De vez en cuando un romance furtivo, sin apenas aderezo, es todo lo que necesita uno para evadirse de este revival en el que ya nadie se pregunta dónde quedó el humo de los bares, la fotografía en analógico y aquella voz (fruta envenenada) de crooner rebautizado a los veintidós. Porque tampoco nadie quiere saberlo realmente. No al menos por ahora. Es difícil. Cómo decirlo. Un día nos despertamos y ya no estaban, ni el swing ni el trípode ni la paciencia. Que voló por los aires hace al menos treinta años, a ojo de buen cubero. Que ya murió también. Cómo no acordarse. Habrá quien a la salida del cine refiera que allí, en la ficción de Carol, ha sucedido más bien poco: acaso dos mujeres hipnotizándose desde la distancia, es decir, tan próximas que rompen incluso el espejismo de ese árbol del ahorcado que planean talar con exquisitez. Meciéndose cada una dentro de su abrigo y su peinado de revista recién impresa. Respirándose la una a la otra, macerando frases que jamás serán definitorias ni las que habían imaginado en un primer momento: sólo la típica conversación apasionante entre dos que se tantean por primera vez. Y es que así es la vida (o su imitación), la metáfora revelada según un cinéfilo y redactor del New York Times que aparece en repetidas ocasiones a lo largo del filme: un conflicto entre lo que se dice y lo que en verdad se siente. Que no es lo mismo. Así, este Jingle Bells bañado en dry martinis supone un bofetón al espectador ocioso; también al que anhele toparse de bruces con el suspense, la complejidad psicológica y el nervio inflamado de Patricia Highsmith —autora de la novela original—. Olvídenlo, y den gracias a este viaje en seda dispuesto por el nada prolífico Todd Haynes (I’m not there), cuya elegancia y sensibilidad a la hora de ubicar la cámara en el sitio justo y apresar el instante más fotogénico se presumen hoy decisivas. Una bicoca en manos de Cate Blanchett y Rooney Mara, que reflejan, sin la menor afectación, la hondura del deseo en retaguardia, bajo el sanedrín de bien avenidos que trinchan moralmente.
No es fácil resistirse a la inmersión cinematográfica en un contexto, los años 50 de Estados Unidos, tan alejado y a la vez tan próximo de ese individuo contemporáneo que se retrepa en la butaca. Fundamentalmente el que podría suspirar vientos condenatorios por verse ante una historia menuda, pero abisal, en la que dos mujeres cualesquiera se miran, se reconocen y —villancico mediante— huyen con el único deseo de perderse en Navidad para volver, sonriendo como Giocondas, al punto que fijaran por decreto ley cavernario y al alimón el Varón Dandy y su hocicuda camarilla. Un aspecto, el de la homofobia, que Haynes merodea (sin petulancia) porque Carol es más un filme cuasi roadie sobre la inutilidad de las apariencias que un testimonio fehaciente de la represión sexual. El director californiano dispone aquí una alegoría hopperiana en torno a dos amantes que miden al milímetro sus reacciones, sus silencios tibios, sus miradas casi poéticas, de canción de Leonard Cohen, y hasta el humeante fulgor de sus narices aleteando bajo cero. La escritura filmada de Phyllis Nagy es también una forma de constatar que, efectivamente, lo trascendental no es tanto lo que ellas dicen sino lo que sienten mientras lo dicen o, mejor aún, callan; pues hay silencios que sobrevuelan con napalm mucho después de los créditos finales. Lejos ya de Nueva York y de su plomiza nube, donde Therese Belivet salda a diario ocho horas de trabajo en unos grandes almacenes y Carol Aird intenta, mal que bien, sobreponerse a la realidad de un divorcio que podría enquistarse y lastimar a su hija de siete u ocho abriles. Quizá menos.
Así, ciento veinte minutos después, nos descubrimos más sabios pero no más viejos, como McFly el día que regresó al futuro. Asintiendo al paso sutil de dos luminarias —Cate Blanchett y Rooney Mara— en la cima del negocio. Cine para quedarse a vivir en él.