Hablar de Miguel de Unamuno es hablar de aristocracia de luces y nervios. Un titán de la sabiduría, que en sus últimos suspiros, al comenzar la guerra, aguantó toda la razón sobre sus raquíticas espaldas, como si de Atlas se tratase, hasta que anciano y cansado se desplomó. Posiblemente aquejado de la paradoja de la omnipotencia (¿puede un ser omnipotente crear una piedra tan grande que ni siquiera ese ser sea capaz de levantar?), hecho jirones, con el alma desgarrada y echada por encima la decadencia de la generación del 98, de esa España pobre, huraña y vencida, como si de lejía en una herida se tratase, el filósofo bilbaíno es una de las mentes más potentes de todo el siglo XX español. Un nicho de contradicciones, de luchas de contrastes parmenidianas, entre razón y fe, cuerpo y alma, o lo que es lo mismo: lo finito del cuerpo y la inmortalidad del alma.
[frame_left src=»https://negratinta.com/wp-content/uploads/2014/04/1655332_10203637919415403_7677604964935150808_o1-192×300.jpg» href=»https://negratinta.com/wp-content/uploads/2014/04/1655332_10203637919415403_7677604964935150808_o1.jpg»]Miguel de Unamuno[/frame_left]
Miguel de Unamuno era profundamente religioso, por eso detestaba por igual el indiferentismo laico, encerrado en el hombre, de la II República; como el fascismo franquista, que lo que hizo fue una utilización disciplinaria, solamente coercitiva, de lo divino y la religiosidad.
El vasco despreciaba por igual el laicismo republicano y la utilización coercitiva que ejercía el Franquismo con la religión
La filosofía de Unamuno es propiamente autobiográfica: expresión literaria de su compleja y atormentada personalidad; de tal manera que, al estudiar algunos de sus temas, más que estar ante conceptos que se anulan con una lógica determinada, nos hayamos ante vivencias personales que imponen un tipo de discurso literario, de ahí que los géneros literarios que él usa sean, tanto o más, la novela y la poesía que el propio ensayo filosófico. Continuando por su obra, podemos decir que es profundamente contradictoria, así que en vez de buscar algún tipo de pensamiento sistemático, debemos tratar de buscar en él borbotones de intuiciones, que sustentadas en metáforas, narraciones o personajes, dan testimonio de experiencias personales
Influencias y pensamiento político
Podríamos afirmar que en la forja del itinerario intelectual de Unamuno, Schopenhauer le dotó, como a toda su generación, del sentido de la decadencia. Nietzsche le aportaría el aliciente para superarla. De San Agustín y de Pascal heredó la lógica del corazón y la búsqueda del equilibrio entre fe y razón, pero fue en Kierkegaard en quien Unamuno encontró, utilizando sus propias palabras, “un hermano admirable”.
El pensamiento político del vasco puede llegar a parecer a simple vista contradictorio. Unamuno es un intelectual profundamente comprometido con la política desde que es joven, cuando se asocia a la cruzada del Partido Socialista. Se inclina hacia el socialismo, sí, pero se trata de un socialismo no dogmático, ni siquiera materialista al estilo de Marx, al que dedica epítetos bastante duros. El socialismo de Unamuno es filantrópico, de solidaridad humana, pero que en modo alguno excluyera la actitud religiosa, aunque fuera heterodoxo, e incluyera espiritualismo.Su militancia le costó, con Primo de Rivera, el destierro. Con la República regresa e incluso es elegido diputado; sin embargo, termina por desengañarse y llegada la sublevación militar del 36 la contempla con simpatía al entender que tan solo un gobierno militar sería capaz de encauzar la deriva moral en la que, que a su juicio, se encontraba el país. Sin embargo, otra vez, todavía tuvo tiempo de sentirse aterrado por los desmanes cometidos por las tropas fascistas del general Franco y arrepentirse de su apoyo a la rebelión:
“La nuestra es solamente una guerra incivil, se habla de una guerra de ideas pero en esta guerra no hay ninguna idea a debatir. En España hay una epidemia de locura, estamos ante una ola de destrucción, no se oyen sino voces de odio a la inteligencia y de muerte. Esto es el suicidio moral de España, una salvajada anticristiana, antieuropea. Esto es la militarización africana pagano-imperialista, un estúpido régimen de terror. Aquí se fusila sin formación de proceso, se asesina sin causa, y sí, son horribles las cosa que cuentan de las hordas llamadas rojas pero no hay nada peor que el maridaje de la mentalidad de cuartel con la de la sacristía porque el grosero catolicismo tradicionalista español apenas tiene nada de cristiano. Que cándido y que ligero anduve al adherirme al movimiento de Franco que se ve arrastrado en ese camino de perdición. La dictadura que se avecina va ser la muerte de la libertad, de la dignidad del hombre. Todos cuantos están emigrando no volverán a España, no podrán volver como no sea a vivir aquí desterrados y envilecidos. Pobre España. Pobre España”.
