Miguel de Unamuno dejó en aquel “venceréis pero no convenceréis” espetado a Millán Astray un guantazo dialéctico que ha sido usurpado sin rubor, a lo largo de la historia, por los hunos y los hotros. Si el viejo rector de la Universidad de Salamanca levantara la cabeza, tronaría desde Twitter contra Oriol Junqueras, el último que ha tomado prestado el puñetazo para galvanizar a sus seguidores. Don Miguel no habría soportado que su más feliz arranque energúmeno fuera robado por un señor que tiene como meta mutilar la “España celestial y eterna” que soñaba. El hashtag #yoconUnamuno pugnaría con el #foraelfeixista en la lista de trending topics del día, hasta que la polémica se desvaneciera como una de tantas peleas virtuales, no sin añadir una grieta a la fractura sentimental que separa a Cataluña del resto de España. Esta incomprensión tiene en el diálogo de Unamuno (1864-1936) con el poeta Joan Maragall (1860-1911), uno de los episodios más paradójicos y entrañables de la “conllevancia”: un españolista y un catalanista fueron amigos sin renegar de sus ideas.
Según el dicho, los amigos son “la familia que uno escoge”, pero en esa elección no deja de existir algo que escapa a nuestra voluntad. Ambos se conocieron, antes que en persona, a través de la poesía. Don Miguel fue un lector compulsivo atento a cualquier novedad, ya fuera en alemán, danés, francés o gallego. En 1893, llegó a sus manos el poema La vaca cega de Maragall, donde el catalán describe el camino al abrevadero de una res que, tuerta por una pedrada de su boyero, se guía por el instinto para continuar su camino. En esa imagen, como apunta Jon Juaristi en su biografía del pensador vasco, Unamuno encontró una alegoría de las fuerzas de la tradición y la costumbre, que son las que mantienen la vida de los hombres intrahistóricos, no los grandes discursos ni los grandes titulares. Don Miguel acabó por conocer todos los versos de memoria, “de puro releerla y recitarla a otros”, como le confesó a Maragall por carta, y la tradujo al castellano en su primer libro de poesías:
D’un cop de roc llançat amb massa traça De una pedrada harto certera un ojo
el vailet va buidar-li un ull, u en l’altre le ha desecho el boyero y en el otro
se li ha posat un tel: la vaca es céga. se le ha puesto una tela: es vaca ciega.
(…) (…)
Topa de morro en l’esmolada pica Topa de morro en la gastada pila,
i recula afrontada…Però torna, afrentada se arredra, pero torna,
i baixa el cap a l’aigua, i beu calmosa. dobla la frente al agua y bebe en calma.
(…). (…).
En 1900, Unamuno manda a Maragall un ejemplar de sus Tres ensayos –un libro de corte religioso y existencial–, quien queda ganado por el espíritu del Catedrático de Griego, como muestra en su carta de respuesta:
Ay, amigo mío (deje que le llame así), ¡cuánto bien acaban de hacerme sus Tres ensayos! Me siento mejor para lo que llamamos vida y para lo que llamamos muerte. Los he leído como poesía, sin meditar ni releer nada (…) Todo esto estaba dentro de mí, y usted me lo ha revelado y me gozo en ello. Dios se lo pague. Nos hemos hecho amigos. Disponga de mí. Juan Maragall.
Con esta despedida se inicia una relación epistolar en la que poco a poco desenvuelven sus corazones, mostrando cada uno lo más íntimo de sí mismo, pero en la que Unamuno siempre aparecerá como un batallador que encuentra en Maragall un amigo en el que reposar. Así le escribía el autor de La vaca cega en 1907:
Sr. D. Miguel de Unamuno:
¡Qué delicia para mí ir penetrando en su alma escogida! Y cuanto más penetro, más comprendo lo desconocido que ha de ser V. para muchos, las contradicciones y hasta las maldiciones que sus palabras han de levantar en torno de V., rodeándose de una atmósfera hostil, pero para V. sana (…) al notar o imaginar sus las furias desencadenadas por sus palabras, hasta puedo decir que me alegro y que me recreo en admirarle más. Me lo figuro como uno de los antiguos profetas de Israel, echando rayos y truenos de palabras sobre sus hermanos para despertarles a la vida de Dios, maldiciendo de su patria por tanto como la querían.
