Hace poco más de una semana terminé, justo el mismo día, Breaking Bad y El Ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha. Más allá de otras consideraciones, yo, que soy muy dado a ver augurios en las entrañas de los conejos, creí que aquello era una señal para escribir alguna cosa al respecto. Hice un par de conexiones y me fumé un puro: el resultado es lo que viene a continuación. Me surgieron dudas, reflexión sobre ellas, me atreví a abordar con mis soldaditos de plomo el árido islote de las comparaciones literarias y le eché un poco de cuento. En definitiva, es de lo que se trata. Poner una serie de televisión tan compleja frente a la obra literaria entre las obras literarias jamás escritas, y buscarle las junturas, sólo está al alcance de los imbéciles, los desocupados y de los que no nos pagan por hacer estas cosas. Encore de l´audace, dijo Danton, así que ruego encarecidamente a los expertos en Cervantes, guión y narrativas varias se abstengan de amarrarme a un poste y encederme en una pira cual antorcha humana. Pues, aun mereciéndolo -que no digo que no me lo merezca, pero no quiero parecer Míchel- esto que dejo escrito aquí no son más que elucubraciones, y por tales han de ser valoradas.
En un plano inmaterial, tanto Don Quijote como Walter White son dos idealistas. Ambos son sujetos cuya capacidad intelectual está por encima de la de las personas que conforman sus respectivos espacios vitales: Alonso Quijano hila razonamientos tan complejos para su ama y su sobrina, que sólo el cura y el bachiller Sansón Carrasco son capaces de seguirle en sus disquisiciones sobre la caballería andante, la nobleza, el valor o los dones del espíritu. Walter White, por su parte, es un genio de la química, y una persona dotada de un talento extraordinario para el pensamiento estratégico. Esta cualidad, que los eleva por encima del contexto en el cual desarrollan sus vidas, les hace anhelar algo que va más allá de la mera lucha cotidiana por la supervivencia: quieren trascender, romper la burbuja de mediocre rutina que los encierra en los límites de la realidad. Desean expresarse, dominar sus destinos, guiar sus propios pasos dentro de un camino marcado por ellos mismos. En definitiva, desasirse del corsé social que los ahoga y proyectar hacia fuera, hacia el mundo real, sus propias y ocultas ambiciones personales.
Don Quijote es un hidalgo empobrecido que casi no tiene dónde caerse muerto. Sus pequeñas propiedades apenas le rentan lo suficiente para poder vivir sin trabajar. En la España de su tiempo, el siglo XVI, ya no había ninguna guerra en la que servir y ganar tierras, fama y gloria inmortal: el hidalgo de Cervantes se ve abocado a encontrar la heroicidad en la literatura, en los amadíses y en Tirante El Blanco. Su vida es monótona y aburrida, perdida entre las cuitas domésticas con dos mujeres dominantes que pretenden subyugarle bajo la sutil bota del matriarcado -tan del agros español, donde la supremacía del hombre tan sólo se hace real en lo aparente, en lo estético, en un machismo de escaparate- y las tertulias a media tarde con el barbero y el cura, las mentes doctas de su anónimo pueblo. En esas charlas entre Don Quijote y las figuras que representaban, todavía entonces, la exclusividad del acceso a la información y el conocimiento -el médico, encarnado en la popular figura del barbero, el cura, cancerbero de Dios ante la puerta del saber, y el bachiller, hijo, por lo general, del potentado local- el hidalgo cervantino se esparcía, recreándose en la ficción cercana y agradable del coloquio con sus iguales, a los que podía aturullar con sus fantasías novelescas y ante los cuales no tenía que esconder su delirante ansiedad por rememorar en su persona las hazañas de una mitología obsoleta, enterrada ya en el sepulcro de la Historia puesto que no quedaba España que reconquistarle al Islam ni América que ganarle a los fabulosos imperios de ultramar.
¿Qué hay de Walter White? El personaje de Vince Giligan está, a priori, muy lejos de ser un hidalgo de los de lanza en astillero y adarga antigua. Aparentemente. White es un oscuro profesor de instituto en una anodina ciudad de un no menos gris Estado: Nuevo México. De Don Quijote desconocemos el origen exacto, pero Cervantes nos lo sitúa en La Mancha, un territorio semejante en lo formal a Nuevo México. Ciudades pequeñas, desperdigados núcleos poblacionales en medio de un desierto árido y colosales extensiones de tierra baldía, inhóspita, deshabitada. Lo extremo de las condiciones ambientales de Nuevo México la diferencian, marginalmente, de La Mancha, pero es fácil equiparar ambas regiones tanto en lo salvaje como en lo solitario. Pero Walter, como Alonso Quijano, es un hombre frustrado. Un hombre limitado. Un hombre comprimido. Apocado, tímido, cobarde y manipulado por su mujer, Skyler, necesita de dos empleos profundamente insatisfactorios para sacar adelante a su familia. Siente que su talento para la química se diluye, como su existencia, entre ocupaciones irritantes y la nostalgia de lo que pudo ser y no fue: las acciones de la compañía que él mismo fundó y dotó de sentido, vendidas cuando apenas valían nada y la necesidad urgía. Ahora esas acciones valen millones de dólares, y él asiste empequeñecido al derrumbe definitivo de todas sus ambiciones personales. Walter White y Don Quijote son dos personajes aplastados por el peso de la realidad: los sueños que albergaron, las vidas que aspiraban a conseguir, las cumbres que ambos sienten como propias, como suyas, se escapan, sepultadas bajo el peso de la responsabilidad familiar, de la ausencia de recursos económicos. El mundo continuó avanzando por delante de sus ensoñaciones, convirtiéndolas en imposibles, en quimeras.
Ninguno de los dos tiene el control sobre sus destinos, y ambos desean proyectarse fuera de los límites de sus respectivas realidades. Uno quiere librar al mundo de la maldad y el sufrimiento, cumpliendo con la condición de caballero que él siente como suya por derecho de sangre y linaje; el otro anhela expandir su talento, disfrutar de los réditos de su propio triunfo, no pedirle nada a nadie y decidir el rumbo de su universo particular, satisfaciendo el impetuoso deseo que reclama todo esto como suyo en pago por su brillantez intelectual: ahí reside el idealismo del que tanto uno como otro parten. La ensoñación comienza a materializarse mediante la asunción de identidades paralelas, de máscaras. Alonso Quijano y Walter White necesitan identificarse, ante sí mismos y ante el mundo, con un alter ego tras el que ocultar su miedo -terror humano al cambio, a la transgresión, pavor a lo que hay más allá de la placentera oscuridad de las sábanas- y con el que despojarse de toda vacilación: nacen así Don Quijote y Heisenberg.