París. ¿Qué tienen en común los restaurantes, las salas de música, los estadios de fútbol…? Son sitios donde la gente se libera y es feliz. La libertad y la felicidad, junto a la igualdad de hombres y mujeres es lo que más les jode. Y eso nada tiene que ver con el Islam, tiene que ver con fanáticos dementes.

Ilustración e introducción: Carlos Santiago

12 de julio de 1998. Faltan 48 horas para el Día Nacional de Francia, pero el país vive una jornada de fiesta por adelantado. Su selección juega por primera vez la final de la Copa del Mundo. Lo hace en París, en el Estadio de Saint Denis, en el mismo sitio donde ayer explotaron varias bombas.

Le France levantará el ansiado trofeo al golear por 3-0 a la todopoderosa Brasil de Ronaldo y compañía. Los dos primeros goles los marcará el hijo de un bereber venido de Argelia en los años sesenta, por cierto. Zinedine Zidane, era el mayor talento de aquel equipo inolvidable en el que jugaban futbolistas negros con sangre de Ghana (Desailly), Senegal (Vieira), la Guyana (Lama), de las islas del Caribe (Thuram y Henry)… Un equipo tan multirracial donde lo extraño es que no jugara allí alguien como Youri Djorkaeff, un tipo con ancestros mongoles, polacos, rusos y armenios. Aquel combinado era el lugar donde nadie le podía discutir a Robert Pires su galicismo, pese a ser hijo de portugués y española. El fino centrocampista podía hablar en la lengua de Cervantes con David Trezeguet, que se había criado en Buenos Aires. Castellano también era el apellido de Vincent Candela, lateral suplente de otro Vicente, Bixente en este caso, de linaje euskaldun: Lizarazu. Un equipo plural que, en definitiva, no hacía más que representar a un país diverso en todos sus sentidos. Todos ellos (menos Karembeu, nacido en Nueva Caledonia, bien lejos de la vieja metrópolis colonial) cantan La Marsellesa. Ese sueño de libertad, igualdad y fraternidad del verano del 98 ya llevaba tiempo dando la impresión de haberse marchitado. Ahora, estos atentados provocan que salte por los aires definitivamente.

Desde esta trinchera, en cambio, nos resistimos a creerlo. Puede que todo se vaya al carajo –más aún– pero albergamos la esperanza de que el miedo no le venza esta partida a la mayoría de los franceses. Ahí tenemos el cine francés como exponente claro de que el sentido común sigue imperando en el Hexágono. Solo con la mirada limpia se puede ironizar sobre los prejuicios que atacan a muchos franceses de nacimiento, crianza y educación a los que una parte de la sociedad les sigue viendo como inmigrantes por el color de su piel o la religión que profesan. Esta misma mañana, una conocida me ha contado que una de sus sobrinas parisinas, hija de un gallego y una francesa, va a casarse con su novio, un musulmán de origen magrebí. ¿Tendría que extrañarme? ¿Será el único matrimonio mixto en su barrio?

La xenofobia armada del ISIS no la podemos enfrentar con la ira racista del Frente Nacional, de clara nostalgia colonial. Escribo en plural porque el reto no es francés. Es común. Europeo y mundial. Propio de cualquier ciudadano que se considere libre y demócrata. El odio solo generará más odio. La Grandeur de los franceses no es Argelia, el Líbano, Ruanda, Indochina o las pruebas nucleares en el Pacífico. La grandeza gala es haber roto las cadenas para mostrar el camino a los que soñaron con enterrar al absolutismo. Esta República no es República sin todos sus orígenes, sin todas sus etnias y todas sus religiones.

La proliferación de los guetos, el desarraigo de los hijos y los nietos de aquellos que cruzaron el Mediterráneo durante el siglo XX para buscar en Francia el pan que se les negaba en Argelia, Túnez o Marruecos no es fruto de una supuesta perversión intrínseca de la religión islámica. Los musulmanes no son malos por naturaleza. Los musulmanes nos enseñaron a curar enfermedades, multiplicar los cultivos, calcular distancias o navegar sin temor a las tormentas hace quince siglos. Recordemos que en esos tiempos medievales, Francia incluida, el saber grecorromano se cobijaba a cal y canto en unos centenares de monasterios. La cruz y la media luna chocaron invariablemente. Desde entonces no han remitido las guerras santas, las cruzadas, las reconquistas, los asedios, los cautiverios y las ejecuciones en uno y otro bando. Pero también ha habido mescolanza, mestizaje e intercambio. Solo hay que abrir el diccionario de la RAE para darse cuenta de nuestra herencia árabe. Lamentablemente, quienes mandan actualmente prefieren apostar por el legado bélico, olvidando el cultural. Así, los dueños de la geopolítica actual quieren ser Ricardo Corazón de León y Saladino casi un milenio después. Bajo el ruido de espadas y sables nos toca vivir.

La historia democrática de Europa está llena de avances y retrocesos. El problema es que, una vez pasado el mal trago de la II Guerra Mundial, las potencias europeas no han renunciado totalmente a la nostalgia de su pasado imperial. Y si Estados Unidos pagaba la reconstrucción de todo un continente con el Plan Marshall, ¿quién le iba a decir al Tío Sam que no desestabilizara la vida en Beirut, Teherán o Kabul, ciudades mucho más respirables y sexis que el Madrid de los setenta, por cierto? Europa se instaló en el despotismo 2.0. La democracia que quiero para mí no se la deseo a mis antiguas colonias porque sin sus recursos naturales la socialdemocracia y el liberalismo parlamentario no se sostienen. El Viejo Mundo se creyó cristiano viejo, sin darse cuenta de que tiene sangre musulmana en las venas y de que, tarde o temprano, la tiranía promovida en el mundo islámico, sosteniendo a dictadores amigos, acabaría convirtiéndose en un boomerang que golpearía en el corazón de lo que muchos conocen como «civilización». Es decir, en la misma Torre Eiffel.

En Francia, el fanatismo –en este caso islámico– ha tenido su cuota de responsabilidad en el desarraigo de las segundas y terceras generaciones de magrebíes. Una cuota de responsabilidad importante, además. No podemos obviarla bajo ningún concepto. Pero tampoco nos podemos olvidar de un Estado (francés) olvidadizo que ha dejado periferias completamente desatendidas. Al mismo tiempo, la economía neoliberal hacía imposible para los bolsillos de clase media vivir cerca del centro de las grandes urbes. Que París es una ciudad prohibitiva para la mayoría de los bolsillos lo puede comprobar cualquiera que recorra la ribera del Sena durante unos días de vacaciones. ¿Qué podían esperar los hijos de los recién llegados, vástagos de obreros, limpiadores, camareros…?

Esta guerra no se ganará con claveles y estados de Facebook. Lo grave es que esta guerra quizás no acabe nunca. Las posiciones son tan enconadas que por cada fuego que se apague arderán diez focos más. A los ciudadanos de a pie solo nos queda sostenerle la mirada a la venganza y aguantar su tentación. Supongo que eso fue lo que consiguieron los aficionados que se pusieron a entonar La Marsellesa cuando abandonaban Saint Denis tras el estallido de las bombas. Ese himno, al fin y al cabo, es un canto a la liberación de las masas oprimidas, aunque su lenguaje belicista y dieciochesco pueda asustar a las mentes biempensantes del siglo XXI. Caminemos libres, iguales y fraternalmente unidos. Pero caminemos todos juntos sin olvidar que aquellos que odian la vida están a diestra y siniestra, en el bando de los moros y en el de los cristianos. Mientras tanto, la fraternidad seguirá llorando.

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