(…)
Comprendo también que la dicha le parezca cosa extraña, pero no que le asuste. A mí podría asustarme, que la necesito más para vivir la vida a mi manera, podría asustarme el temor a perderla. Pero será que tal vez V. la necesite tanto como yo –la dicha doméstica-; es quizás la paz de la tienda de campaña que es necesaria a todo caudillo de la buena guerra.
(…)
Dios le conserve en su tienda de campaña la misma paz que para mí deseo. Va ese voto en el abrazo espiritual que le da en este momento su amigo y admirador
JUAN MARAGALL.
El poeta catalán entrevió el secreto de la vida y la personalidad de Unamuno. Un hombre no puede pelear contra los nacionalistas vascos, los nacionalistas catalanes, los centralistas, los conservadores, los liberales, los clérigos y, en fin, contra el mundo todo, sin guardar para sí un reposo en el que descansar después de la batalla. Esa “tienda de campaña” tenía el nombre de su mujer, Concha Lizárraga, y el propio Unamuno así se lo confesó en su carta de respuesta:
Sr. D. Juan Maragall.
(…)
En su última carta me hablaba usted de mi tienda de campaña. Sí, en mi vida de lucha y de pelea, en mi vida de beduino (sic) del espíritu, tengo plantada en medio del desierto mi tienda de campaña. Y allí me recojo y allí me retemplo. Y allí me restaura la mirada de mi mujer, que me trae brisas de mi infancia. Nos conocimos, de niños casi, en Bilbao; a los doce años volvió ella a su pueblo, Guernica, y allí iba yo siempre que podía, a pasear con ella a la sombra del viejo roble, del árbol simbólico. Y allí me casé. A mi mujer la alegría del corazón le rebasa por los ojos, y ante ella tengo vergüenza de estar triste. Un día, hace años, cuando me preocupaba lo cardíaco, al verme llorar presa de congoja, lanzó un ¡hijo mío! que aún me repercute. Y esta es mi tienda de campaña.
(…)
Le abraza su amigo
MIGUEL DE UNAMUNO.
Barcelona, la otra capital española
El nombre de Miguel de Unamuno empezó a saltar de boca en boca en Barcelona tras la publicación de cinco ensayos, en 1895, en la revista La España Moderna, que más tarde serían reunidos en un sólo volumen bajo el título de En torno al casticismo. En ellos, Unamuno buscaba un punto intermedio entre los tradicionalistas y los europeístas para reformar “el marasmo” en el que se encontraba España. Sus críticas a quienes querían fosilizar el país en los mitos del pasado y al “ordenancismo castellano” hicieron que sus textos fueran mejor acogidos en la Ciudad Condal que en Madrid. No podía ser de otra manera. A finales del siglo XIX, con la Renaixença primero y el Modernismo después, la intelligentsia catalana desarrolló manifestaciones culturales propias en las que la burguesía y los hombres de letras caminaron de la mano. Eruditos como Manuel Milà i Fontanals o Antonio de Bofarrul se encargaron de desempolvar el pasado medieval del Principat; poetas como Víctor Balaguer o el mosén Jacint Verdaguer asumieron el papel de nuevos trovadores de la lengua catalana; y, cada año, los restaurados Juegos Florales ponían la guinda anual al renacimiento cultural en catalán.
En paralelo, Barcelona tejió lazos con París y Berlín, capitales europeas de las ciencias y las letras, consumándose el divorcio cultural con Madrid. En el fondo, un estudiante catalán sólo tenía que ir a la capital del reino para conseguir el título de doctor en la Universidad Central, única que expedía tal nombramiento. Esta separación cultural es contemporánea a las primeras refriegas políticas de una burguesía que, si bien creció al amparo de la Restauración, quiso una voz propia. La Memoria en defensa de los intereses morales y materiales de Cataluña, o Memorial de Greuges, de 1885, fue la primera llamada al portón de la Corte por parte del catalanismo político. En el documento, remitido al rey Alfonso XII, se defendía el proteccionismo frente a cualquier pacto librecambista con Gran Bretaña; se clamaba por la preservación del derecho foral propio frente a cualquier intento de unificación del código civil; y, en fin, se asumía el relato de la supuesta decadencia de Catalunya desde la unificación dinástica de los Reyes Católicos.
