Los nuevos ricos suelen tener caprichos excéntricos. Lo vimos en Scarface: ropa hortera y chillona, jacuzzis siempre en funcionamiento, tigres amaestrados para ser mascotas y millones gastados en miles de puros e incontables kilos de cocaína. No practicas una vida saludable cuando te enciendes habanos con billetes de 1.000 dólares, pero como estás forrado, te reirán las gracias. Llevo en Brasil tres semanas y del Mundial se pueden contar mil historias, pero la de ayer superó prácticamente todo lo visto u oído. Me encanta el fútbol desde que era un crío y el Mundial siempre fue cita esperada. Por eso, ayer disfruté de lo lindo viendo a Andrea Pirlo, uno de mis jugadores favoritos, vistiendo la camiseta italiana. El problema es que no solo disfrutaba: también sufría. Sufría pensando en lo que pasará con el estadio en el que Italia se enfrentaba a Inglaterra, la obra más absurda de todas las que se han hecho en Brasil para la Copa del Mundo. Se trata del Arena da Amazônia, un capricho de nuevo rico digno de la versión más descerebrada del mafioso que encarnó Al Pacino.
¿Un estadio de fútbol para 47.000 espectadores en mitad de la selva más grande del planeta? Sí. Que nadie se tire por la ventana, todo tiene ‘justificación’. El Arena da Amazônia está junto al río Amazonas, como su nombre indica, pero dentro de una ciudad: Manaos. ¿Una ciudad en medio de la selva más grande del planeta? Sí, que nadie se tire por la ventana. Es una ciudad. Una más grande que Barcelona. ¿Alguien se imagina que en España tuviéramos una ciudad de dos millones de habitantes en las marismas de Doñana o en un valle de los Pirineos? En Brasil ocurre. Manaos pasó de poblado a gran urbe 150 años antes de tener un lujoso estadio de fútbol. La culpa, evidentemente, la tuvo el capitalismo más salvaje. Su origen se debe a la fiebre del caucho, que se desató a finales del siglo XIX cuando se inventó el automóvil. Solamente de la Amazonia se extraía ese material para fabricar las ruedas de los coches y, por eso, Manaos empezó a incrementar su población, exactamente igual que lo que ocurrió con San Francisco durante la fiebre del oro en California. Especulación pura y dura, dinero fácil para una historia que solo podía acabar mal.
La París del Amazonas, la llamaron. Una burguesía ostentosa y caprichosa se estableció en Manaos, la única ciudad de Brasil que tenía tranvía o luz eléctrica en sus calles. ¡Hasta construyeron un palacio de la ópera esplendoroso! El derroche les estalló entre las manos: los ingleses, tan avispados ellos, se llevaron la semilla del caucho a sus colonias de Nueva Guinea y rompieron con el monopolio de Manaos, que entró en decadencia. En el estadio en el que jugaron Inglaterra e Italia se han gastado más de 270 millones de euros. 270 millones de euros en un país que no tiene hospitales ni colegios suficientes para sus 200 millones de habitantes. Si querían meterlo en obra pública en vez de en servicios sociales, que los hubieran invertido en el aeropuerto de Manaos (se cae a pedazos cuando es esencial para comunicar a la gran ciudad más aislada del país). Cuatro partidos del Mundial se van a jugar en el Arena da Amazônia. Después no servirá para nada: Era un muerto viviente antes de nacer porque en Manaos no gusta el fútbol. Ni siquiera se llenó el campo en el partido de ayer, pese a que jugaban dos favoritas a ganar el Mundial. Ni el experto más friki en fútbol brasileño conoce al mejor equipo de Manaos. Juega en una categoría regional y tuvo 500 espectadores de media. ¿Para qué usarán esta vergüenza amazónica cuando se acabe la Copa? Abran las apuestas, la primera la lanzó el gobierno local: «¿Lo convertimos en cárcel?» Ni al Tony Montana más colocado se le hubiera ocurrido algo tan retorcido. Es lo que tienen los nuevos ricos. Esforzaos si queréis, pero a excéntricos no les vais a ganar. El problema es que el pueblo de excentricidad no come. Es así de finolis, prefiere el pan. «Desagradecidos…»