“El teatro es una demostración permanente de los límites del poder”, eso dice Dalia Taha y por supuesto, entre el título de este artículo y el nombre de la dramaturga, uno se puede ir con la finta y pensar que se está refiriendo exclusivamente a una situación sociopolítica particular. Peor aún, también se puede creer que uno tiene que ser afín a una ideología o lucha específica para estar de acuerdo y, por lo mismo, para disfrutarlo.
Pero el arte, cuando es arte, va más allá de las particularidades sociopolíticas e ideológicas y se vuelve no sólo universal sino atemporal.
Eso es lo que logra Dalia Taha en su obra Keffiyeh/Made in China.
El Keffiyeh es lo que en España llaman “palestina” y en México conocemos como “turbante árabe”, “trapito de esos que traen los judíos”, “paliacate de Tierra Santa” o cualquiera otra expresión que sirva para explicar el tipo especial de paliacate-mascada-trapo-turbante al que nos estamos refiriendo. (De hecho, el primero que tuve me lo trajeron los papás de un amigo de la Primaria y me dijeron al regalármelo: “Es como el que traía Jesús, nuestro Señor, para que te acuerdes de Él cuando lo uses”).
Así que si bien desde el título tenemos una referencia cultural específica –e incluso un símbolo de lucha política– éste también es fácilmente intercambiable por un símbolo propio: un pantalón charro, un sombrero vueltiao, unas castañuelas andaluzas o unas boleadoras gauchas. Y añadir la desazón que causa que eso que creíamos tan nuestro esté “Made in China” va perfilando la universalidad del drama.
La obra está compuesta por diez piezas cortas para dos o tres actores: Anhelando mangos, 60 segundos, La cámara no quiere a nadie, Un hombre con una pistola, Negocios, La infeliz escritora, El prisionero y el otro prisionero, Multitud, Los lentes verdes y Redecoración. Fue estrenada en Bruselas en 2012 y, a partir de ahí comenzó a dar la vuelta por varios lugares del mundo.
Atenta a su declaración inicial, Dalia Taha abre en cada una de estas piezas una ventana a los límites del poder. Anhelando mangos muestra a una pareja que va a identificar el cadáver de su hijo adolescente, presuntamente asesinado por aventarle piedras a los militares. Aquí, si bien podemos hacer una lectura superficial y particular a la situación en un lugar del mundo dado, también podemos trasladarla fácilmente a la realidad de cualquier país donde los grupos armados gocen de casi total impunidad para disparar ante cualquier provocación, ya sea hoy día (México, Estados Unidos, Nigeria), o en su historia reciente (España). De modo que la pieza trasciende las fronteras de la situación política inmediata para cuestionar las asimetrías del poder en cualquier lugar y época del mundo.
Esta misma trascendencia se da en el resto de las obras. 60 segundos muestra a un hombre que está a punto de ser asesinado y el video de su muerte se convertirá en uno de los videos más vistos en Youtube. En La cámara no quiere a nadie dos mujeres, en una posible entrevista a los medios o ante una declaración policial, hablan de una mujer que perdió a su marido en una explosión y cómo su voz y porte ante la cámara le gustan a todo el mundo (y lo que omite y lo que cambia cada vez que da una declaración, como se omite y se cambia la historia cada vez que se reescribe). En El prisionero y el otro prisionero, uno está seguro de que todo es un error y pronto estará libre (es un profesor) mientras el otro le dice que no hay errores ni escapatoria. Etcétera.
“De todas las formas del arte, [el teatro] es la que más depende de lo que no se dice”, afirma Taha y es justo por eso que sus obras van más allá de una realidad específica. En El prisionero y el otro prisionero, por ejemplo, se omite decir quién los ha hecho prisioneros. De modo que en cada cultura y tiempo, a diferencia de Pinter o Mamet, uno como espectador puede “rellenar” eso que se omite con su propia realidad y tener a dos hombres capturados por la policía, el ejército, la guerrilla, los comandos especiales, las autodefensas, un cártel del narcotráfico, etcétera, dotando a la obra de esa redondez escritor-puesta en escena-público que siempre se busca.
Escénicamente la obra presenta varias ventajas. Aparte del número de actores, (pues, como cualquier teatrero universitario sabe: entre menos gente tengas que poner de acuerdo, mejor), la dramaturga hace casi nulas acotaciones siguiendo su máxima sobre lo que “no se dice”. Por ejemplo, para Redecoración, sólo apunta “Una pareja” y en las demás piezas sigue la misma tónica: “dos prisioneros”, “dos hermanas”, “un hombre y una mujer joven”, etc… Es decir, la autora da una carta abierta a los directores, actores, escenógrafos y demás para que echen a volar su imaginación y complementen la obra de la mejor forma posible para su propia realidad (y de acuerdo a su propio presupuesto).
Más aún, las piezas que componen la obra son breves (unas diez cuartillas) pero pueden representarse de forma individual o haciendo una selección de algunas de ellas, sin que por ello se pierda fuerza en la propuesta dramática. De modo que son ideales para concursos de teatro breve o representaciones en bachilleratos o universidades. Asimismo, y esto es lo más importante, serían un excelente impulso para proponer la discusión sobre el uso y abuso de las diferentes formas del poder, los derechos humanos y los valores de la democracia y la libertad dentro de la propia realidad sociopolítica en donde sean puestas en escena.