El día más recordado de su vida
12 de Octubre de 1936. En la universidad de Salamanca se celebra el día de la raza y la inauguración del curso académico. Entre una multitud de militares, autoridades, vecinos y falangistas, se encuentran Carmen Polo, Millán Astray, el cardenal Pla i Deniel y el rector de la Universidad, Miguel de Unamuno, entre otros. Unamuno no quiere hablar, solo da turno de palabra. Sabe que han asesinado al rector de la Universidad de Granada, su mejor alumno. Al catedrádico de medicina de Salamanca también lo han asesinado y lo han tirado a una cuneta. En sus manos tiene una carta desesperada de la esposa de su amigo, el reverendo Atilano Coco, que será fusilado. A Unamuno le llegaban infinidad de cartas de mujeres o familiares de amigos suyos y conocidos, condenados al paredón, pero él, aunque lo intenta, muy triste, no puede hacer nada. Uno de los ahí personados, el profesor Francisco Maldonado, suelta un discurso contra vascos y catalanes y, ahí, en ese momento, comienza una de las discusiones más recordadas de la historia, que fue reconstruida por Luis Gabriel Portillo en la revista The Horizon, en 1941. Unamuno al escuchar el discurso de Maldonado estalla:
–¡No aguanto más! ¡No quiero aguantar más! ¡Esto es una vergüenza! Dije que no quería hablar porque me conozco. Pero se me ha tirado de la lengua y debo intervenir. Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo hice otras veces. Pero no, la nuestra es sólo una guerra incivil. Nací arrullado por una guerra civil y sé lo que digo. Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar a la compasión; el odio a la inteligencia que es crítica y diferenciadora, inquisitiva, mas no de inquisición.
Y el filósofo continúa exasperado: «Se ha hablado también de catalanes y vascos llamándolos la anti España; pues bien, por la misma razón pueden ellos decir otro tanto. Y aquí está el señor cardenal, catalán, para enseñaros la doctrina cristiana que no queréis conocer, y yo, que soy vasco, llevo toda la vida enseñándoos la lengua española, que no sabéis. Ese sí es un Imperio, el de la lengua española, y no…»
El general Millán-Astray suelta un bufido interrumpiéndole, da un puñetazo sobre la mesa y se levanta también gritando:
–¡¿Puedo hablar?! ¡¿Puedo hablar?!
Un legionario, escolta del general, se presenta con el fusil firmemente sujeto en las manos. Cunde el nerviosismo y el temor entre el público, que junto con Unamuno, enmudece.
–¡Cataluña y el País Vasco– grita Millán-Astray, fundado de la Legión– , ¡el País Vasco y Cataluña son dos cánceres en el cuerpo de la nación! El fascismo, remedio de España, viene a exterminarlos, cortando en carne viva y sana como un frío bisturí. La carne sana es la tierra; la enferma, su gente. ¡El fascismo y el ejército arrancarán a la gente para restaurar en la tierra el sagrado reino nacional!
«Cada socialista –dice inquisitivamente el militar, pues Unamuno perteneció al Partido Socialista, a finales del siglo XIX–, cada republicano y cada uno de ellos sin excepción y, huelga añadirlo, cada comunista es un rebelde contra el gobierno nacional, que será pronto reconocido por los estados totalitarios que nos auxilian, a pesar de Francia, democrática Francia, y la pérfida Inglaterra. Y entonces, o incluso antes, cuando Franco lo quiera y con la ayuda de mis valiente moros, que si bien ayer me destrozaron el cuerpo, hoy merecen la gratitud de mi alma por combatir a los malos españoles, porque dan la vida por la sagrada religión de España, escoltan al caudillo, prenden medallas y Sagrados Corazones en sus albornoces…»
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Coronando la intervención, desde el paraninfo surge un tremendo grito, el lema de la Legión: «¡Viva la muerte!». Parte del público se une al espontáneo y jalean a Millán- Astray, junto al que acaban gritando la consigna franquista: “¡¡¡España, Una, Grande y Libre!!!”
