Cesare Lombroso concluyó que no hay solución al problema del crimen. Con la excepción de la disuasión, el castigo y el encarcelamiento. Él es el padre de la criminología moderna. O del positivismo criminológico, si se prefiere. Es decir, la criminología como área del conocimiento, o ciencia, está basada en la creencia de que el problema que trata es irresoluble. Y, sin embargo, es necesario atenderlo a través de recursos legales, pedagógicos y administrativos. Aunque no se llegue a nada.
Tal paradoja puede ser constatada a través del análisis de las estadísticas referentes. O, puesto en palabras llanas, ¿se siente usted más seguro? ¿Está usted más tranquilo ahora con el aumento de la exhibición de dispositivos policíacos –guardias de seguridad, armamento, cámaras de vigilancia…–, severidad en las penas y población en las penitenciarías? Si su respuesta es positiva, Lombroso estaba equivocado. Pero si su respuesta es negativa, entonces he ahí la paradoja.
Una de las funciones sociales de las artes es explorar ahí, justamente, donde la racionalidad lineal es incapaz de adentrarse: encarar las paradojas de la condición humana, individual o social, afrontar nuestra naturaleza contradictoria y señalar esos puntos de quiebre donde los principios, que si bien en un inicio parecían esclarecedores o liberadores, se vuelven un lastre o la causa del problema mismo. Así, cabe esperar que en una sociedad donde aumentan los dispositivos policíacos también aparezcan las obras que cuestionan estos mismos dispositivos.
Lamentablemente, ése no parece ser el caso mexicano hoy día en lo que respecta a cómo operan los procesos de interrogatorio para determinar si una persona es o no culpable. La literatura de la violencia en México ha preferido abordar otros ámbitos y es necesario echar mano de autores de fuera.
Podríamos ir a esa novela maravillosa de Antonio Tabucchi, “Sostiene Pereira”, o hasta el inevitable “Proceso” de Kafka, sin embargo hay dos dramaturgos anglosajones que también me parecen fundamentales: Harlod Pinter (Premio Nobel de Literatura 2005) y David Mamet. Pinter escribió, por lo menos, dos obras al respecto: La del estribo (One for the Road) y El lenguaje de la montaña (Montain Language).
En La del estribo tenemos a un oficial borracho quien se la pasa repitiendo, mientras interroga a sus sospechosos, que si no quieren una copita, que el no debería pero, bueno, qué más da, que se toma nomás la del estribo y listo. En realidad, los “sospechosos”, un matrimonio, son sólo técnicamente sospechosos puesto que ya se les ha imputado la culpabilidad (en el nombre de la democracia y en una casa cualquiera convertida en centro penitenciario) o, peor aún, la etiqueta de “sospechosos” es sólo el pretexto para extender la tortura que sucede fuera del escenario y es sólo referida en los diálogos: golpes, violaciones a la mujer, etc. Así, el problema del “crimen” se ha resuelto bajo la sola presunción de la culpa y el interrogatorio se traslada a la mera disuasión –atroz, aterradora- de futuros crímenes. Mientras que al único criminal que ha sido capturado in fraganti, el niño de siete años hijo del matrimonio quien da una patada a uno de los soldados, se le condena de forma expedita: “¿Tu hijo? Ay, no te preocupes por él. Era un mamoncito”.
Si La del estribo es una obra que podría suceder en cualquier país democrático, El lenguaje de la montaña podría suceder en cualquier país del mundo. El crimen en este caso es aún más vago, o más genérico, el “crimen” consiste en no hablar como la gente de la ciudad sino con un “marcado acento rural”. Mejor dicho, si en La del estribo la etiqueta de sospechoso parece servir sólo como un pretexto para la tortura, en El lenguaje de la montaña la forma de hablar (el idioma) es el pretexto que utiliza el estado no sólo para segregar, encarcelar y torturar sino para ilegalizar la existencia de grupos humanos completos; una práctica desgraciadamente tan común y extendida que citar la repetida referencia al conflicto turco-kurdo o la negativa del régimen nazi a otorgar pasaportes a ciertas comunidades es desviar el punto al particularizarlo.
Las obras de Harold Pinter fueron escritas en la década de 1980, durante la Guerra Fría. El anarquista de David Mamet fue estrenada el 2 de diciembre de 2012, a un año del movimiento Occupy Wall Street. Aquí tenemos en el escenario a dos mujeres mayores. Una de ellas, Cathy, ha pasado ya encarcelada 35 años por un asesinato que aún no sabemos si realmente ha confesado. La otra, Ann, es una oficial que también parece una trabajadora social, o la sicóloga del presidio.
A pesar del nombre y de algunas frases (“Sirves a un estado corrupto dentro de una institución fallida”, “¿Son ellos [los policías y las familias de los policías asesinados por los anarquistas] parte del pueblo? ¿Pueden serlo? ¿O son el pueblo, específicamente, sólo aquellos a quienes tú especificas?), la obra no es un panfleto ni pro ni anti anarquista sino un debate sobre los alcances y limitaciones sobre nuestros principios acerca de la justicia y de eso que llamamos “hacer lo correcto”.
Por un lado está la idea del Estado, que se critica al inicio con una obviedad: “El poder proviene del cañón de una pistola” y quien la tiene dicta lo que es bueno y lo que es malo. Pero va más allá y señala, justo hasta ese punto de quiebre que señalaba al inicio: “La máxima corrupción del poder es la creencia de que este puede hacer todas las cosas”, cualquier cosa: basta tener poder para lograr lo que sea, ésta es la corrupción total que genera el poder.
Pero por otro lado también se critica el complejo de superioridad de aquel que se siente iluminado, ya sea por la religión o por alguna ideología, pues “ese mismo sentido de derecho que lo lleva a cometer un crimen [es decir, a actuar en contra de la ley del estado] es el mismo que lo lleva a demandar la amnesia social [sólo] en lo que respecta a su crimen”. Más aún, se señala en repetidas ocasiones cómo estos iluminados suelen concebir al resto del “Pueblo” o de la gente como personas “débiles”, “asustadas”, “pasivas” o “dormidas” que requieren de alguien que los despierte o los sacuda para alcanzar la plenitud (de la libertad o del espíritu) a través de su incorporación a la lucha; mientras que el estado, que también los concibe como “niños” o “débiles” o “pasivos”, les promete la seguridad y la tranquilidad siempre y cuando le confieran el monopolio del uso de la fuerza.
Es decir, se vuelve al problema inicial sin solución, desde una perspectiva un tanto cínica de parte de las dos personajes: la anarquista que se siente moral e intelectualmente superior a la oficial y la oficial que disfruta, como una “voyeur”, el uso y abuso de su poder. Sin embargo, se vuelve una y otra vez a referir a los jóvenes como agentes de cambio, (como los que ocuparon Wall Street). De modo que vale la pena, aquí, terminar con la frase de Frantz Fanon que sirve de epígrafe a la obra:
“Cada generación, dentro de una relativa opacidad, tiene que descubrir su misión, cumplirla o traicionarla”.