Todavía en fase embrionaria, los primeros catalanistas supieron unir literatos y burguesía en el mismo frente, sin por ello renunciar a su identidad española. Pero cualquier chispa podía provocar un incendio, como ocurrió con los sucesos del Cu-Cut!
Encuentro y desengaño en Cataluña
Perdidas las últimas colonias en 1898, las instituciones del Estado cayeron en un serio descrédito como incapaces y, muy especialmente, el Ejército. En noviembre de 1905, el estamento castrense fue el protagonista de una viñeta del semanario satírico Cu-Cut!, vinculado a la recién fundada Lliga Regionalista y a su diario de cabecera, La Veu de Catalunya. Los oficiales de la guarnición de Barcelona, que no compartían el sentido del humor del Cu-Cut!, decidieron gastarles otra broma a los periodistas, mucho más pesada. La noche del 25 de noviembre se pasaron por los locales del semanario y del diario para vengar el honor ultrajado, haciendo añicos las redacciones sable en mano. La escena debió ser parecida a la que, muchos años después, John Ford rodaría en El hombre que mató a Liberty Valance, cuando Liberty (Lee Marvin) y sus compinches deciden hacer una visita al Shinbone Star de Dutton Peabody (Edmond O’ Brien). Ni los militares mostraron el ensañamiento y la fiereza de Liberty, ni los periodistas el humor y el coraje de Peabody. Pero, como en la película de Ford, de aquel incidente salió un James Stewart dispuesto a enfrentarse a quienes empleaban la fuerza como argumento; sólo que era de Bilbao y rector de la Universidad de Salamanca: Miguel de Unamuno y Jugo.
Los hechos motivaron que el Gobierno preparara la Ley de Jurisdicciones, por la que los delito contra el Ejército o la Patria quedaban bajo competencia militar. Tal maniobra se interpretó como una cesión del poder civil frente al castrense, y tanto en Madrid como en Barcelona se celebraron actos contrarios a tal norma. Y, en las dos ciudades, el invitado estrella fue Miguel de Unamuno. A principios de siglo, su fama de intelectual había crecido como la espuma gracias a que no había polémica que se le escapara y a su ubicuidad en la prensa: es más fácil contar los periódicos y revistas en los que no colaboraba que repasar la nómina en los que escribía. En octubre de 1906, Unamuno desembarca en Barcelona invitado a participar en el I Congreso Internacional de la Lengua Catalana y en un aplec de protesta contra la Ley de Jurisdicciones. Al fin, después de casi seis años de intercambio epistolar, Unamuno y Maragall se ven cara a cara. Sin embargo, don Miguel no sólo se encuentra con el rostro de un amigo, sino con el del pujante catalanismo que Maragall encarna. La discrepancia no puede ser mayor. Las semanas que trascurre en Cataluña lo desengañan de todo acercamiento al catalanismo. Por carta, le confiesa a Maragall:
Usted, hombre de vida interior y recogida, me sorprendió en esa Barcelona bullanguera y jactanciosa, en que hay muchas nueces pero mucho más ruido que nueces y en que a ratos cree uno estar en un vastísimo arrabal de Tarascón (…) He oído, respecto a Castilla, las cosas más peregrinas y me ha dolido el desconocimiento mutuo, creo que mayor por parte de Barcelona (…).
