El día 11 de septiembre del año 2012, durante la diada de Catalunya, se congregó en la capital catalana más de un millón y medio de personas bajo el lema «Catalunya, nou estat d’Europa» con el fin de reivindicar su derecho a una consulta soberanista. No tardó Artur Mas, presidente de la Generalitat, en intentar hacer suya esa masa y erigirse como capitán del navío que les llevaría a la independencia siguiendo una hoja de ruta establecida. Para ello convocó elecciones anticipadas para noviembre de aquel mismo año y pidió que todos le votasen porque necesitaba amplios poderes y la tranquilidad que otorga la mayoría absoluta para poder trabajar en esa hoja de ruta a seguir que les llevaría a la consulta soberanista; pero le salió el tiro por la culata: su partido, Convergència i Unió, ganó las elecciones, pero perdió votos. Además, entraron con fuerza otras organizaciones políticas al Parlament. Eso sí, la mayoría de la cámara era independentista o así lo hacía ver.
Desde el poder central se hizo ver que la culpa de todo este independentismo catalán venía de la mano de Artur Mas, que envenenaba y manejaba las mentes de los catalanes, utilizando el sentimiento nacionalista para ganar fuerza, hacer chantaje a Madrid y desviar la atención de sus políticas de recortes sociales. Este discurso ha calado en la opinión pública, sin que nadie se pare a pensar que primero vino el pueblo y luego vino Mas a intentar cohesionar y absorber esa fuerza popular. Parece que nadie sepa que estos sentimientos y estos anhelos de tener un estado propio como instrumento para gestionar lo mejor posible a la nación catalana –esas ganas de poseer una empresa propia porque están convencidos de que podrían sacarle más beneficio– no son de ahora. Estas tensiones entre el poder central y sus periferias «vienen de lejos», como diría el filósofo José Ortega y Gasset el 13 de mayo de 1932 en las Cortes españolas durante la primera legislatura de la II República:
«Yo sostengo que el problema catalán, como todos los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto, conste que significo con ello, no solo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles […]; que es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España subsista; que es un problema perpetuo, y que a fuer de tal, repito, sólo se puede conllevar «
Y es que si tiramos de hemeroteca veremos que en el año 1931, después de que Lluís Companys proclamase la llegada de la II República, Francesc Macià se asomó al balcón del Ayuntamiento de Barcelona y proclamo la República Catalana como estado integrado en la Federación Ibérica y envío un comunicado a Madrid:
«En nombre del pueblo de Cataluña, proclamo el Estado catalán bajo el régimen de la República catalana, que libremente y con toda cordialidad anuncia y pide a los otros pueblos hermanos de España su colaboración en la creación de una Confederación de pueblos ibéricos»
Macià proclamó la República catalana poco después de la proclamación de la II República y acabaría siendo el primer problema al que se tuvo que enfrentar el nuevo sistema democrático.
El gobierno provisional de la República envía tres ministros para negociar con Catalunya. En esos momentos, los emisarios de Manuel Azaña consiguen que se olviden de sus pretensiones a cambio de aceptar un estatuto de autonomía que saliese de Catalunya. Ese estatuto (el llamado de Núria, acabado a finales de 1931) se redacta –de hecho el fragmento del discurso de Ortega pertenece a las sesiones parlamentarias en las que se debatió en Madrid–, pero se recorta bastante, igual que lo que le pasará décadas más tarde, en el 2006, al Estatut redactado por los representantes del pueblo catalán, el cual el presidente Zapatero dijo que aprobaría; porque si de una cosa hay que estar seguro, es que la historia siempre se repite.
En 1932, el primer Estauto de Autonomía de Catalunya se aprobó, aunque recortado. Al menos, se consiguió el órgano centenario de la Generalitat. Solo dos años más tarde, en 1934, el nuevo presidente de la región autónoma, Lluís Companys, rompió todo vínculo con el poder central y proclamó el nuevo Estado catalán tras tildar al gobierno central de fascista y «monarquizante». Todo ello se debió a la entrada de tres ministros de la CEDA en el gobierno de Alejandro Lerroux. «Catalunya enarbola su bandera, llama a todos al cumplimiento del deber y a la obediencia absoluta al Govern de la Generalitat, que desde este momento rompe toda relación con las instituciones falseadas».
El gobierno de Lerroux declaró el estado de guerra y encomendó al general Batet detener a los dirigentes catalanes y sofocar los disturbios. Los políticos señalados, por su parte, se encomendaron a los Mossos d’Esquadra, que se mantuvieron fieles a la Generalitat, y a los ciudadanos, que tras un breve y bravo tiempo de lucha en la calle, sucumbieron. Al final, los representantes del pueblo en la Generalitat de Catalunya fueron detenidos. Con la Guerra Civil, el golpe de Estado y los 40 años de dictadura y represión franquista, se intentaron borrar esos anhelos, que ahora parecen renacer de sus cenizas, igual que renacieron de sus cenizas los anhelos de 1931, que querían emular a los anhelos de Pau Claris, que en 1641 ya proclamó la República catalana. La historia se repite, una vez más.