Relato de las millas, a pedales, por tierra, entre dos mares.
Un venerable monje se asoma por el portón con las primeras luces del alba. Calza unas Nike bajo los ropajes. Me bendice con un gesto y se encamina a rezar en su ruta matinal del colesterol. Cuando logro incorporarme, ligeramente entumecido, contemplo un suave mar de nubes hasta donde alcanza la vista, salpicado de cimas difusas. Mi expresión extasiada prefiero no conservarla en un selfie, para disfrutar –de veras– de la quietud. Del silencio. Escucho dentro de mis sienes, sin iPod mediante, la magnificencia de Zarabanda de Dj Händel. La neblina, y no haberme puesto aún las gafas, difumina todos los contornos. El tiempo ralentiza su transcurrir. Creo observar su rostro entre las nubes. Retazos de ensoñación.
Un botellín de isotónicos en polvo disueltos y unas chocolatinas son el primer desayuno, a la espera –como un hobbit–, de un segundo almuerzo más copioso, en Monistrol. Regresa el monje, observa la vieira que llevo por matrícula y con voz tenue me dice: «Bon camí«. Tras bajar pletórico la decena de kilómetros, deleitándome en cada curva mientras se levanta el sol, llego al bar de un gallego que revitaliza mis depósitos con un almuerzo contundente. Con viento de cola soy empujado hasta la estación donde subo al tren-cremallera que me lleva, de nuevo, a donde llegué anoche. El sol deslumbrante confiere un prisma distinto a ese alambique de rampas, giros, fuerza y sudor, experimentado apenas diez horas antes en la ascensión de este puerto bajo el manto de las sombras.
Otra vez en la explanada superior de Montserrat, alcanzo el claustro, guardo unos minutos de introspección y cuando la serenidad de las piedras antiguas me invade, decido que ya es momento de emprender viaje. Un par de millas de agradable descenso hasta el cruce por el que me encamino hacia Igualada, –cuna de los impagables buffs, llevo cuatro entre mis pertenencias–. En el ensanche de una ermita me detengo a fumar mientras disfruto observando las macrovellosidades rocosas que emergen entre la floresta hacia el cielo. Tres jóvenes punkis en bicicleta y mochila, bajan de hacer noche con la quechua, y al enterarse de mis intenciones de viaje, afirma uno: «Això es el que hauríem de fer l’any vinent«.
La colinas se suceden desde las montañas hasta la planicie de Lleida, que se intuye en la lontananza. El sol tonifica mis músculos que siempre responden al calor con notable rendimiento. Así divago en incesante soliloquio sobre cómo voy a exprimir mi organismo durante los próximos días, y rujo en las cuestas sostenidas, tensándome por entero para no perder inercia. Me encanta, joder. Cuando llegas al cambio de rasante y la brisa reaviva el alma. Una vez, y otra. Una colina, una loma, una estribación de una sierra ondulada, y otra, y otra. El Camí de Sant Jaume es un trazado con una señalización perfecta. Ninguna otra ruta jacobea de cuantas he recorrido por la piel de toro está marcada con la meticulosidad y esmero de este Camino Catalán. En torno a las tres de la tarde observo Cervera en el horizonte y cuando subo el “muro” en forma de chicane que me lleva hasta lo alto de la villa, sonrío jadeante e imagino al cabroncete de Márquez bajando esas curvas con sus amigos, trazando por donde nadie más es capaz de hacerlo.
En una agradable terraza a la sombra, saboreo un excelente pulpo a feira, que una pareja de gallegos tiene a bien servirme a la hora del café. Un holandés y una argentina, a lomos de un par de híbridas muy bien pertrechadas, se despiden de mí. Vienen en sentido inverso, y van a volar hasta Barcelona con sus preciosas monturas, a treinta por hora. Al terminar la segunda cerveza me quedo absorto mirando a Stendhal, y algo ocurre en sus cascos traseros. Mierda, he pinchado. En una gasolinera procedo a reparar la herradura. Desde un bar contiguo, un grupo de montañer@s me indica cómo retomar la ruta invitándome a café, compartimos humo y sonrisas; vienen de hacer el cabra por el Cadí, agasajado y de muy buen rollo pedaleo por fin, millas y millas, por pistas de tierra, lejos del asfalto.