Unamuno vive en Salamanca desde 1891. Los paseos por la carretera de Zamora, sus visitas a los pueblos de la provincia, y ese cielo puro e inabarcable de la Meseta han hecho mella en su espíritu. Los quince años en la ciudad del Tormes no sólo castellanizan a Unamuno, sino que lo convierten en el paladín del hombre castellano. Por todo ello, no comprende los complejos que, a su juicio, se tienen en Barcelona. En un artículo publicado al poco de su visita en La Nación, de Buenos Aires, escribe:
No existe el odio a Cataluña, ni a Barcelona, ni existe la envidia tampoco. Lo que hay es que los españoles de las demás regiones han estado constantemente ponderando y exaltando la laboriosidad e industriosidad de los catalanes –son los demás españoles los que han hecho el dicho de: ‘los catalanes, de la piedras sacan panes’ y con esto les han recalentado y excitado esa nativa vanidad que con tanta fuerza crece y arraiga bajo el sol del Mediterráneo. Y esa vanidad, esa petulante jactancia y jactanciosa petulancia que se masca en el aire de Barcelona, hace las que las gentes sencillas y modestas –el castellano, a vuelta de otros defectos es sencillo y es modesto hasta en su altivez–, al encontrarse en aquel ambiente de agresiva petulancia, se sientan heridas y molestas.
Y, por si alguien tenía alguna duda, remata: “Me ha ocurrido, al censurarles algo de la ciudad, oír que barceloneses me retrucaban: ¿Es acaso mejor en Madrid? Digan lo que quieran, se preocupan demasiado de Madrid (…) En Bilbao, mi pueblo, que tiene también no poco de jactancioso, no preocupa tanto la opinión de los forasteros, y es que la jactancia de mis paisanos los bilbaínos se acerca al orgullo, y la de los barceloneses a la vanidad”.
El aplec de la protesta, acto de afirmación catalanista más que de oposición a la Ley de Jurisdicciones, tampoco sale muy bien parado. Al encuentro le dedica Unamuno un poema, L’Aplec de la protesta, en el que reduce todo lo que vieron sus ojos a un arrebato pasajero y superficial:
¡Todo un momento, sí, todo un momento
una impresión de vida,
de vida volandera;
los sentidos gozaron un regalo,
fiesta para los ojos,
sardana de pañuelo agitados,
fusión de las miradas
en un solo momento de hermosura…
fue la protesta!
Y allí acabó, sumida en el lamento,
allí se deshojó su flor brillante,
la flor de la protesta;
sus blancos pétalos
se agitaron por cima del océano
de las cabezas,
del mar de corazones por encima,
se arrojaron luego…
Momento de hermosura…¡bien! ¿y el fruto?
(…)
¡seréis siempre unos niños, levantinos!,
¡os ahoga la estética!
Para las Elecciones Generales de abril de 1907, la Lliga Regionalista arma una coalición que abarca desde republicanos federales a tradicionalistas carlistas: la Solidaritat Catalana, que cosecha 41 de los 44 escaños en liza por las provincias catalanas. Como era de esperar, a Unamuno tampoco le entusiasma este movimiento. En una carta de diciembre del mismo año, confiesa a Maragall:
Sr. D. Juan Maragall.
(…)
Lo que más me contrista es que, en el fondo, no creo en la eficacia de la Solidaridad. Rechaza ese espíritu que quiere usted infundirla (…)
Desengáñese; usted –y los pocos, poquísimos que como usted sienten– está ahí tan aislado como estoy yo aquí. Usted me cree un representante del espíritu castellano, y yo a usted del catalán en lo que éste tiene de más elevado, pero ni creen lo primero aquí ni ahí lo segundo. Seremos lo no catalanes los que le impongamos a usted en Cataluña. Hoy ya son aquí más que ahí los que le comprenden y estiman.
La Solidaridad no tiene la conciencia que ustedes quieren darle, no tiene conciencia. Es la petulante vanidad de un pueblo que se cree oprimido concertando un haz de egoísmos y de miras interesadas.
(…)
¿A dónde vamos? Usted cree en su pueblo, y yo creo en el mío. ¿No es, en el fondo, que usted cree en sí mismo, y en mí mismo yo? No lo sé…no lo sé.
Junto a todo esto, ¿qué importan las poesías? Es decir, sí, de aquí brotan.
¡Adiós!
Un abrazo de
UNAMUNO
Pocos meses después, a Unamuno no le tiembla el pulso para espetarle a su amigo:
“Y de usted, por lo que hace a catalanismo, no me fío”.
