo desembocaría en el caos. Por eso voy a sellar lo que no debe ser dicho.

El monje se comió un libro que analiza el sentido cómico del hombre. Los terroristas entraron a tiros en la sede de una revista. Los medios eran diferentes, el fin, el mismo.

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