Devoro las rectas de grava compacta, entre pueblos que se observan en la lejanía y quedan pronto allá detrás, fagocitando intersecciones y marcas kilométricas. El pedaleo en terreno favorable, con la energía de la primera jornada, sin forzar ni un ápice los músculos, me impulsa a cantar, en la soledad de este mar de dunas verdes, y termino profiriendo fragmentos de Los Miserables. Los pensamientos vuelan con este rodar suave de pistones. Aparecen toda clase de personajes y pasajes en forma de recuerdos, acicateados por el poder de sugerencia de los estímulos que el Camino va poniendo ante uno. Señales, nombres, postales, rostros, voces.
Junto a un castillo de llanura que fue polvorín en guerra, meriendo tendido en el césped: llevaré un centenar de kilómetros, tendré que ir activando el radar Bike&Vivac. Es un dispositivo que me implantaron el verano de 1994, en un campamento en la Font Roja, y me permite encontrar insospechados –y extraordinarios– lugares en los que descansar. O quizá sólo sea un séptimo sentido. Cuando el ocaso empieza a intuirse en el cielo, observo en un hito que Linyola queda a veinte kilómetros, y en ‘modo Cancellara’, me concentro para alcanzar ese pueblo lo más rápido posible. Me suena de algo y no sé de qué. A quién conozco que es de Linyola.
Una ristra de ideas inconexas saltean la media maratón hasta unos ultramarinos en los que paro a cargarme de viandas. Hundo el rostro bajo un brocal y resucita la congestión cervical. Refrescado pero con sutil fatiga incipiente. Ha sido bonita, me digo, esa pugna contra el reloj y el descenso, como un Quijote que galopase hacia el holograma de un gigante con aspas. Cuando se me ocurren este tipo de analogías, me digo, quizá sea hora de parar y reponerse. Continuo tranquilo, con ese pedaleo suave, tipo verano azul, atento a mi alrededor a la caza del lugar idóneo. Por caminos de huerta entre frutales, el paisaje se asemeja a la Ribera del Júcar, de donde proviene una parte de mis raíces. Continúo por el Camí de Sant Jaume mientras el Bike&Vivac prosigue en su barrido detector. Mi abuelo, plantó hace medio siglo un nogal en su campo predilecto, así que, una legua más allá, algo apartada de los caminos transitados, junto a un canal, a la sombra de un joven nogal, extiendo mi habitación para esta noche.
La única parte que dejo desnuda de mi cuerpo son las manos y el rostro, maquiavélicos mosquitos sobrevuelan a mi alrededor y como aeronaves kamikazes mueren en el velón naranja que siempre llevo conmigo. La llama de una buena vela es una gran compañía en las noches de soledad. Y también en las que se comparten. Pa de pagès, una lata de bonito y aceitunas son la combinación de sabores que conforman mi magdalena de Proust y la cena de hoy. Las manzanas que he cogido de algunos campos son una maravilla gustativa y al mordisco. Los tractores danzan en la noche como en la peli de Cars. En un giro de cabeza, la luz de mi frontal pasa por encima del camino, y me tranquiliza ver la mediana de dos palmos de hierba alta, deduzco que los tractores no suelen venir por aquí.
Cae, húmeda, la noche, y es preciso abrigarse con la versátil parca de goretex. Envuelto como un beduino, me enciendo uno, y la vastedad de los campos sobre los que se extingue la luz me conmueve. La insignificancia de mi ser en la llanura. Lonely cowboy. Murmuro al cielo una oración agradecida por haber llegado a salvo. La corriente de agua que fluye cerca, recarga de energía esta linde del camino, en la que reposo sobre unos tablones dispuestos como camastro cubierto con la esterilla, de fina espuma roja, que mi abuela empleaba en sus clases de yoga. Me estiro en posición mahometana hasta que me cruje el alma. Aliviado y distendido. Envuelto por una nebulosa, iluminado por la vela y una brasa incandescente, me rehidrato con isotónicos. Mis células, adormecidas, me llevan a la horizontal. En el firmamento perduran, desde la noche anterior, rebaños dispersos de nubes y trazos de spray con estrellas.