Maragall demostró una paciencia digna del santo Job, y no despachó el intercambio epistolar con un “¡es usted muy viejo, siempre será muy viejo!”, respuesta que aquél señor vestido de clérigo protestante pedía a gritos. Muy al contrario, siempre tuvo palabras de afecto y comprensión, como demuestra en su réplica a las intemperancias de don Miguel:
Sr. D. Miguel de Unamuno.
¡Oh, mi amigo, mi amigo! ¿Por qué está V. siempre triste, y desespera tanto? (…) a todos dice las verdades, pero sólo las amargas, que son las únicas que siente. Pues yo en nada le niego la razón y, sin embargo, no me entristezco, pues espero. He aquí todo el secreto. Este es también el secreto de la fuerza actual de Cataluña. Es un pueblo que espera. (…) ¿Cómo puede V. decir que los millonarios de parte alguna del mundo hubieran volcado el sufragio y acabado con la Solidaridad Catalana? ¡Oh, cómo desconoce V. el reciente movimiento! Ha sido una avalancha sentimental ante la cual los millones no valen nada. La Solidaridad podrá si V. quiere –y según dice– devorar a sus caudillos, hasta devorarse a sí misma; pero Cataluña quedará en marcha encima de ella, porque ha sido tocada por el fuego del espíritu. (…)
Este fuego nuestro es el que quisiéramos comunicar a todos los pueblos españoles
(…)
Adiós por hoy, con un fuerte abrazo.
MARAGALL.
Maragall, o el amor-odio a España/Castilla
La postura maragalliana respecto a Catalunya y España experimentó cambios desde los comienzos del siglo hasta la victoria de Solidaritat Catalana. En 1900, el poeta compuso su Oda a Espanya, una de sus obras más conocidas. A decir de José-Carlos Mainer en su ensayo La Edad de Plata, es un “reproche retóricamente filial a la madrastra incapaz de llorar a sus hijos muertos en la sangría [de Cuba] y una premonición de la muerte de una idea”. La difunta es la propia España, como se recoge en el “Adéu, Espanya”, verso con el que se cierra el poema:
On est, Espanya –No et veig enlloc. ¿Dónde estás, España –No logro verte.
No sents la meva veu atronadora? ¿No te hiere mi voz atronadora?
No entens aquesta llengua –que et parla entre perills? ¿No entiendes esta lengua-que te
Has desaprès d’entendre en els teus fills? [habla entre peligros?
¿No sabes ya comprender a tus hijos?
Adeu, Espanya! ¡Adiós, España!
Para Maragall, la Solidaritat era el último intento de reconciliación con España y de no pronunciar un definitivo adéu, Espanya. En plena resaca de las elecciones de 1907, escribió en su artículo Visca Espanya!! aquello de «¿Españoles? Sí, ¡más que vosotros!». Pero, ¿de qué España escribía? De una muy diferente a la real, de una España “no agarrotada como hasta ahora en las ataduras del uniformismo contrario a la naturaleza”, sino la que “ha de vivir en la libertad de sus pueblos (…) extrayendo de la tierra su propia alma, y de su propia alma el gobierno propio”. Este último intento de reconciliación tenía que ser en catalán. Otra solución era inconcebible para Maragall sin que significara la mutilación del espíritu de Catalunya hasta dejarla irreconocible.
Aquí se encuentra la mayor fricción entre Unamuno y Maragall. Para el Catedrático de Griego, la lengua española es el regalo más precioso que Castilla ha hecho a España. Exhorta a los catalanes a la conquista de la nación, al igual que exhortó a sus paisanos vascos a imponerse en España, tal y como dejó escrito en su artículo La crisis actual del patriotismo español:
«El deber patriótico de los catalanes, como españoles, consiste en catalanizar a España, en imponer a los demás españoles su concepto y su sentimiento de la patria común y de lo que debe ser ésta; su deber consiste en luchar sin tregua ni descanso contra todo aquello que, siendo debido a la influencia de otra casta, impide, a su convicción, que España entre de lleno en la vida de la civilización y la cultura».
Esa cultura pasaba, ineludiblemente, por adoptar el español:
«Si Cataluña tiene un evangelio que pueda levantar a España, y ojalá lo tenga, ese evangelio nos lo tienen que dar en castellano, ya que son los catalanes tan capaces de expresarse en él (…) como era capaz San Pablo, el judío, de escribir en griego».