Unamuno, que en ningún momento se ha sentado, levanta la mano en solemne gesto pidiendo silencio. Cesa el guirigay del auditorio y retoma su discurso.
–A veces callar significa mentir; porque el silencio puede interpretarse como aquiescencia. Quisiera comentar el discurso, por llamarlo de algún modo, de Millán-Astray. Dejemos a parte el insulto personal que supone la repentina explosión de ofensas contra vascos y catalanes. Yo nací en Bilbao, en medio de los bombardeos de la segunda guerra carlista. Más adelante me casé con esta ciudad de Salamanca, tan querida, pero sin olvidar jamás mi ciudad natal. El obispo quiéralo o no, es catalán nacido en Barcelona. Acabo de oír el grito necrófilo e insensato de «¡Viva la Muerte!». Esto me suena lo mismo que «¡Muera la Vida!» Esta ridícula paradoja me parece repelente. Puesto que fue proclamada en homenaje al último orador entiendo que fue dirigida a él, si bien él mismo es un símbolo de la muerte. ¡Y no otra cosa! El general Millán-Astray es un inválido. No es preciso decirlo en un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no sirven como norma. Un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre, no un superhombre, viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como dije, que carezca de esa superioridad de espíritu, suele sentirse aliviado viendo como aumenta el número de mutilados alrededor de él.
«El general Millán-Astray no es uno de los espíritus selectos aunque sea impopular o, quizá por esta misma razón porque es impopular. El general Millán-Astray quisiera crear una España nueva, creación negativa sin duda, según su propia imagen. Y por ello desearía ver a España mutilada, como inconscientemente lo dio a entender», añade con dura tranquilidad Miguel de Unamuno.
«Venceréis, pero no convenceréis»
-¡Muera la inteligencia!
José Maria Pemán, manifiestamente afín al bando nacional, presente en el acto, se levanta y acude a templar la discusión.
-¡No! ¡Viva la inteligencia! ¡Mueran los malos intelectuales!
El murmullo iniciado con la intervención de Millán-Astray ha ido subiendo durante la del poeta gaditano. Sin embargo, Unamuno, furioso, consigue imponer su voz sobre el auditorio:
– ¡Este es el templo de la inteligencia y yo soy su sumo sacerdote! Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. ¡Venceréis, pero no convenceréis! Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta: Razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España. –Y tras un breve silencio, concluye–. He dicho.
Del salón surge un gran alboroto. La gente se levanta y clama contra Unamuno. Le llueven los insultos, las amenazas, y los puños se levantan inquisidores contra él. Esteban Madruga agarra a Unamuno del brazo y le indica a Carmen Polo que le ayude, asiéndolo del otro. Lo escoltan hasta la salida acompañados por el cardenal, más obligado que convencido. Al salir a la calle, Don Miguel tropieza y Carmen Polo lo sostiene.
– ¡Dele usted el brazo a la señora!- le grita Millán-Astray.
En el pasillo, Carmen Polo suelta el brazo de Unamuno y se aparta disimuladamente del tumulto.
Tras el incidente, Juan Crespo, del partido monárquico, acompaña al rector a su casa. Desde ese momento Unamuno es condenado tácitamente a arresto domiciliario, y un policía de paisano lo vigilará en las escasas salidas que le queden antes de su muerte, acontecida a finales de ese mismo año. En el tiempo que le queda, además de leer, escribir, reflexionar y sobrevivir, aún recibe visitas en su casa. En uno de esos encuentros con su amigo, el escritor y filósofo griego Nikos Kazantzakis, le dirá:
“Se instauró el terror por todas partes y España se halla textualmente despavorida de sí misma. Creí que el Movimiento salvaría la civilización, al suponerlo fundado en una base cristina, pero terminé por percatarme de que sólo significaría el triunfo de un militarismo al que me opongo total y absolutamente. A esta gente les une el odio a la inteligencia y por eso fusilan a intelectuales. Si triunfan, España se transformará en un país de imbéciles. Solo queda un terror cruel, sádico y cínico, aún más espantoso porque no proviene de excesos individuales, sino de la metódica organización de los dirigentes”.
Poco tiempo después murió, solo, abatido y triste. A su muerte escribió Antonio Machado:
“Señalemos hoy que Unamuno ha muerto repentinamente como el que muere en la guerra ¿Contra quién? Quizás contra sí mismo”.