Maragall, en octubre de 1911, se dirige desde las páginas del Diario de Barcelona a Unamuno con el artículo Catalunya i avant, en el que reafirma sus posiciones catalanistas:
Desde que se levantó la bandera del catalanismo como reivindicación de una personalidad nacional particular, y habló en su lengua propia, Cataluña empezó a significar algo por sí misma y –atiéndase bien– empezó a significar algo para España.
(…) No, mi admirado don Miguel de Unamuno; no, amigo mío muy querido; no puede ser, no podemos tomar la lengua castellana como ‘lengua propia’; no podríamos hablar. (…) Yo no puedo creer en ese imperialismo, en ese derramarnos fuera e imponernos que usted propone a nuestro catalanismo (…) Creo que necesitamos todavía de mucho catalanismo idílico, de mucha concentración de amor a Cataluña, de mucho exclusivismo (…) que no es hostilidad entre hermanos, sino un íntimo ejercicio de íntima independencia, de dejarse en paz unos a otros, y tratando sólo de entenderse en aquello más necesario a la convivencia en el estado común.
El sueño ibérico, o la concordia Maragall–Unamuno
Ante la realidad problemática de una Cataluña que no se aviene con España, Maragall amplía el territorio de acción poética y levanta una nueva patria en la que, al fin, castellanos, catalanes y hasta portugueses puedan vivir a sus anchas: Iberia. En su Himne Ibèric, de 1906, cada una de las partes conviven con su lengua propia, unidas por un fermento espiritual común:
Terra entre mars, Ibèria, mare aimada Tierra entre mar, Iberia, madre amada,
tots els teus fills te fem la gran cançó. todos tus hijos la canción cantemos;
En cada platja fa son cant l’onada No en cada playa igual cantan las olas,
mes terra endins se sent un sol ressò, más tierra adentro se oye el mismo rezo.
que de l’un cap a l’altre a amor convida que va haciéndose un canto de hermandad
i es va a tornar un cant de germanor; y de un extremo a otro a amar convida.
Para Maragall, esta “alma ibérica” es el fundamento de una nueva unidad peninsular, que habría de buscar “hacia adentro de su Castilla los castellanos, hacia dentro de su Portugal los portugueses, hacia dentro de Catalunya los catalanes, hasta llegar a la raíz común: y de allí arrancará la España grande”. A la hora de poner en marcha su poema, Maragall recurre a Don Miguel, proponiéndole la creación de una “Revista Ibérica, o Celtibérica, escrita indistintamente en nuestras lenguas” para que así todas fueran conocidas entre los distintos habitantes de la Península: “¿Por qué no, gran amigo? Empecemos”. Unamuno acoge la propuesta con entusiasmo y le confiesa que incluso él ya había concebido una idea semejante: “¡El alma ibérica! ¡Qué ensueño!”. Pero siempre hay contingencias que posponen los planes de los hombres. A veces, para siempre. Pocos meses después de concebir el proyecto de una revista ibérica, Maragall enferma de fiebre de Malta y muere, el 20 de diciembre de 1911, en su casa de Sant Gervasi. Unamuno sintió la pérdida de Maragall como un desgarro en el propio corazón.
En un artículo para La Publicidad, de Barcelona, escribió:
«Yo admiraba, mucho, muchísimo, al poeta, pero quería más, mucho más, si es posible, al hombre. No ha habido otro que haya ejercido sobre mí mayor acción de presencia. Irradiaban bondad y una bondad henchida de inteligencia su rostro, su mirada… Parece que le estoy viendo cuando me miraba con sus ojos de un mirar tan sereno y hondo como su poesía.
(…)
Estamos todos de luto. Está sobre todo de luto España, y en especial, Cataluña.
(…)
¡Pero no, no ha muerto, no! Y ahora desde la inmortalidad será otra padre de todos cuantos amamos la verdad, la bondad y la belleza. Porque este soberano poeta, era soberanamente veraz y sincero, ¡soberanamente bueno! ¡Fue un santo! Y su poesía es poesía de santidad».